Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo III - La vuelta del hijo pródigo

de Benito Pérez Galdós


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Ción callaba, un tanto cohibida por las extremosas caricias de su padre, a quien no había visto en algún tiempo. Desproporcionada en su desarrollo intelectual, que aventajaba al del cuerpo, sus seis años, si parecían diez por la inteligencia, representaban cuatro por la estatura. Su precocidad manifestábase en la inquietud ratonil, en el afán de apreciar por sí misma todas las cosas, tocándolas, revolviéndolas, examinándolas por dentro y por fuera, en el flujo de hacer preguntas por todo y para todo, ansia de saber, prurito de observación, reconocimiento del mundo en que se han abierto los ojos, y tanteo del terreno vital en sus diversas zonas morales y físicas. Era delgaducha, ojinegra, más graciosa que bonita; su cara diminuta, toda expresión, viveza, prontitud; su agilidad pasmosa, acortando lo más posible la distancia entre el deseo y el acto. Llenas de cardenales y arañazos estaban sus rodillas, las manos magulladas, resultado de aquel incesante rodar por el suelo, de aquel encaramarse en sillas y mesas, como si el instinto la impulsara ciegamente a baquetear su naturaleza, desgastando la sobrante energía vital.

Los niños olvidan pronto a los ausentes; pero también con prontitud reanudan sus familiaridades interrumpidas. Al cuarto de hora de hallarse sobre las rodillas de su papá, Ción le trataba como si no hubiera dejado de verle, y restablecía la antigua confianza y las libertades que con él solía tomarse. Ni un segundo se estaba quieta; si su padre no la sujetara, veinte veces se habría desprendido de su brazo para volver a trepar sobre él otras tantas, y no pudiendo moverse, se desahogaba con una granizada de preguntas y observaciones.«Papaíto, ¿por qué tienes el brazo colgando de ese pañuelo?... Papaíto, ¿por qué no has entrado a ver a la abuelita?... ¿Vas a comer hoy en casa? Come, sí, que Leré ha mandado traer pescadilla, que a ti te gusta tanto... Te enseñaré la sillería que me compró el marqués, verás... pero los cajones de la cómoda no se abren, y las sillas están todas paticojas... Después voy a lavar este pañuelo... ¿No es verdad que tú quieres que lo lave? Dice Leré que me mojo, y qué sé yo qué... ¡Qué mentira tan grande! Yo no me mojo... Déjame, déjame, que voy a decirle a la abuelita que estás aquí. No lo sabe... Verás qué alegre se va a poner.

No había medio de sujetarla, y para entretenerla allí, Leré le trajo las muñecas, los mueblecitos y vajillas, ocupando casi toda la mesa del comedor. Su padre, que en todas ocasiones era complaciente con la niña, en aquella no ponía ninguna tasa a sus peticiones ni a sus caprichos. Leré trinaba contra Guerra al ver en manos de la chiquilla cuanto ésta deseaba. ¿Quería lavar? Pues le ponía delante una jofaina con agua. ¿Quería fregotear las sillitas hasta desteñirlas y echarlas a perder? Pues el padre se prestaba a la operación, ofreciendo también su ayuda para abrir en canal a una muñeca, y sacarle la estopa que formaba sus carnes. ¿A la niña se le antojaba armar un castillejo con las tazas y copas, no de juguete, que sobre la mesa estaban? Bien. ¿Que se rompían? Mejor. Y si Ción quería subirse sobre la mesa, él la ayudaba; y si quería arrastrarse por debajo de ella, también.

-Usted la pierde consintiéndole todo -dijo Leré reconviniendo con igual severidad al padre y a la hija-. Así, en cuanto usted llega, ya está otra vez la niña ingobernable.

Protestó Ángel contra esto, y dejándose llevar de su carácter iracundo, la emprendió con Leré, diciéndole que no entendía palotada de educar niños; que éstos necesitan moverse y ejercitar sus nacientes facultades; que el sistema de prohibiciones viene a ser como ligaduras que oprimen los músculos y detienen la circulación, y que el efecto de dichas ligaduras se ve en las anquilosis que se forman luego, así en lo físico como en lo moral. «Y en resumidas cuentas -añadía-, aquí mando yo, y quiero que Ción celebre mi vuelta recobrando su preciosa libertad, según los dictados de la Naturaleza. Yo pregunto: ¿qué importa que Ción rompa ese plato? Nada. ¿Qué importa que se haya mojado el delantal? Con ponerle otro, hemos concluido».

-Sí, y aquí estoy yo para pasarme todo el día quitándole y poniéndole delantales -dijo la maestra riendo-. Como si hubiera poco que hacer en casa.

-Nada, nada -dijo Guerra sin hacer caso de la exhortación muda que con su mirar severo le dirigía Braulio, suspendiendo la lectura de El Imparcial-. Hoy, Ción, eres libre. ¿Qué quieres tú? ¿Degollar la muñeca? Pues perezca esa bribona en castigo de sus culpas. ¿Qué más quieres? ¿Echarla de remojo para que se destiña toda, y luego secarla con la falda del trajecito? Muy bien, bien. Esa vajilla está muy usada. ¿Quieres majarla en el morterito hasta que sea polvo, y después echar agua y hacer un pisto y dárselo a comer al buey de cartón para que engorde? Muy bien pensado me parece. Marchemos, y yo el primero, por la senda constitucional.

Incomodábase Leré, y para no ver el escandaloso espectáculo de la anarquía triunfante, emigraba del comedor. Braulio refunfuñó tímidamente una opinión contraria a tal sistema educativo, lo que enardeció más a Guerra, llevándole a extremar y generalizar sus argumentos.

-Desengáñate, tonto -decía mientras la niña, debajo de la mesa, arrancaba las patas de las sillitas para metérselas por los ojos al buey de cartón-; las prohibiciones, impidiendo el desarrollo, encanijan física y moralmente a los niños. Lo mismo pasa con las sociedades. Con tanta tutela y el mírame y no me toques del poder central, ¿qué resulta? Que los pueblos no se ejercitan, que no se educan, que se vuelven idiotas y lisiados, y desconocen sus propias energías.

Algo pasó aquella tarde que pudo extrañar a los que no estaban habituados a los rasgos de penetración de doña Sales; pero que a Pintado, al administrador y a Leré no les cogieron de nuevas. Sorprendida la señora de que Ción no pareciese por su cuarto, preguntó la causa de esta inexplicable ausencia. Diéronle varias versiones, que la astuta señora aparentaba creer. Al fin, para que no se calentara la cabeza, lleváronle a la niña, encargándole que no nombrase a su papá delante de la abuela, y empleando, para ganar su ánimo, promesas y caricias antes que amenazas. La chiquilla, que era más lista que la pimienta, hízose cargo de la situación, y al presentarse a doña Sales, cumplió fielmente la consigna. Pero al poco tiempo, como se dedicara con insano ardor a los mismos juegos inconvenientes de por la mañana, y doña Sales antes de reprenderla la llamase a sí, con la intención de amansarla con su cariño, la chiquilla se negó a obedecer diciendo con muy mal modo: «No quiero». Entonces la señora, como quien recibe una luz del cielo, se llevó las manos a la cabeza, y dijo con acento de profunda convicción:

-¿La niña se insubordina? Mi hijo está en casa.

El primer impulso de los allí presentes fue negarlo; pero sus contradictorias y vagas expresiones no convencían a doña Sales, quien repitió la frase, añadiendo:«A mí no me engañan. Anoche tuve como un presentimiento de que mi hijo estaba cerca. Le sentía sin oírle, y le adivinaba... no sé por qué. Luego, lo que me dijisteis de si había telegrafiado, si venía pronto, y qué sé yo... pareciome una farsa para prepararme. ¿Acierto?

-Pues bien, señora mía -dijo D. León Pintado con solemnidad, poniendo cara dulzona-, alleluia... Anoche llegó, por cierto arrepentidísimo de sus errores y dispuesto a corregirse.

-Pero tú, Leré, y tú, Braulio, os habéis pasado de precavidos. Bueno, os perdono esa diplomacia tan lenta y con tantos trámites, y me declaro en estado de perfecta preparación. Que entre ese loco, que ya me muero por verle y abrazarle.


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