Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VII – Herida. - Bálsamo

de Benito Pérez Galdós


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Don Pito, que voltijeaba en la calle, esperando a que el enemigo pasara de largo para volver a entrar, vio a su sobrina haciendo figuras en el balcón, y tuvo miedo de que se le fuera la cabeza y diese la gran voltereta. «Chica -le gritó desde abajo, extendiendo los brazos para recogerla en ellos, por si acaso se tiraba-, no seas loca... aguántate... despréciale... tendrás otros que valen más... Juicio, niña, juicio, y adentro.

Al ver que la joven se retiraba del balcón, subió con toda la rapidez que sus desiguales piernas le permitían. Llegó arriba jadeante, y encontrando franca la puerta, se coló hasta la sala, en la cual estaba Dulce, llorando a lágrima viva, echada sobre el sofá. Abrazándola con paternal cariño, D. Pito la consoló en esta forma:

«Hija de mi alma, no te aflijas. Cuenta con mi protección.. Tu tío no te abandona, no: te dará remolque hasta el fin del mundo». Como la dolorida no hiciera demostración alguna de gratitud, el viejo reforzó sus aspavientos consoladores. «Pero, chica, ¿ese pirata habrá sido capaz de dejarte sin carbón en medio de la mar? Dulce no contestó; pero el capitán, que ya conocía el famoso cofrecillo, por haber metido más de una vez en él sus dedos, fue a mirar lo que había, y cuando vio cantidad crecida de billetes y monedas de plata, el asombro le tuvo abierta de par en par la boca un buen espacio de tiempo.

«Pues mira, chacha, no debes apurarte -dijo sentándose y poniendo el cofre sobre sus rodillas-. Tenemos carbón y víveres a bordo... avante toda. Proa a la mar. Dios no abandona a los buenos... Pero ten cuidado no te roben, ¿eh? que estás muy trastornada, y no sabes quién entra ni quién sale... Mira, yo te guardaré esto. (Cogiendo algunos duros y metíéndoselos con rapidez en los bolsillos.) Tengo las carboneras vacías, Carando, y hace días que estoy quemando mis propios huesos para hacer un poco de presión. Fíjate, fíjate bien en lo que tienes, y ocúpate de tus intereses. Toma, ve contando, hija de mis entrañas, pues aunque yo creo que el dinero es una cosa muy mala, ¡yema! causa de todas las trapisondas de este mundo, siempre vale más tenerlo que no tenerlo. Digo... del dinero salen los vicios, el lujo, la soberbia y otras mil perrerías. Pero cuando uno lo tiene, no debe dejárselo quitar, y aunque el hambre es una cosa magnífica para irse a fondear en el Cielo, no es malo tener algo que meter por esta pindonguera escotilla que el Señor nos ha puesto debajo de la nariz. Conque vete serenando, joven inocente, que eso del llorar es cosa de bobos. Cierra esos imbornales y créeme a mí. ¿Qué te pasa? ¿que quieres a ese párvulo? Pues no te apures que como ese encontrarás mil, y mejores. Venga de almorzar. ¿Qué no estás para nada? ¿no quieres ir a la cocina? ¡Yema! ¿qué me apuestas a que te hago un arroz que te chupas los dedos? Yo también soy cocinero: los marinos tenemos que saber un poquito de todo... ¿Hago el arroz, sí o no? Considera, párvula mía, que si tú estás enamorada, yo no lo estoy, y es preciso comer para beber, quiero decir, para vivir... Estamos solos, chica, y ahora no hay quien nos fume. Oye: pon el dinero en lugar seguro, ¡me caso...! mientras yo salgo a traer una cosa que nos hace mucha falta. Dime ¿te gusta a ti el fin champán? No hay remedio mejor para la debilidad de estómago y para las averías del alma. Un dedito, y se te tapan todos los huequecillos donde anidan las penas. Claro, ellas quieren salir; pero no pueden. Espera, echame acá otra vez el cofre... Vengan otros dos pesos... mejor será que tome cuatro, porque más seguros los tienes en mi poder, ¡yema! que en el Banco de España... Conque espérame un ratito; en un par de guiñadas voy y vuelvo... ¡Ay, qué bien vas a estar con tu tío! Ni disgustos, ni quebraderos de cabeza, ni aquello de si viene o no viene. Ya no viene más, Carando, y mejor es así. Por la tarde, a paseo los dos, en coche, ¿qué te parece? a ver los bigardones y bigardonas que borlean en el Retiro, y por la noche a casita: Cada uno en su litera, y vengan temporales. Conque, espérame un rato.

Salió tan ágil, que no parecía sino que la pierna inválida había recobrado el vigor de los años juveniles. A la media hora. volvió cargado de provisiones, cucuruchos de papel, y botellas con etiquetas de relumbrón.

-No navegues nunca con la gambuza vacía... -dijo poniendo su cargamento sobre la mesilla de mármol. Dulce, que no tenía humor para bromas ni aun sentidos para enterarse de lo que a su lado pasaba no hizo caso de D. Pito, el cual, poseído de frenesí culinario, fue a la cocina, sin lograr que su sobrina le ayudase. Ésta, secas ya las lágrimas, había caído en un estupor doloroso; sus miradas no se apartaban del suelo; su tez se había vuelto verdosa; entre su nariz y su boca; una contracción singular hacíala parecer a ratos persona distinta de sí misma. Pasaba el tiempo sin que la dolorida mujer se moviera de su sitio, y a ratos, como el durmiente que percibe en sueños los ruidos de la realidad, sentía la presencia del capitán en la cocina, moviendo cacharros, hablando consigo propio, y echando pestes y yemas a cada contrariedad que le ofrecía la faena que se había impuesto. Por fin, tuvo Dulce que ir allá, y regañaron un poco, y D. Pito se quemó un dedo, y el condenado arroz salió más malo que todos los demonios. Dulce no tenía ganas de probar bocado, sino de lloriquear en la alcoba, reclinándose boca abajo en su lecho. Allí la encontró el tío, que se había servido solo su almuerzo en la cocina, sin manteles, y bien harto de arroz, con media botella de Valdepeñas entre pecho y espalda, se fue a consolarla, obsequiándola con todas las frases tiernas que en el acto de la digestión, más que en otro alguno, se le venían al pensamiento. «Por lo que no paso, joven, es porque estés sin lastre. Hay que estivar algo de peso. Si no, los balances no te dejarán vivir. Mala cosa es la debilidad: yo la detesto tanto, que prefiero llevar arena en la bodega a no llevar nada... ¡Ah! se me ocurre una gran idea. ¿No puedes tú pasar ni ningún abarrote? Pues yo sé hacer una bebida que te fortalecerá y te pondrá como un reloj. ¿Sabes lo que es un chicotel? Es el consuelo del navegante, transido de frío sobre el puente, derrengado de fatiga, aguantando chubascos, y con la humedad metida en los huesos, luchando con furiosa mar de proa, sin poder quitar el ojo del compás ni del cariz del cielo. Es la mañana que conforta y da valor para resistir un mal día después de una noche de perros. Aguárdate y verás qué pronto despacho.

Fue a la cocina, rompió un huevo en una taza y lo batió bien, pero bien; echolo en una vasija grande con la dosis de medio vaso de agua, añadiendo una copa chica de ginebra, un poco de canela y azúcar en proporción. Para el perfecto gin cock tail (literalmente rabo de gallo con ginebra) no faltaban más que las gotas amargas, que le dan aroma y tonicidad; pero como D. Pito no las tenía, prescindió de aquel sibaritismo, y concluyó la confección del ponche, batiéndolo de nuevo con el molinillo del chocolate hasta levantar espuma que se desbordaba del cacharro. Sirviolo luego en un vaso ordinario de los grandes, en el cual resultaban como tres dedos de dorado líquido, y un dedo de espuma que mermaba lentamente. Con aire triunfal lo llevó a su sobrina. «Vaya, endereza ese casco... Tómate este bálsamo de Dios, y verás cómo se te aclara el celaje». Dulce lo probó, y como no le supiera mal, apurolo hasta que no quedó en el vaso más que un poco de espuma, y en su labio superior un bigotillo blanco. «¿Qué tal? ¿cosa rica? Con esto se me han pasado a mí todos los berrinches que he cogido a bordo. Día hubo en que no pudiendo bajar del puente, me sostuve con catorce chiconteles a diferentes horas. Ello fue en el María Josefa cuando el huracán que me cogió en Maternillos». La ingestión de aquel brebaje fue para Dulce confortante y placentera: en los primeros momentos se sintió traspasada por extrañas ráfagas de alegría, de esa alegría que suele producirse entre las vibraciones del extremo dolor, como la chispa que brota de la percusión de cuerpos duros. Al pasar a la sala, toda la habitación giraba en derredor suyo, y D. Pito con ella, lo que produjo en la joven una risa nerviosa, viéndose obligada a sentarse, la mano delante de los ojos. Luego, sin cesar el mareo prodújole el bálsamo otros efectos, una especie de erección del ánimo flojo, volviendo sobre sí, y reivindicando su dominio, un despertar de todas las facultades, un afinarse de todos los sentidos, y con esto, ganas de hablar y de contar su cuita, en términos que las palabras se le salían de la boca antes de que el pensamiento las ordenara. Pero aún hubo otro efecto más particular: al ir de la sala a la cocina, se olvidó de cuanto le había pasado aquel día; es decir, notó un descanso inefable y la conciencia de una situación negativa en su alma. Vagamente consideró que algún fenómeno extraño se verificaba en ella, y sin poder determinar que fuera olvido en lo moral, sedación en lo físico, decía para si: «No sé qué tengo... Yo estoy alegre... pero se me figura que hoy me ha pasado algo... No sé lo que es, no sé lo que es, ni quiero tampoco saberlo». A semejante estado, sucedió pronto una melancolía dulce, en la cual iba apareciendo poco a poco la noción del estado primero, como una substancia diluida y agitada que decanta en el fondo del vaso. La espuma disminuía con el estallido de las burbujas, el líquido aumentaba, y un sedimento de hiel obscura amargaba y ennegrecía ese fondo en que se cuaja la conciencia de nuestros dolores.

En tanto, el célebre capitán jubilado había encendido un cigarrote, de la docena selecta que trajo en uno de aquellos cucuruchos, y tiraba de él, atizándose copas y más copas de coñac. La galguita, que le había tomado cariño de tanto verle allí, jugaba con él o se le ponía delante, grave y atenta, mirando cómo subían al techo las azuladas espirales del humo del cigarro. Y a Dulce y a la perra juntamente dirigía, don Pito sus filosóficos comentarios del mundo y la vida humana: «Mira, hija de mi alma, no hay que apurarse, tomemos los contratiempos al son que ellos traen. ¿Que sopla Noroeste duro? Pues avante, y capéalo como puedas. Hagámonos cuenta de que la vida es toda ella muy mala, y que lo bueno viene por casualidad, cuando el mal descansa o se duerme. Pongámonos siempre en lo peor; creamos que todo lo que no sea temporales, mar de fondo y neblina es un golpe de suerte, un chiripón, casi un milagro. Desconfiemos de las claras, porque no hay clara que no sea una tal, y tras ella viene siempre un chubasco mayor que el pasado... La mar es de por sí voluntariosa y muy gitana. Vayamos por ella con la mecha bien atizada (un dedo en el ojo derecho), y a cada minuto que pase hagámonos cuenta de que la muy carantoñera nos ha perdonado la vida... Ea, bastó ya de lloricio. Pecho al huracán; venga bálsamo; y avante toda, que mientras no se rompa el molinillo, andando vamos... Aprende de este prójimo, que echó los dientes mirando cosas inhumanas, ¡ay! oyendo rugidos de fieras, y viendo cómo se hincha la mar, cómo se desgaja el cielo. Porque a mí me destetaron los ciclones, y en mi biberón no había leche, ¡yema! sino agua salada con gotas... de sangre humana. Con aquel ten con ten, me hice de bronce, y ya me podían echar desgracias, contratiempos y calamidades... ¡Que salta fuego en las carboneras! Serenidad, serenidad; no atropellarse: ya se apagará... Vísteme despacio que estoy de prisa. Poco a pocoooo... ¡Que se cierra de niebla y se nos viene encima un barco que no quiere, o no puede gobernar!... Pues cierra la caña a estribor... toda la pala a babor... Que no podemos evitar la embestida y el otro nos raja por la mitad, ¡pruuum! y nos mete la roda hasta la misma máquina!... Me has partido, inglés... Me caso con tu alma pastelera. Pues a pique... Orden, sangre fría, serenidad... No correr; esos botes... ¡Que revienta la cafetera y el vapor nos despide!... Abur, mundo bonito... Me caso con la mar... Calma, calma... Que cada cual se ahogue como pueda.


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