Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VI - Metamorfosis

de Benito Pérez Galdós


II editar

Estaba de Dios que aquel día fuese memorable para Guerra, porque en él ocurrieron cosas que parecían dispuestas con cierto orden escénico o teatral para afectarle profundamente. Por la mañana, a la hora en que Dulce le visitó, hallábase Leré fuera de casa: Había ido al cementerio, como todos los días, a poner flores en el sepulcrito de la niña, y apenas se despidió la esposa ilegal, sintieronse los pasos de Leré, que en aquel momento entraba. Salió Ángel a su encuentro, y la vio quitándose el manto por el pasillo, antes de llegar a su cuarto, tal era su anhelo de franquearse para las faenas que había dejado pendientes. Traía la cara encendida, por la prisa del regreso, y quizás por haber llorado en el campo santo. Basilisa, que la acompañó, también traía la cara como un pavo.

-¿Ya estás de vuelta? -le dijo Ángel complacidísimo de verla.

-Hemos tardado un poco. ¿Va usted a salir? ¿Almorzará en casa?

-No pienso salir. ¿Por qué lo dices?

-Porque tenemos que hablar.

-Pues ahora mismo. (Indicándole que entrara en su cuarto.)

-¿Ahora?... ¿con lo que hay que hacer? Después de almorzar será mejor.

Guerra deseaba que volase el tiempo, y el tiempo pasó, despacito, rebelde al aguijón de la impaciencia, hasta que llegó el instante designado por la santita de los ojos saltones. Guerra fue a su cuarto, ella detrás, y en pie delante de su amo, no se anduvo con rodeos ni preparados exordios para explicarse.

-Pues señor, ya debe usted suponer lo que tengo que decirle. ¿No lo adivina? Pues tengo que decirle que me marcho.

Ángel se sintió profundamente herido con tal declaración, no teniendo poca parte en su penosa sorpresa la serenidad con que Leré hablaba de abandonar aquella casa.

-Pero ven acá... siéntate. ¿Tan mal te trato, que no ves la hora de salir de aquí?.

-No me trata usted mal, (Sentándose.) sino muy bien, y estoy sumamente agradecida a la señora, que de Dios goce, y a usted, pues si buena fue ella para mí, no lo ha sido menos su hijo. Pero yo vine a esta casa para un fin, para un objeto que ya no existe; vine para cuidar a la niña y enseñarla, y la niña... Dios la quiso para sí.

Al decir esto, la tranquilidad de Leré flaqueó súbitamente, y sus ojos temblones se llenaron de lágrimas. A Guerra se le anudó la garganta.

-No llores... bastante hemos llorado y sufrido -le dijo su amo-. Leré, tú quieres aumentar mi desdicha, abandonando esta casa cuando más necesaria eres en ella. Yo no me opondré nunca a tu voluntad; pero exijo que me des alguna razón de esa fuga.

No es fuga, señor... Lo diré pronto y claro: es que ha llegado el momento de que yo siga mi vocación religiosa. Mientras la niña vivió, antes que mi vocación estaba mi deber, y a él me consagraba en cuerpo y alma. Pero muerta la niña, el Señor me dice que siga mi camino, y pronto, pronto...

-¿Estás tu segura de que el Señor se entretiene en decirte a ti esas cosas?

-Pues si no me las dijera (Con la mayor ingenuidad en su fe.) ¿cree usted que tendría yo tanta prisa? Me habla en mi corazón, que desea la vida religiosa como el único bien posible para mí; me habla en mi conciencia, que me pide cuentas por cada día que pasa fuera de la vida que el Señor me tiene destinada.

-Bien, bien -murmuró Ángel confuso, no hallando argumentos bastante fuertes para combatir obstinación de tal calidad-. No fuera malo que le preguntaras al Señor qué voy a hacer yo ahora sin ti, cómo se va a gobernar esta casa, cuyas necesidades y cuyas mecánicas conoces al dedillo. El Señor, soliviantándote en tan mala ocasión, pone a tu amo en un conflicto tremendo, y ya podía el Señor ese dejar en el siglo a las chicas trabajadoras y útiles como tú, llevándose a las holgazanas y que no sirven más que para rezar.

-Mi vocación (Con modestia.) me llama a las órdenes donde se trabaja sin descanso, a las que se consagran al cuidado de los enfermos y al alivio de las miserias sin fin que hay en este mundo.

-Muy bonito, sí, muy bonito. Y entre tanto, a mi casa que la parta un rayo.

-Para dirigir esta casa encontrará usted muchas que lo hagan mejor que yo, o por lo menos lo mismo.

-¡Ay, hija! Yo dudo que ese prodigio se encuentre. Y no lo digo por adularte. No, no hay otra como tú: aguanta los elogios y sonrójate hasta que ardas. Si no te gusta que te echen incienso, ¿para que eres tú buena? ¿Por qué no te haces un poquito peor?... Pero, vamos al asunto principal: yo no quiero que te marches. ¿Que echas de menos aquí? ¿la soledad de un convento? ¿horas para rezar? Pues enciérrate en tu cuarto todo el tiempo que te acomode, y reza y reza hasta que se te caiga la campanilla o hasta que se te seque el cerebro.

-¡Qué cosas tiene usted! Demasiado comprende lo que le digo.

-No, no lo comprendo... Tú no tienes la cabeza buena. Si me dijeras: «D. Ángel, me voy de su casa, porque me ha salido un hombre decente que se quiere casar conmigo, y yo también soy de Dios, quiero tener una familia mía, a la cual consagrarme...» muy santo y muy bueno. Esto me parecería humano, natural; pero...

-¿Pero qué? Ya empieza usted a decir disparates. La suerte que yo no me incomodo. Estoy bien preparada para oír condenar mi inclinación, y aun hacer burla de ella. Eso que ha dicho de casarme yo... yo, me hace reír... En mi vida se me ha ocurrido semejante cosa. Qué, ¿no lo cree? ¿Por qué menea la cabeza? Pues si no quiere creerlo, con su pan se lo coma. Digo lo que siento y me quedo tan tranquila. Ya le dije otra vez que nunca he sabido lo que es amor de hombres, ni me hace falta saberlo. Usted lo dudará, y me llamará hipócrita. Bueno: aguanto el mote sin quejarme. ¿Cree usted que todas las criaturas han de ser iguales? ¿Dice que sí? Pues yo digo que no, ea. ¿Piensa usted que todas, todas las mujeres quieren casarse?

-Toditas.

-Pues yo no. Soy una excepción, un fenómeno. Vea usted por dónde he salido también monstruo como mis hermanos. El casorio no sólo no me hace maldita gracia, sino que la idea me repugna, para que lo sepa de una vez.

-Eso es porque no has encontrado aún el sujeto... El día en que el sujeto se te aparezca, descubrirás tu propia alma que ahora está velada por esa devoción infantil.

-¿Que sujeto ni qué carneros? Para mí no hay ni habrá nunca más sujeto que el que está clavado en la cruz. ¿Le parece poco?

-Ni poco ni mucho. Yo respeto tu... horror al género humano... Gracias por la parte que me toca. -No las merece. Quedamos en que me dejará usted marchar.

-¿Pero me pides permiso? Eso no. Yo podré resignarme; pero darte licencia jamás.

-¿A que sí me la da? Es usted más bondadoso de lo que parece.

-Sí, pero por bueno que sea, no me determino a tener mi casa como una leonera.

-¡Virgen Santísima! como si faltaran amas de gobierno mejores que yo! Y en último caso...

-¿Qué?

La toledana pensó indicar algo, que en el momento de soltar la expresión hubo de parecerle atrevido, y puso punto en boca.

-Tú ibas a decirme algo... ¿Por qué callas? O hay franqueza o no hay franqueza. Ya sabes que te autorizo a que me trates como a un chiquillo.

-Pues bien, allá va... ¿Por qué no se casa usted? Casándose, sobre cumplir con Dios y con la ley, resuelve el problema de la dirección de la casa.

-Otra vez me sacas a relucir el maldito casorio. (Excesivamente contrariado.) ¡Mira que si mamá resucitara y te oyera...!

-¡Ay! Si la señora me oyera se pondría furiosa... pero la señora no me oirá, y ante la realidad de las cosas, deben desaparecer las prevenciones. No se puede volver el tiempo atrás; ni lo pasado puede ser presente, ni lo que es, ser de otro modo que como es. Si usted no se decide a dejar a esa señora, cásese con ella, porque están los dos en pecado mortal.

-¿Quién te mete a ti a Concilio de Trento? ¿Cómo sabes tú en qué pecado estamos?

-Me basta saber los diez mandamientos. (Aproximando su silla al asiento de Guerra.) Vamos a ver... Hablando ahora con toda formalidad, ¿por qué no se casa usted... si la quiere y no puede vivir sin ella? ¿Le parece a usted que es decoroso, que es cristiano...? Si le enfada el sermón, me callo.

-No, no me enfado. Me encanta oírte.

-Pues... (Aproximándose más.) voy a decirle una cosa que quizás le sorprenda. Hoy, cuando volvíamos Basilisa y yo del campo santo, vimos a cierta persona. Nosotras poníamos el pie en el portal cuando ella bajaba el primer tramo de la escalera. Yo no la había visto nunca. Basilisa me tocó el codo, diciéndome muy bajito: «Mírala... la del amo».

-En efecto, ella era. Es la primera vez que ha entrado en esta casa.

-Hablando con toda verdad, le diré a usted que la encontré simpática y que le tuve lástima... no sé por qué. Ella nos miró con muchísima atención, y Basilisa le hizo un saludo de cabeza muy reverente. Después, cuando subíamos, me dijo: «¿Quién te asegura a ti que ésta no será nuestra ama dentro de un par de meses? Pues hija, hay que ponernos bien con ella». Basilisa me dijo también... no sé por dónde lo sabe... que es buena mujer, modesta y trabajadora, pero que su familia es una calamidad.

-¡Y tanto!...

-Pero, en fin, usted no se ha de casar con la familia, sino con su novia... Con que matrimonio, matrimonio, y ya tiene usted todo lo que le conviene, la conciencia como un oro, y la casa como una plata. ¿Qué más quiere, hombre de Dios?

Decía esto la muchacha con tanta naturalidad y efusión, que Guerra sentía gañas vivísimas de darle un fuerte abrazo y comérsela a besos. Pero un respeto inexplicable, dada la situación social de ambos, le impedía aproximarse a ella.

-Dejemos lo del casorio, que yo no rechazo... en principio -le dijo-, y en cuanto a la licencia absoluta, te pido un plazo para concedértela o negártela... ocho días. ¿Te parece mucho?


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