Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo IV - Leré

de Benito Pérez Galdós


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«Pero, hija -le dijo Guerra otro día-, no engordes tanto, que gordura y penitencia rabian de verse juntas. Cada día parece que te redondeas más. Verdad que las carnes que echas ahora son como un acopio de fuerza y salud para los días en que toquen a mortificación y abstinencias».

Sépase, entre paréntesis, que la santita de los ojos temblones usaba siempre corsé, por recomendación expresa de doña Sales, muy partidaria de una prenda que imprimía decencia y respetabilidad. «El corsé -decía-, es útil para el cuerpo y para el alma». Así debió de comprenderlo Leré, y en el hábito de comprimir y ajustar convenientemente su talle no hubo nunca asomo de coquetería. Al contrario, le enfadaba que su seno abultase tanto, y que cada día, a pesar de su sobriedad en el comer, tomase aquella parte del cuerpo desarrollo más insolente.

Por unas y otras cosas, por lo moral y por lo que no es moral, la maestra interesaba al papá de la discípula, despertando en él sensaciones y anhelos diversos, que en breve tiempo pasaban de lo más a lo menos espiritual, y viceversa. Hay que decir en honor de Guerra, que siendo comúnmente hombre antojadizo y poco escrupuloso de medios, tratándose de fines que le solicitaran con ardor, en aquel caso no pensó ni por un momento abusar de su posición de jefe de la casa. Un respeto indefinible y que hasta entonces jamás estuvo escrito en sus papeles, le detenía ante la pobre toledana, defendida tan sólo por su tesón admirable y por su recta conciencia. No podía, sin embargo, resistir cierta comezón de vigilarla de cerca, de sorprenderla en su vida íntima; y movido de ardiente curiosidad, puso en práctica un procedimiento poco delicado para satisfacerla. Una tarde obligó a Leré y a la niña a salir de paseo; hizo salir también a Braulio, y en el tiempo que los tres faltaron de casa, practicó un agujero en la puerta que comunicaba la alcoba de doña Sales con el cuarto en que Ción y su aya dormían. Bien preparado todo para un seguro acecho, al llegar la noche, pudo trasladarse sin hacer el menor ruido desde su aposento al que fue de su madre: Lo que atisbó en el de Ción, donde ardía toda la noche una lamparilla, no hizo más que afirmar su creencia respecto a la ingenuidad del misticismo de Leré. La niña dormía. De rodillas en medio del cuarto, frente a una pintura del Redentor crucificado, la maestra tan pronto rezaba con las manos juntas sobre el seno, tan pronto leía en su libro de oraciones. Pasado un larguísimo rato, la exaltada joven se tendió boca abajo en el suelo, sosteniendo la frente en las manos cruzadas. Debía de ser aquello una actitud de meditación, no de sueño y descanso, porque a los oídos del acechador impertinente llegaba un rumorcillo de sollozos o suspirar de monja, y algún silabeo como de conversación íntima con persona invisible.

Aunque aburrido de su inútil y poco digno espionaje, Guerra no quiso retirarse hasta no ver si Leré se acostaba o permanecía toda la noche en aquella fatigosa postura. Por fin, cerca ya del día la vio levantarse del suelo. La cama estaba frente al punto de mira. Pero ¡ay! ¡qué chasco para el centinela! la joven no se acostó en ella. Aflojándose el traje y quitándose el corsé, sin que se pudiera ver nada más que el corsé mismo al ser despegado del cuerpo, se cubrió con una manta ligera, y echose en el suelo contra la pared, apoyando la cabeza en una caja que contenía los chismes de cocina de Ción. Ángel se retiró descontento de sí mismo por lo innoble de su conducta aquella noche, descontento también de Leré, porque tanta, tanta virtud parecíale ya excesiva y antipática. «Sobre todo -murmuraba restregándose los cansados ojos-, mi casa no es convento del Císter... estas escenas de devoción y estos desplantes de santidad, son una antigualla... ¡Bonitas cosas le va a enseñar a la niña si la dejo!... No, no, hay que prevenirse con tiempo contra esta influencia mística, que puede ser terrible para la pobre criatura. Ción es inteligente, de imaginación viva, campo bien preparado para recibir impresiones e ideas que luego no habrá medio de arrancarle... ¡Ah! Leré, Leré, es preciso determinar pronto si soy yo aquí el amo o lo eres tú».

Esta última apreciación respondía tal vez a que empezaba a observar que, de un modo indirecto y no apreciable para la servidumbre, la voluntad de Leré prevalecía en todo lo pertinente al gobierno de la casa; pues aunque el amo era quien visiblemente mandaba, rara vez dejaba de consultar con ella, o de amoldarse tácitamente a su deseo. Su autoridad resentíase de cierta subordinación a otro poder no definido velado, el cual se iba imponiendo en virtud de una atracción ligeramente supersticiosa o de un fenómeno sugestivo. Y debe notarse también que aquella primera idea, expresada al retirarse del acecho, acerca de los inconvenientes del misticismo de Leré para la educación de Ción, era una idea sofística con que Guerra quería engañarse a sí propio, o poner una venda a su orgullo herido, porque... sinceridad ante todo... el misticismo aquel le sabía mal porque habiendo sido espuela convertíase en freno de sus deseos.

Otra plática.

Hablaban una noche de si Guerra saldría o no saldría a la calle. Bien sabía Leré a dónde iba; y como su amo la autorizaba expresamente a tratarle con toda confianza, le dijo:

-Vaya usted, hombre, que esa también es de Dios. Está usted en pecado mortal; pero si no va a verla será pecado sobre pecado.

Ángel se turbó, manifestando disgusto, y la toledanilla, animándose con la idea del éxito que alcanzar creía, se lanzó a decir:

-Está usted en el caso de casarse o de romper con ella, si no quiere faltar descaradamente a la ley de Dios.

-Ambas cosas -replicó Guerra-, el casorio y la separación, parécenme a mí imposibles de realizar.

Muy pronto arreglan los beatos estas cosas tan graves, yo tengo mi ley, que no entiendes ni entenderás nunca.

-Buena será ella... No, maldita falta me hace entender su ley. Gobernándose con ella, no ha hecho usted en su vida más que desatinos, malquistándose con su madre, con sus amigos, metiéndose en enredos de política, para no conseguir nada, como no sea que la justicia le confunda con los criminales.

-De lo que yo he pensado y hecho desde que me lancé a esos delirios, porque delirios son, lo reconozco, no puedes tú juzgar. Eres demasiado buena y pacífica para poder entender de estas cosas, Lereita. ¿Quieres que te las explique? Hace tiempo que siento vivos deseos ¿qué digo deseos? necesidad de comunicarme con alguien, de aligerar y refrescar mi conciencia dando cuenta clara de los móviles de mis acciones, refiriendo lo que puede disculparme, lo que no tiene disculpa, y en fin, todo lo que he sentido, porque de lo que se siente, Leré, nacen las acciones, y aquellas que parecen más disparatadas, resultan no serlo tanto cuando se examina el corazón, que es la fuente, hija, la fuente de donde nace la voluntad. Desde que murió mi madre, vengo notando que se resquebraja dentro de mí todo el ser antiguo de mi vida, y aquello que me parecía la misma consistencia amenaza desplomarse... ¿Entiendes lo que digo?

-Vamos, eso se llama arrepentirse -observó la maestra prontamente-. Diga usted las cosas claras.

-Algo hay de eso. Llámalo transformación, crisis de la vida... pero arrepentimiento a secas, tal como lo entendéis los beatos, no me lo llames. No te contaré todo lo que me pasa. Esta noche tengo que salir. Tú misma me has dicho que salga, y que es pecado no ir a donde me espera quien me espera. Mañana hablaremos.


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