Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo I - Desengañado

de Benito Pérez Galdós


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Hasta hora muy avanzada de la noche duró esta fatigosa lucha; pero la fiebre remitió al fin, y Guerra pudo descansar. No así Dulce, a quien el trastorno moral, más que el estado físico de su amante, ponía en grandísima inquietud, robándole en absoluto el sueño. Ya le veía perseguido por la policía y embarcado para Filipinas en rueda de presos; ya se imaginaba que era condenado a muerte y fusilado junto a las tapias del Retiro, como los sargentos del 66, hecatombe que había oído referir al propio Ángel. Toda la mañana se la pasó en estas cavilaciones, junto al lecho del herido, observándolo y poniendo especial atención en su manera de respirar; y no parecía sino que las ideas expulsadas del cerebro del revolucionario desengañado se habían pasado al de ella, porque despierta, y bien despierta, no veía más que fusilamientos, sangre, y escenas de destrucción y venganza, el castigo y las represalias del pronunciamiento vencido. Tales imágenes, encendiendo en su mente recelos mil, y desconfianza y temor, tuviéronla desvelada hasta el romper del día, hora en que silenciosamente, para no molestar a Guerra, que dormía, se recostó vestida en el lecho, y se durmió también.

Avanzado el día, despertaron ambos, y se saludaron pon gozo y cariño, como si no se hubieran visto en mucho tiempo. En la voz, en la animación de su cara revelaba el enfermo que iba mejorando y que el sueño había reparado en gran parte su debilidad. Casi limpio de fiebre, quería levantarse, lo primero que hizo fue tomar un buen desayuno, y curarse el brazo. Mandó a Dulce a la botica por una disolución fenicada, y lavando con ella la herida para evitar la supuración, se volvió a poner el aglutinante. Dulce le hizo cabestrillo con un pañuelo de seda; y después de mucho discutir, convinieron en que no debía levantarse, porque la enorme pérdida de sangre le tenía extenuadísimo, como lo demostraba la blancura mate de su rostro, haciendo resaltar la barba y cabello, que parecían más negros por el vivo contraste.

Era Guerra uno de esos tipos de hombre feo que revelan, por no sé qué misteriosa estampilla etnográfica, haber nacido de padres hermosos. Bien se veía en sus facciones la mezcla de dos hermosuras de distinto carácter. Nariz, ojos y boca carecían en conjunto: de belleza, a causa sin duda de que la nariz pertenecía a una cara, y los ojos a otra. La unión no resultaba, y algunas partes se habían quedado muy hundidas, otras demasiado salientes. A primera vista, no ganaba las voluntades, pues era el rostro ceñudo, áspero y de ángulos muy enérgicos. Pero el trato disipaba la prevención, y mi hombre se hacía simpático en cuanto su palabra calurosa y su leal mirada encendían y espiritualizaban aquel tosco barro. El cabello no era menos áspero y rebelde que la barba, las manos fuertes, velludas y de admirable forma, la figura bien plantada y varonil, aunque algo rechoncha, el andar resuelto, la voz metálica y sonora, con toda la variedad de timbres para expresar desde la ira ronca a la más suave modulación de ternura.

Aquel día, la fuerte impresión de desengaño que había en su alma, le llevó, por ley de compensación espiritual, a fomentar y estimular el sentimiento, método inconsciente de consolarse en los fracasos del amor propio. Como sucede siempre, el alma, combatiente rechazado en una empresa de la vida pública, buscaba el desquite de su derrota en la ternura y alegría de la privada, por lo cual Ángel Guerra se recreó todo aquel día en Dulce, en ponderar su mérito y en congratularse de poseerla. No cesaba de echarle requiebros ni de manifestarle su amor de la manera más hiperbólica.

-Ya sé yo por qué te da tan fuerte -le dijo ella. Me quieres tanto más cuanto más desgraciado eres en lo que emprendes lejos de mí. Debo alegrarme de que las revoluciones salgan mal, y del que eso que llaman la cosa pública te ponga la cara fea, para que te guste más la mía. Yo, como no tengo nada que ver con la cosa pública ni me importa, te quiero y te querré siempre lo mismo.

-Bendita sea tu boca -replicó Guerra con calor-. A veces pienso que debo tenerme por muy feliz con poseerte. El día que te pesqué fue sin duda el más afortunado de mi vida.

-No exageres, no exageres -decía ella, tomándolo a broma-. Tengo miedo a tu impresionabilidad.

-No hay exageración. Eres tan modesta, que aún no te has enterado de lo mucho que vales. ¿Quieres que te lo diga? A ti se te pueden echar flores sin tasa, porque no tienes vanidad... hasta eso. Crees que eres como todas, y no hay ninguna como tú, al menos yo no he conocido a ninguna.

-No te fíes, no te fíes. (Tomándolo a broma).

-Me fío, y me fiaré. Quiero cegarme contigo. Si me salieras mala, creería que todo el orden del Universo se había alterado.

-¡Ave María Purísima! No hay que correrse tanto en la confianza, no valgo yo lo que tú crees. Lo que hay es que me ha dado por quererte... debilidad... el sino con que nacemos. Y tan segura estoy de no poder querer a ningún otro hombre, que le pido a Dios que me muera yo primero que tú. Así estoy más descansada, porque si tú te murieras, quedándome yo, viva... me faltaría razón para vivir.

Guerra tuvo que callarse, conmovido y meditabundo: Un año hacía que vivía con aquella mujer, tiempo quizá bastante para apreciar la firmeza de su cariño y su adhesión incondicional, probada de mil modos decisivos, de esos que no dejan lugar a ninguna duda. En aquel año, los dos amantes habían sufrido adversidades, por motivos que más adelante se dirán, y en los días adversos, Dulce fue siempre la misma que en los prósperos. Igualdad de ánimo más perfecta no se vio nunca, ni conformidad más santa con las cosas de la vida, vinieran como viniesen. Para ella no había más familia ni más mundo que él, fenómeno inaudito, no hallándose unida la pareja por el lazo matrimonial. Algún malicioso que observara la paz envidiable de aquella casa y la fidelidad sin par de Dulce, podría creer que el comportamiento de ésta obedecía al cálculo más que al amor, como un plan habilidoso para conseguir que Guerra se decidiera a casarse. Pero quien tal creyese no acertaría, porque si bien es cierto que al principio de aquel vivir ilegal, Dulce tuvo aspiraciones matrimoñescas, estas ideas se borraron pronto de su mente, y rarísima vez se acordaba de que hay bodas en el mundo. Las ideas revolucionarias de Guerra sobre este particular se habían ido infiltrando en ella, y el trajín de la vida, siempre llena de ocupaciones, no le dejaba tiempo para pensar en lo que aquella situación tenía de anómalo. Que Ángel estuviese contento, que fueran de su gusto las comidas que ella le hacía, que no se recogiera tarde, que tuviese salud, y guardase a su mujer postiza los miramientos y la fidelidad que ella se merecía, era lo que privaba en su mente. La verdad es que si Guerra vivía contento de su compañera, ésta no se hallaba menos satisfecha de él.

Los días que siguieron al del fracaso de la revolución, hallándose Guerra imposibilitado de salir, a causa de su herida y del miedo a los polizontes, hubo instantes placenteros, horas de común alegría. Pasaba él algunos ratos leyendo, y la reclusión llegó a serle grata. El desengaño de las cosas políticas labraba surco profundo en su alma, que se sentía corregida de ilusiones falaces. Solía coger a Dulce por la cintura, sentarla a su lado, hacerle mil caricias, diciéndole: «Mientras te tenga a ti, ¿qué me importa que al país se lo lleven los demonios? Bien mirado, es tontería apurarse por esa entidad obscura y vaga que llamamos el país y que no se cuida de los que se sacrifican por él».

El temor a las indagaciones policíacas fue disipándose cuando pasaron algunos días, y Guerra hablaba con desprecio de la autoridad gubernativa, pero haciendo propósito de no mostrarse de día en la calle durante algún tiempo. Comunicación con sus amigos y compinches de jarana no la tuvo entonces, y su fanatismo se había enfriado tanto, que apenas se inquietaba por la suerte de sus cómplices. A veces decía: «¿Qué habrá sido de Mediavilla? ¿En dónde se habrá metido el bueno de Gallo? Sin duda estará ya en Portugal o en Francia». Con mayor interés siguió las peripecias de la captura, encierro y procesamiento del desdichado Campón; y al pensar en el trágico fin que a tener iba su aventura, clamaba contra la ordenanza histórica, estableciendo amargas comparaciones entre el diverso término de las rebeldías militares, pues las hay en nuestra historia, para todos los gustos, algunas castigadas, premiadas las otras, y con el premio gordo por añadidura. Pensamientos de un orden muy distinto le intranquilizaban a ratos, turbando la placidez soñolienta de su encierro. Siempre que nombraba a su madre, tanto él como Dulce sentían que su espíritu se nublaba, porque la tal señora era severísima con su hijo, y muy contraria a la manera de proceder de éste, así en el terreno público como en el privado. Dulce, por su parte, no ignoraba la antipatía ardiente que inspiraba a su suegra, la cual, sin conocerla, hacíala responsable de todos los extravíos de Ángel.

-Deseo ver a mi madre -dijo éste sombríamente, y me aterra la idea de presentarme a ella. Tardaré todo lo que pueda en ir allá, para que el tiempo desgaste su enojo. Iré preparando lo que he de decirle, y las razones con que debo disculparme.

-Tu mamá -indicó Dulce, que sabía por referencias el genio que gastaba la buena señora-, cuando te presentes a ella, te tirará a la cabeza lo primero que tenga a mano, y te maldecirá, como acostumbra, desahogando su ira conmigo, a quien tiene por la más mala mujer del mundo, causa de tu perdición y de la perdición de todo el linaje humano... Pero como quiera que sea, allá tienes que ir, y vete aprendiendo la lección.


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