Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo IV - Leré

de Benito Pérez Galdós


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La situación de espíritu en que Guerra quedó al perder a su madre, no puede ser comparada sino al aturdimiento o conmoción cerebral del que sufre una violenta caída y se rompe la cabeza. El estupor, la pena, el cansancio le embarullaban las ideas, y no podía darse cuenta clara de lo que ocurría. El instante aquel breve y terrible del tránsito de doña Sales, subsistió estampado en su mente con relieve hondísimo. El sueño no le ayudaba a despejarse, y las treinta horas que transcurrieron desde la muerte hasta que la llevaron, las pasó en una especie de trastorno febril, incapaz de disponer nada. Por lo demás, su iniciativa no hacía ninguna falta, porque allí estaban Leré y Braulio para atender a todo. El bueno del administrador no cesaba de llorar a moco y baba, mientras iba y venía, organizando el entierro. La muchacha de los ojos bailones, traspasada de pena, la disimulaba con su entereza de ánimo, y amortajó a su ama ayudada de Basilisa. Las demás criadas alborotaban la casa con sus lloriqueos. Leré pasó todo el día y la noche, salvo los ratos en que tenía que atender a Ción, junto al cadáver de la señora, rezando, y lo mismo hizo, aunque con menos constancia, D. León Pintado.

Encerrose Ángel con su hija, negándose a recibir visitas, y sólo Braulio entraba a darle cuenta de lo que disponía con plenos poderes del que ya era su amo. Después del entierro, lucidísimo, negose también a recibir a los amigos, atendiendo a su delicada situación jurídica, pues no podía figurar como presente en Madrid sin riesgo de ser detenido. A obviar este inconveniente, acudió con su influencia el oficioso marqués de Taramundi, quien, después de hablar con el Gobernador y aun se cree que con el Ministro, pasó a tranquilizar a Guerra, diciéndole que la autoridad le consideraba como ausente siempre que no se presentase en público, lo cual no significaba que estuviera libre de responsabilidad por su participación en los sucesos de Septiembre, sino que, en atención a las circunstancias, se le exigiría pasado el novenario. En vista de esta lenidad gubernativa, que era el colmo de la contemporización, Ángel recibió a los más íntimos de la casa, que iban a darle el pésame. Fatigosas eran las visitas, y atrozmente antipáticos para Guerra muchos de los que se presentaban con dolorido rostro, enmascarando la curiosidad y el fisgoneo. Pasó, entre otros malos ratos, el de la visita de su suegro, D. Manuel María del Pez, con quien cambió las frases reglamentarias, frías e hipócritas, apropiadas a la situación. Aborrecíanse cordialmente, y uno a otro se deseaban todo el mal posible. Pez hubiera llevado al patíbulo a su yerno, si pudiera, y lo menos que Ángel pedía a Dios para su suegro era una pulmonía fulminante o un mal de miserere. Mientras le tuvo allí, echaba frenos y más frenos a su palabra escurridiza para no decirle cuatro insolencias, porque según contó a Guerra su amiga, la señora de Medina, el tío aquel se había permitido comentar la muerte de doña Sales del modo más inconveniente. «No me queda duda -había dicho en casa de la San Salomó-, de que la ha matado el botarate de su hijo... Crean ustedes que este es un caso de estrangulación moral... Conozco al asesino y sus mañas infames, porque de ellas fue víctima mi pobre Pepita. Ese mata sin comprometerse, y en el caso de la pobre doña Sales, no me atrevo yo a jurar que la estrangulación haya sido puramente moral». No se satisfacía Ángel con despreciar estas malicias, y si no se hallara tan abatido al recibir a Pez, le habría puesto la cara verde o roja.

Lo más singular del caso era que la brutal especie lanzada por D. Manuel Pez para molestar a su enemigo, tenía un eco siniestro en la conciencia de Guerra. A los pocos días de fallecer doña Sales, se inició en él un aplanamiento tristísimo y una depresión del amor propio, que se le representaban por medio de vagas imágenes del orden material. Su alma era como un vaso lleno de líquido, el cual, por la depresión aquella del amor propio, descendía hasta desaparecer casi completamente, permitiendo ver el fondo del vaso. En dicho fondo aparecía la responsabilidad por la muerte de su madre. Ni con los afectos, ni con los afanes de la vida material podía Guerra llenar el vaso, cuya vacuidad creciente le aterraba. Y lo peor era que su conciencia no se detenía en la responsabilidad moral, sino que iba más allá, con audacia increíble, buscando el goce supremo de la justicia (que en aquel caso era un placer insano, como el del llagado que por nervioso impulso toca sus propias úlceras), y examinaba, cual instructor receloso, los hechos de la última noche para deducir su culpabilidad material en la muerte de la infeliz señora. «Cierto que ella no me había perdonado -decía-, más que en forma irónica, y que yo lo comprendí así; pero cierto es también que yo no me había arrepentido de mi conducta, ni abjurado mis ideas. Yo fingía y ella también. Asimismo es verdad que yo sentía en mi alma deseos de complacerla, de encontrar una fórmula, modus vivendi para evitar discordias en lo sucesivo. Pero ni ella ni yo podíamos llegar a un arreglo sin mentir, y en esto consistía la gravedad de mi situación frente a ella... Mentir... o sacrificar a la pobre Dulce... ¿Cuál de estos dos partidos era preferible? Los dos me parecían peores. Pero puesto a fingir, debí hacerlo con más arte. Ahora veo claro que mi madre se violentaba horriblemente para no romper en denuestos contra mí. Si me hubiera reñido con la violencia que solía desplegar, quizás viviría todavía. Recuerdo que todo mi afán, la noche de la muerte, era sostener aquella angustiosa situación, semejante a la de dos combatientes que mirándose se apuntan con armas de fuego montadas a pelo, sin atreverse a disparar... Bien lo decía Miquis: Si se rompen las sinergias, estamos perdidos. Y las sinergias se rompieron, causando la muerte; las rompí yo. Porque, sí, tengo que acusarme, y me acusaré mientras viva, de un acto brutal, movimiento instintivo que fue como el levísimo impulso que descarga un arma de fuego. Yo tenía una mano de mi madre entre las mías. Algo me dijo que me hirió en lo más vivo de mi amor propio. Rechacé la mano casi sin darme cuenta de ello. Fue una de estas vibraciones del temperamento que no se pueden refrenar. La mano que yo rechacé, se la llevó mi madre al pecho. En aquel instante... no sé qué pasó en su interior... se desquició todo dentro de ella. Hubiera yo dado mis dos manos por no haber rechazado la suya como la rechacé. Mientras viva me acordaré de mi ademán, que en cualquiera otra ocasión habría sido insignificante, pero que entonces, ¡ay! se pareció tanto a tiro... que más no puede ser».

Esta idea le atormentaba día y noche, y al avanzar del tiempo, más tenazmente a su magín se adhería, y su espíritu se iba encapotando más, llenándose de sombras. Era pasión de ánimo, quizás monomanía, y esperaba verse libre de ella cuando pudiera salir, esparcirse y perder de vista los objetos y personas que rodearon a la difunta. Entre tanto se distraía con Ción, que ni un momento se separaba de él. El cariño que siempre tuvo a su hija, tomó en aquel singular estado de su ánimo, proporciones de un amor insensato, absorbente, quisquilloso, que ni un punto podía dejar de manifestarse, ya complaciendo a la chiquilla en cuanto se le antojaba, ya prodigándole ternezas y caricias a toda hora, vinieran o no a cuento. A Leré le disgustaban estos extremos, y Guerra, que en sus arrebatos pasionales solía perder toda idea de equidad, achacaba la actitud de Leré a celos. «Porque tú -le decía- pretendes ser única en querer a la niña, y no toleras que yo la quiera más que nadie». Sobre esto disputaban y Leré le argüía de un modo tan razonable y discreto, que el otro no sabía que responder.

Tratábala con más intimidad cada día, y a pesar de la ceguera intelectual en que le puso su conciencia turbada, reconoció en la maestra de Ción un espíritu recto y prodigiosamente equilibrado, en quien el sentimiento y el juicio obraban con la ponderación más perfecta.

¿Y Dulcenombre?


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