Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VII – Herida. - Bálsamo

de Benito Pérez Galdós


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No era feliz D. Pito en aquella vida de inválido, amenizada con turcas, vida holgazana, humillante y aburrida lejos de su elemento propio, el mar. Madrid no le gustaba ni le gustaría aunque en él tuviese asegurada la olla cuotidiana, aunque en la casa de su hermano Simón se ataran los perros con longanizas, y aunque doña Catalina de Alencastre ocupara el trono de sus mayores. Fácilmente prescindía de todo regalo corporal, como hombre avezado a las privaciones; fácilmente soportaba los largos ayunos que en la morada Babélica equivalían a un ramadán continuo; pasaba por las incomodidades de la vivienda, poblada a veces de parásitos voraces, que de los cuatro cuadrantes salían para embestirle; toleraba otras mil molestias, ya por exceso, ya por escasez. Todo ello significaba poco, mientras hubiese tabaco y bebida, y esto gracias a Dios, nunca le faltó. Lo que a D. Pito le amargaba la existencia era vivir en un pueblo donde no había manera de ver ni de oír ni de oler la mar por ninguna parte. Durante días y días, olvidaba el objeto de sus ansias amorosas; pero de repente un día cualquiera, antes o después de embalsamarse, sentía tan angustiosa nostalgia, tal desgana de la vida, tal deseo de correr a otras regiones, que se le metía en la cabeza la idea de matarse... Luego no se mataba, es cierto; porque no cuajan todas las ideas.

Gran parte del tiempo se lo pasaba calle arriba, calle abajo, mirando el mujerío (otra mar también muy de su agrado), sentadito en un banco de Recoletos, si hacía buen tiempo, viendo pasar coches, o dejándose ir al garete por las alamedas del Retiro. A veces, cuando la presión alcohólica era excesiva, se lanzaba más allá de las rondas exteriores, donde el caserío se enrarece, dejando ver el casco pelado, la desnudez esteparia de un campo sin accidentes. Allí, respirando el aire puro, mirando el cielo y la tierra que en horizonte se juntaban en faja corrida de azul intensísimo, sentía algo semejante a la impresión del sublime Océano. «Ahí está -decía entre crédulo y escéptico-, ahí está el muy judío... No será; pero lo parece»... Avante toda, y se lanzaba por las llanuras mal aradas, en cuyos surcos crece la cebada raquítica de que se alimentan las burras de leche, hasta que rendido de fatiga se sentaba en cualquier mojón, cruzaba las piernas, poniendo el palo entre ellas y quitándose el sombrero, limpiábase la frente con el pañuelo de hierbas que dentro de aquél llevaba, y se embebecía en la contemplación de la raya azul del horizonte, sobre la cual pesaban esas nubes turgentes y gallardas que parecen inmenso escuadrón de caballos al trote. Murmuraba entonces sílabas obscuras, cláusulas desconocidas que debían de referirse al cariz del tiempo y a las probabilidades de chubasco. Alguna vez pronunciaba frases completas, extendiendo la mano como para darle una palmadita a la atmósfera. «Va rolando al Sudoeste, y antes de diez minutos, agua».

Días hubo en que el inválido de los mares salía de su casa en un estado cerebral lastimoso. Al pisar la calle, y verse libre de la real presencia de doña Catalina, le entraba pueril alegría, gana de charlar con cualquiera, y pasaba de una acera a otra pronunciando entre dientes el avante toda con acentuación de risa. Su resistencia al alcohol era tal, que no decaía nunca ni daba fuertes bandazos, aunque llevara dentro el máximum de estiva. Lo que hacía era disparar chicoleos a cuantas mujeres encontraba, poniéndoles ojos tiernos y diciéndoles si querían enrolarse con él. En los sitios más públicos armaba camorra con cualquier chico que le saliera al paso, y todo su afán era vencer estorbos, empujar a cuantas personas se oponían a su marcha recta y segura. A lo mejor, se encaraba con cualquier transeúnte desconocido, y le decía en tono de confianza marinera:

«No descuidarse. ¿No es usted el pasajerito de Glasgow? Salimos a la pleamar de las once y quince. Yo me voy para bordo antes que repunte el Nordeste». Y a otro le paraba endilgándole un saludo muy familiar: «¡Don Pancho, dichosos los ojos! ¿Cómo ha quedado aquella gente de Nuevitas? ¿Y la esclavitud? Tan famosa, ¿eh? Si quiere algo para allá, sepa que salgo mañana, digo, ahora». Un empujón del transeúnte ponía fin a la escena, y D. Pito salía gruñendo como perro pisado. «No sé qué demonios pasa en el mundo -decía-, que todo está contrapuesto. ¿Cómo es que en esta bahía de la Habana, donde yo no conocí mareas, hay ahora un coeficiente de once pies lo menos? ¡Me caso con la Biblia! ¿Cómo es que ahora tenemos el Havre aquí, en mitad del Canal Viejo?... Lo que digo: o mienten las cartas, o miente la realidad»... En Recoletos se encontraba un camión parado, y mi hombre se iba derecho al conductor y le echaba esta rociada: «Oye, Matapúas, si no me llevas las pipas antes de las nueve, te quedas con ellas. ¡Me caso con tu sangre! Eso de que yo me jorobe cargando a última hora, no lo verás... ¡Yema! ¿no ves cómo la marea tira para arriba?» El conductor, como quien ve visiones, le amenazaba con un trallazo si no se iba. Alejándose, D. Pito le gritaba: «¡Carando, vaya una pachorra que gastas! Eso es, estate ahí esperando el ramalazo de Noroeste que se te viene encima. ¿No ves la nube? Un par de guiñadas, animal, y záfate de la corriente... Ponte al socaire de la escollera... ¡Ah! ya; es que ahora se estilan mulas para remolcar las gabarras. ¡Qué cosas ve uno, pateta! El mundo trastornado, los mapas al revés, y el agua volviéndose tierra»...

Muchas tardes solía dar con su cuerpo en el Retiro, y allí se le despejaba un poco el caletre. Por lo común, después de la excitación de júbilo insano, caía en tristeza tan deprimente que la vida se le representaba como la más insoportable de las cargas. El mundo, tierra y cielo, no le daba más impresión que la de una soledad abrumadora, de un cautiverio tristísimo y sin esperanza. Ver árboles y nada más que árboles, tanta rama seca, el suelo cubierto de hojas; no encontrar en las alamedas solitarias más que algún guarda ceñudo, o paseante melancólico, le acongojaba. En aquellos lugares apacibles le acometía más que en parte alguna la demencia de echar a pique el viejo casco de su vida. Cuando los guardas no lo veían, columpiábase en un álamo, o se tumbaba junto a los estanques chicos, para meter las manos en el agua, y a veces la cabeza. En ocasiones, el frío del agua le aclaraba las ideas; a veces, el sentirse mojado le excitaba más, dándole ganas de sumergir todo el cuerpo, y una tarde le sorprendió el guarda desnudándose para echar un cola en el estanque de las Campanillas. Trabajo costó convencerle de que allí no se permitía tomar baños. «Bueno, compadre, bueno -dijo D. Pito sin incomodarse, poniéndose el gabán-, guárdese usted su agüita, hombre, guárdese su mar... no se la beba un perro que pase».

Aquel mismo día chocó en nefanda hora, junto al estanque grande, con un bajo muy peligroso... quiere decir que encontró una cantina, y al poco rato de este desgraciado tropiezo hallábase mi hombre en disposición de creer que el paseo que conduce a la Casa de Fieras era el canal de Panamá, ya concluido y en explotación. En mitad de la calzada, algunos obreros abrían una zanja para poner tubería de aguas, y no lejos de allí, otros cavaban hoyos para plantar arbustos. Entre los montones de tierra y la zanja, veíase un trozo de tubo de plomo, vertical, que del suelo salía como una vara, y lo mismo fue verlo D. Pito que tomarlo por bocina fija, de esas que, en el puente de un vapor, sirven para transmitir la voz de mando al maquinista de guardia. El trastornado capitán aplicó sus labios a la boca del tubo y dijo en voz clara: «poco a poco... dos paletadas atrás... dos avante... moderando»... Los trabajadores le miraban asombrados, y comprendiendo que el tipo aquel no tenía la cabeza buena, en vez de compadecerle, empezaron a torearle con groserías y chirigotas. D. Pito les puso la cara fiera, la cara mando en la mar, y subiéndose a un montón de tierra, les dijo: «A ver, ¿quién es el hijo de tal que ha mandado plantar estos árboles en el mismo puente?... Al agua, ¡listo! al agua con los arbolitos... Arría toldo. Me acaban ustedes la paciencia, y al que me chiste le arrimo una piña ¡me caso con su madre! ¡yema!... ¡Callarse la boca!»

Salía por fin corriendo de allí, hostigado por un perrillo, despedido por certeras pedradas, y de pronto se detenía, miraba hacia la montaña rusa, se restregaba los ojos, volvía a mirar, murmurando: «Tate, tate... Por dónde me sale ahora la torre de Holy Head... ¡Bueno están poniendo el mundo este, con tanto trastocar las cosas! Va uno por el canal de Panamá, y demorando, demorando, se encuentra en el canal de San Jorge, frente a la Skerries... ¿Niebla tenemos? Ea, sirenita, sirenita. Avante toda, y al inglés que coja por delante, le rajo». Diciendo esto bramaba como un toro.


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