Ángel Guerra (Galdós)/034
II
editarDespués le daba por comentarse a sí mismo, diciéndose: «Cuidado, no se pide así, sino con humildad. Te pareces a esos pordioseros que acosan al transeúnte, hasta que éste les da algo por quitárseles de encima. Pero con Dios no vale el ser porfiado y fastidioso. Solicita con humildad, conformándote con tu desgracia si no te dan lo que pides... Y conviene además hacer fe... Esto sí que es difícil, pero no hay más remedio. La fe siempre por delante». Y encarándose de nuevo con las pinturas, les dirigía su ruego, tratando de poner en él toda la humildad y contrición posibles, pues lo que importaba, según iba pensando, era sacar adelante a la niña, ablandar la divina voluntad y hacerse merecedor del bien que impetraba. En una de éstas, su mano tropezó, dentro del bolsillo, con un arrugado papel. Era una carta de Dulce, recibida aquella tarde, en la cual se le quejaba de que no hubiera ido a verla en dos días, notificándole además que se encontraba enferma, con anginas y dolores agudísimos en todo el cuerpo. La olvidada carta y el recuerdo de aquella mujer, borrado hasta entonces de su memoria, le sugirieron un nuevo método de argumentación para apoyar su demanda. «¡Pobre Dulce! -decía, sin apartar su mente de las imágenes-. También ella pediría por la salvación de mi hija si tuviera noticia de lo malita que está. Ahora caigo en que mi gran falta, además del escándalo revolucionario, es este concubinato indecoroso. Pues yo lo sacrifico. Abajo la inmoralidad. Me enmendaré, romperé con esa mujer. Y si es preciso, para que Dios tenga lástima de mí, que yo le haga una ofrenda de mis afectos; si es preciso el holocausto de una persona querida, ofrezco a Dulce, sí, señor... por ofrecida. Yo la quiero mucho, y sentiría su muerte; pero entre ella y mi hija, lo menos doloroso es que Dulce muera y que mi hija se salve. Ción empieza a vivir, Dulce ha vivido ya bastante, y cuando yo me separe de ella, ¿qué la espera más que un porvenir de peñas y deshonra? ¡Pues digo, con esa familia de bandidos...! ¡Desdichada mujer!... hasta le convendría morirse, y ser acogida por Dios en el Cielo. Ella iba ganando, y yo... A mí, la verdad, me dolería mucho verla morir... Pero hay que reconocer que ha sido pecadora, y entre una pecadora y un ángel la elección no es difícil».
Con tales ideas, y la lucha de sus sentimientos, y el esfuerzo mental de la oración, se le armó tal barullo en la cabeza, que el infeliz no sabía por fin qué lenguaje emplear, y tan pronto escondía algunas de sus ideas, temeroso de que la omnisciencia divina se las viera, tan pronto las sacaba todas con arranque de sinceridad, diciendo: «Mi alma entera está aquí desnuda ante vosotros. Ved cuanto hay en ella, y escoged lo que os agrade y me valga, devolviéndome lo que me perjudique. Sálvese mi hija, y haced de mí lo que gustéis. ¿Es bueno que os sacrifique a Dulce? Pues lleváosla. ¿No es bueno? Pues quédese Dulce, pero de ninguna manera vendiéndomela por la vida de mi ángel dorado. Eso nunca. En todo caso compro a Ción con Dulce, a quien también quiero mucho... pero, atendiendo a su propio interés, la cedo, quiero decir, la sacrifico... Al fin y al cabo, yo he de dejarla, porque he prometido vivir con moralidad. Casarme con ella es ofender la memoria de mi madre... Y ahora se me ocurre: ¿acaso mi madre solicita desde la otra vida la traslación de mi hija al Cielo? (Con inquietud.) Esto sería una crueldad, una venganza, una atroz maquinación contra mí. Yo me opongo, protesto. Lo justo, lo cristiano sería perdonar a Dulce desde allá, amar a la que fue tan aborrecida, pedir a Dios que la lleve, para sellar allá ese pacto de concordia, esa reconciliación suprema y trascendente, y al propio tiempo conseguir de Dios que me deje aquí a mi niña, porque la necesito para regenerarme. Sólo este ángel podrá dar paz a mi conciencia y hacerme esclavo del bien y la justicia. Si me la quitan, seré muy malo, y de todas las violencias de mi carácter echaré la culpa a Dulce, pues ella es causante de mi desesperación. Ella misma debería pedir a Dios, a la Virgen, y a éstos o los otros santos, que se la llevaran a cambio de la vida de Ción, y le harían caso, porque a los que ofrecen su propia vida se les atiende... (Irritándose.) Sentiría mucho que mi madre, desde allá, reclamase a la niña. No, esto no lo consentiría Dios, que es justo y ve las cosas claras... más claras que nosotros. Verá que la pretensión de mi madre esconde miras egoístas y de venganza... Y ahora pienso que esa enfermedad de Dulce puede ser grave y ocasionarle la muerte. Lo mejor que debes hacer, mujer querida, es morirte; yo te siento mucho; pero se necesita una ofrenda, una víctima expiatoria, y ¿qué papel más bonito para ti? Te regeneras, te santificas, y mi hija cumplirá su destino terrestre al lado de su padre que la adora. Todo el bien que ha de resultar de esto te lo deberemos a ti, y te bendeciremos... Esto no quiere decir que yo desee tu muerte, no. ¿Pero con qué cara he de pedir también que te salves tú? Solicitar dos favores es la manera de no recibir ninguno. Hazte cargo... Señor, Señor, sálvese mi hija, sálvese a costa de Dulce y de toda mi familia, y de todo el género humano.
Al llegar a esto, el infeliz hombre, que cansado de rondar por la estancia y de importunar a las imágenes, se había dejado caer en un sofá, boca abajo, apoyando contra sus manos la frente ardorosa, no acertaba a reconocerse dormido ni despierto, no sabía si aquel tumulto de su mente era un estado normal o un motín de las ideas.
Por la mañana, despejada la cabeza, apreciaba con claridad las cosas. Ción no estaba peor, y esto sólo bastó a dar a su padre esperanzas. Del desaliento pesimista y lúgubre pasaba rápidamente a un risueño optimismo. «Leré -decía palmeteando a la joven en el hombro-, el corazón me anuncia que la niña mejorará en todo el día de hoy. En confianza te contaré que anoche he rezado... ¿Fue debilidad o fortaleza? Me dio por ahí. Caprichos del espíritu... Cuando la tribulación le cierra a uno todas las puertas de la tierra, no hay más remedio que abrir algún ventanillo que mire hacia arriba. ¿Qué opinas tú?
-Pienso que si usted pide a Dios con fervor, ofreciéndole la enmienda de su vida, y diciéndole que quiere entrar en la Iglesia, la niña se salvará.
-Leré... no me tientes... no trastornes mi cerebro, que flaquea desde anoche... Yo estoy dispuesto a todo, con tal que me dejen a Ción. ¿Has rezado tú? ¿Has tenido acaso alguna visión?... quiero decir, ¿sabes por algún medio, por algún conducto de los que son familiares a las personas devotas, si puedo contar con la salvación de la niña?
-Yo ¿cómo he de saber?... -replicó Leré mirándole con asombro. -Saber, no... ¿Cree usted que Dios me va a decir a mí lo que piensa disponer? Hará lo que nos convenga a todos, a usted, a la niña y a mí.
Ángel dejó de mirar a la maestra, cuyos ojos, más bailones aquel día que nunca, le mareaban, y como no quería entretenerla, la dejó en sus quehaceres, algo pesaroso de que las esperanzas de la joven aya no fueran tan concretas y terminantes como las suyas. Volvió al lado de Ción, que estaba menos habladora y un poco abatida, con escasa fiebre y el pulso más tranquilo. Luego tuvo noticias de que Dulce seguía peor, viéndose obligada a llamar al médico, y apresuradamente escribió a su querida diciéndole que tuviese paciencia y que se resignara con su destino, palabras que la pobre mujer leyó con la mayor extrañeza, pues las esperaba sin duda más tiernas y consoladoras.
La tarde fue mala, y repentinamente las esperanzas de Guerra y de todos los de casa se trocaron en desaliento, porque la niña se agravó como si le hubieran dado un veneno activo. La fiebre subió a cerca de los 41, y el corazón funcionaba con celeridad aterradora, resistiéndose ambos estados morbosos, a las medicaciones más enérgicas. La desesperación del padre y su falta de conformidad con la suerte se manifestaron de una manera brutal, como si quisiera echar la culpa de su inmensa desdicha a cuantas personas le rodeaban, pues para todas tuvo palabras duras y mortificantes, a todos les acusaba de precipitación o negligencia. Miquis oía con estoica entereza las recriminaciones de su cliente, y sin acobardarse por ellas, anunció la proximidad del peligro. Rebelábase Guerra contra la verdad científica, invocaba al cielo y a la tierra con clamores y reticencias airadas y groseras, como esos criminales empedernidos que blasfeman, escupen al cielo y forcejean en los peldaños del patíbulo.
Acertó en esto a presentarse allí, por su desgracia, el Sr. de Pez, y después de expresar con voz compungida su dolor, permitiose reprender al yerno por su falta de conformidad cristiana. Replicó el otro con acritud, montó en cólera el apreciable sujeto, y de palabra en palabra llegó a decir a Guerra éstas que fueron como chispa caída en un montón de pólvora: «Pues qué, ¿crees tú que Dios Omnipotente que castiga y premia, iba a dejar en tus manos a este ángel, como recompensa de tus actos contra la moral, contra el orden social y la religión?» Guerra no contestó nada de palabra, de obra sí; echole ambas manos al pescuezo y le derribó sobre un sofá próximo. Antes de que D. Manuel patalease, le aplicó la rodilla al vientre oprimiéndole con fuerza, y mientras le agarrotaba sin compasión, le echaba en la cara, como un vaho mortífero, estas terribles expresiones: «Ahora te daré yo moral, grandísimo canalla, orden social, religión y todas las...» Esto ocurría en el antiguo cuarto de Ángel. A los gemidos de la víctima, acudió Braulio, y poco después Leré. El primero pugnó por sacar a D. Manuel de entre las garras de su yerno; pero no pudo conseguirlo hasta que Leré con grito enérgico le dijo: «¿Está loco ese hombre? No sea usted bárbaro y respete a las personas». Estas voces amansaron a la fiera más pronto que la fuerza muscular del administrador, y Pez respiró, maravillado de encontrarse con vida, pues había llegado al punto de no dar dos cuartos por ella. Leré trajo un vaso de agua al infeliz agredido, mientras Braulio se llevaba de allí a su amo, el cual seguía rezongando con acentos y ademanes amenazadores, como un hombre que por embriaguez o por demencia no es responsable de sus actos.