Ángel Guerra (Galdós)/005

Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo I - Desengañado

de Benito Pérez Galdós


«Pues como te decía -continuó Guerra-, el pobre Campón, viendo que los de los Docks no daban lumbre determinó marchar a Alcalá a por almendras, como decía un soldado de Cerinola que con instinto seguro veía claro el fracaso y la desbandada. Los paisanos ¿qué hacíamos? ¿No te lo dije ya? Impedir que los oficiales de artillería acudieran al cuartel. -Temíamos que los cañones que no quisieron salir para ayudarnos, salieran para ametrallar a los sublevados antes de coger el tren. Yo no bajé a la estación. ¿A santo de qué? Gallo y Mediavilla lleváronme hacia donde estuvo la fuente de la Alcachofa, a punto que veíamos las tropas descender en tropel hacia el ferrocarril. Cuando llegamos, un grupo detenía a un jefe de alta graduación. Me parece que le estoy viendo: no muy alto, moreno, bigote negro, perilla entrecana, uniforme de artillería. Paréceme que veo aún las granadas de oro bordadas en el cuello. Atrás... ¡Que sí, que no! Diga usted viva la República... que no... Canallas... pim, pam... fuera... Hombre al suelo... boca abajo.

-¿Tú...? -preguntó Dulce sin atreverse a formular redondamente la interrogación.

-¿Yo? No sé decir que sí ni que no. Admitamos que sí... Recuerdo haber hecho fuego con un revólver que pusieron en mi mano... El delirio en que estábamos no nos permitía ver la atrocidad del hecho. Éramos los menos ocho contra aquel hombre que no llevaba más arma que su espada. Pero las luchas civiles, las guerras políticas ofrecen estos desastres, que no pueden apreciarse aisladamente. El pueblo se engrandece o se degrada a los ojos de la Historia según las circunstancias. Antes de empezar, nunca sabe si va a ser pueblo o populacho. De un solo material, la colectividad, movida de una pasión o de una idea, salen heroicidades cuando menos se piensa, o las más viles acciones. Las consecuencias y los tiempos bautizan los hechos haciéndolos infames o sublimes. Rara vez se invoca el cristianismo ni el sentimiento humano. Si los tiempos dicen interés nacional, la fecha es bendita y se llama Dos de Mayo. ¿Qué importa reventar a un francés en medio de la calle? ¿Qué importa que agonice pataleando, lejos de su patria y de los suyos?... Si los tiempos dicen política, guerra civil, la fecha será maldita y se llama 19 de Septiembre. Considera que, en el fondo, todo es lo mismo. No quiero decir que yo disculpe... Acaso puedo decir que fuera yo. Mi conciencia oscila... Realmente, no fui yo solo, y aunque lo hubiera sido... Aun ahora, no me doy cuenta de cómo fue. Yo estaba ciego de coraje... El toro huido, derrotado por su semejante, arremete con furia contra lo primero que encuentra... Un vértigo de sangre, de odio, de venganza, me sobrecogía.. Lo peor fue que entre aquel chaparrón de disparos contra un solo hombre, una bala del revólver de Mediavilla me atravesó al antebrazo... Creo que ni siquiera entendí que estaba herido hasta mucho tiempo después, al sentir escozor y la humedad de la sangre que me corría por la muñeca. No me hacía cargo del tiempo que transcurría, ni de la hora... Noche obscura, cortísima... Recuerdo de una manera confusa que Mediavilla me dijo que debíamos huir y ocultarnos, que somos todos unos grandes majaderos, y que el mayor disparate que podía haber hecho Campón era empaquetarse en un tren... Hacia la Ronda de Embajadores, nos encontramos a Montero, que se había estropeado un pie, y se retiraba con Zapatero y otros, para esconderse en una casa de la calle del Peñón. Faltaba, pues, el hombre arrojado, el loco de la sublevación, y ya tú has reconocido que estos actos de temeridad no se realizan sino por la iniciativa de un demente.¡Lo mismo que la broma de sacar las tropas de San Gil!... Te lo contaré tal como lo oí, de boca del mismo Montero, cuando le llevábamos cojeando... cojeando él, digo... ¡Hombre de más temple!... Tan exaltado estaba, que no podíamos conseguir que hablase bajito. Pues fue un acto de esos que se llaman insensatos cuando salen mal, y heroicos cuando salen bien. Figúrate que, hallándose la tropa en las cuadras, y no pudiendo salir por la puerta...

-Salió por la ventana.

-Por la ventana, no; por un boquete que abrieron precipitadamente, horadando el muro que da al patio. De este modo evitó Montero que el coronel y los oficiales contuviesen a los soldados. Figúrate: la oficialidad les encerraba... el coronel, avisado del peligro, llegaría por momentos. Ganando minutos, fue abierto el boquete, y se precipitaron en el patio, y de aquí a la calle, antes de que los jefes pudieran evitarlo. Esto se llama empuje. Con muchos como este Monterito, pronto dábamos cuenta de toda la farsa legal. Pero no son todos así. ¿Ves al Mediavilla que tanto charla, y se quiere comer las instituciones crudas? Pues no vale para nada. Mucha fe, mucho optimismo, cándida confianza en los demás, y la falsa idea de que todos van de buena fe como él. Habla, proyecta, divaga, delira... y después nada. Cuando pierde las ilusiones, cae como en un pozo, y echa la culpa a la casualidad. De estos hay muchos, casi todos... ¡Ah, qué prueba esta, y cómo nos abre los ojos! ¡Cuánta ineptitud, cuánta miseria y qué desproporción entre las ideas y los hombres!

Creyendo que debía poner término a la charla febril de su hombre, levantose Dulce y entre abrazos y caricias le pidió por todos los santos del cielo que procurara tranquilizarse. Pero como no había llegado el agotamiento de la fuerza espasmódica, Ángel se rebelaba contra su cariñosa amiga, y en vez de aquietarse, la emprendió con los apocados y traidores que no habían querido pronunciarse, y les amenazó y vituperó tan a lo vivo cual si se hallaran presentes. Poco después, incorporándose, abiertos los ojos, hablaba y gesticulaba cual si estuviera soñando. «Señor coronel -decía-, aquí no hay más honor que el de la República. Envaine usted esa espada, o le levantamos la tapa de los sesos». Y después: «Mírale, mírale en el suelo, los ojos en blanco, la boca fruncida... Aprieta los dientes, como si tuviera entre ellos a uno de nosotros. La maldición que echó al caer se le ha quedado entre los labios negros, media palabra dentro, medía palabra fuera... ¡Llamarnos canallas! Servimos a la patria, y si matamos, también nos exponemos a que nos maten. Millares de hombres como nosotros han perecido por capricho de tu amo... Nosotros no reconocemos más amo que la idea... ¿Qué querías tú? ¿Sacar los cañoncitos del cuartel para ametrallarnos? Fastídiate, muérete... no vayas diciendo a la muy puta de la Historia que te hemos asesinado. Grita lo que gritamos nosotros, y te haremos ministro de la Guerra...»

Sosegábase un poco, cerrando los ojos como si se aletargara, y de improviso despertaba inquieto, azoradísimo; se inclinaba sobre un costado, alargando el cuello como para buscar en el suelo algo que se le hubiera caído, y con voz descompuesta decía: «Dulce, por Dios, hazme el favor de quitar de ahí ese cadáver».

-¿Qué cadáver? Pero tú estás soñando... Despierta.

-¿No lo ves tú...? El de las granadas en el cuello. La cabeza no la veo, porque cae debajo de la cama; veo el cuello con las granadas, el cuerpo de paño azul, y luego las piernas, las piernas larguísimas con franjas rojas, y los pies con espuelas, que caen junto a la puerta de cristales. Arrástralo. Me incomoda, me pone triste. No es que yo le tenga miedo. Yo no lo maté, ¡caramba! Fuimos varios, muchos; y no es justo que siendo de todos la culpa, el cadáver se meta en mi casa. Yo, si pudiera, te lo digo con sinceridad, si pudiera devolverle la vida, se la devolvería. No gusto de matar a nadie, ni al abejón que tanto me mortificaba... (Volviendo a mirar al suelo y asombrandose de no encontrar lo que creía.) Pero ya no está. Le has arrastrado fuera, tirando de los pies... ¡Ay! hija, no hemos adelantado nada con sacarle de aquí. Ya le siento en la sala; ha remontado el vuelo, y zumba chocando en las paredes y dándose testarazos contra el techo. Mira, mira lo que tienes que hacer: coges una toalla o una chambra o un pañuelo grande, y lo agarras por un extremo... También puedes emplear una zapatilla. No hay arma más terrible. Con ella aplastaremos otro día a todos los coroneles monárquicos que se nos pongan por delante... Pues te preparas bien, el arma levantada, hasta que veas que el cadáver se posa; te vas acercando poquito a poco sin respirar, y cuando estés a tiro ¡fuego! le descargas el golpe, y verás cómo no le valen ni las granadas que lleva en el pescuezo ni las espuelas que lleva en los pies.

Por fin tuvo Dulce que hacer la comedia de perseguir al abejón, dando zapatazos en las paredes, hasta que en una de éstas figuró haber alcanzado la victoria, y que el enemigo pataleaba en el suelo, con espuelas y todo. No se dio por convencido Guerra, y poco después murmuraba: «Verás, verás tú cómo resucita... Sus labios fruncidos, sus ojos echando chispas, la perilla negra con puntas blancas, la mano nerviosa empuñando la espada andan por dentro de mis ojos, y cuanto más los cierro, más veo... Supongo que a estas horas Campón habrá pegado fuego a media España. ¿Qué piensas tú? Tonta, no te interesas por estas cosas tan graves. Ni siquiera se te ha ocurrido traerme los periódicos de la noche.

-Los periódicos de la noche dicen que no ha pasado nada.

-Nada, nada. Un poco de ese bálsamo consolador, la nada, me vendría bien ahora, el santo sueño que nos da los consuelos de una muerte temporal. ¿Crees tú que no descanso yo porque no quiero? Mientras las ideas están despiertas y sublevadas dentro del cerebro, no hay que pensar en dormir. Si ellas se durmieran o se echaran a la calle, descansaría yo. Pero verás tú cómo no se van las muy perras. Sería cosa de echarlas... ¿sabes cómo? Metiendo en el cerebro un sinfín de números. Las ideas son enemigas de los números, y en cuanto los ven salen pitando.

-Eso es -dijo Dulce con esperanza-. Ponte a contar hasta una cifra muy alta, y verás cómo te duermes. Yo lo he probado. También es bueno rezar.

-Yo no rezo. Se me han olvidado las oraciones todas. Mejor será meter guarismos... Vengan cantidades. Busquemos el número de reales que tienen once onzas y media... Andando. En cuanto empiece a multiplicar, será como si me rociara los sesos con ácido fénico: Las cucarachas, o sean las ideas, saldrán de estampía y me dejarán en paz.


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Ángel Guerra (Segunda parte)