Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo I - Desengañado

de Benito Pérez Galdós


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Al duodécimo día, Guerra, sin fuerzas aún para arrostrar la presencia de su terrible mamá, deseaba tener noticias de ella, porque la última vez que la vio padecía la buena señora un fuerte ataque de su asma crónica. Al propio tiempo anhelaba ver a su hija, que con la abuela vivía, o al menos, ya que verla era difícil, saber de ella y hablar con alguien que la hubiese visto. Dulce se encargó una tarde de esta comisión, que no era la primera vez que desempeñaba, y se puso a rondar el caserón de los Guerras, en la calle de las Veneras. No estaba tranquila la joven, pues aunque no había tratado nunca a doña Sales, temía que ésta la conociese por adivinación y le soltara alguna inconveniencia. Pero no la vio entrar ni salir en toda la tarde. Aguardó un poquito, esperando ver a la niña, y en esto fue más afortunada, pues al anochecer pasó con su haya. A Dulce se le iban los ojos detrás de la chiquilla, y la hubiera detenido para comérsela a besos, porque era preciosísima y muy salada; pero no se atrevió. No queriendo volver al lado de Ángel sin llevarle alguna noticia concreta de su madre, siguió rondando, con esperanza de ver entrar o salir a Lucas, criado de la señora de Guerra, y la única persona de la casa a quien trataba, por haberle utilizado Ángel secretamente en varias ocasiones para comunicarse con su querida. Lucas recaló al fin, presuroso, llevando una botella que parecía ser de botica. Dulce le detuvo para preguntarle por la señora, añadiendo, por vía de precaución, que el señorito Ángel andaba por el extranjero desde la tremolina del día 19; y de boca del criado supo que doña Sales estaba en cama, aunque no de gravedad. Volvió corriendo la joven a su casa, y contó a Guerra el resultado de sus averiguaciones: la señora enferma, la niña buena y sana.

-¿Reparaste bien si tenía buen color?

-Como el de una manzana. Iba tan risueña y saltona, que bien a las claras se veía su perfecta salud. ¡Se me pasaron unas ganas de detenerla y darle un par de besos...! ¡Qué mona es!

-¡Ay, no lo sabes tú bien! -dijo Guerra con efusión, abrazando a su querida-. Dime: si alguna vez la traigo a vivir con nosotros, la querrás como la quiero yo?

-Lo mismo que si fuera hija mía, puedes creerlo. La adoro sin haberla tenido nunca en mis brazos, ni haber oído de cerca su vocecita, que parece el gorjeo de un ángel.

-¡Qué me gusta oírte hablar así! Mi Ción te querrá seguramente como si fueras su madre. No puedes formar idea de lo encantadora que es esa chiquilla ni del talento que tiene. Dime ¿iba con ella su maestra?

-Sí, y se reía de algo que la pequeña le contaba.

-¡Pobre Leré!, su verdadero nombre es Lorenza; pero como mi hija la llama Leré, así se ha quedado, y en la casa nadie la nombra de otro modo. Es una infeliz, y sabe muy bien su obligación. Ay, Dulce, siento un afán loco por abrazar a la niña, por oír su charla deliciosa y verla enredar al lado mío. No tienes idea de su precocidad, ni del donaire de sus travesuras. Mi vida está incompleta, y para redondearla necesito que mi Ción venga aquí, con nosotros. A entrambos nos hace falta, ¿verdad?

Dulce suspiraba, y no decía nada. Guerra, por natural engranaje de las, ideas, pensó luego en su madre, y sombríamente dijo:

-Ay, mamá sí que no se reconciliará jamás contigo. No la conoces; no puedes comprender, sin haberla tratado, su intransigencia, su temple varonil, y la rigidez con que se encastilla en sus ideas. Me quiere y la quiero. Pero no logramos ponernos de acuerdo en muchas cosas de la vida. Lo intenté mil veces... Imposible, imposible. ¿Y qué te dijo Lucas? ¿que está en cama?

-Sí; pero sin gravedad.

-Eso sí que no puede ser. ¿Mi madre en cama, y sin gravedad? ¡Qué absurdo! Eso lo creerá quien no conozca su tesón, su resistencia, su desprecio del mal físico. Mi madre se morirá en pie mandando y haciéndose obedecer de cuantos viven a su lado. Si guarda cama, sin duda su enfermedad es gravísima...

Con las noticias que le trajo Dulce aquella tarde, cesó la tranquilidad que Guerra disfrutaba en su forzada reclusión. El deseo de ir a su casa se confundía en angustioso enredijo con el temor de ir, no sólo por el peligro de abandonar la madriguera, sino porque la idea de presentarse ante su madre llenaba su espíritu de turbación. En los últimos años, su única defensa contra el despotismo materno había sido la fuga, la ausencia temporal del hogar; pero sus correrías de hijo pródigo tenían siempre un término preciso dentro de corto plazo, por ley de la necesidad quiero decir, que en cuanto se le acababa el cumquibus, no tenía el hombre más recurso que acudir a la casa materna y afrontar los rigores del tirano que en ella moraba. La penuria, como al lobo el hambre, le expulsaba de su cueva, lanzándole en busca de carne. En la ocasión que aquí se describe, en aquel caso grave de emancipación y de aventuras revolucionarias, cuando la penuria empezó a manifestarse, se defendió Guerra algunos días, ya con el admirable arreglo y la casi milagrosa economía de Dulce, ya empeñando lo menos indispensable. Pero al fin las energías se agotaban, y pronto había de sonar la hora de la rendición. La lectura que en otro tiempo era su encanto, ya le causaba hastío. Sus autores favoritos, yacían olvidados sobre la cómoda. Leía tan sólo periódicos, para seguir en ellos todos los trámites del proceso de Campón, y si cuando le creyó condenado irremisiblemente a morir, se encendió en ira y deseos de venganza, al saber lo del indulto su alegría fue grande, y su fanatismo, por la acción antipirética de la alegría en la física revolucionaria, se enfrió hasta llegar a cero.

Algunas noches iba Dulce a casa de sus padres, más que por gusto de verse entre su familia, por tomar el pulso a la opinión de aquella gente, y ver de qué pie cojeaba, pues sólo por aquel lado había desconfianza y el recelo de una delación. La familia de Dulce, padre, madre, hermanos, tío y primos, es digna de pasar a la Historia; pero el narrador necesita curarse en salud, diciendo que los Babeles (que así se llama aquella chusma), son del todo punto inverosímiles, lo cual no quita que sean verdaderos. Queda, pues, el lector en libertad de creer o no lo que se le cuenta, y aunque esto se tache de impostura, allá va el retrato con toda la mentira de su verdad, sin quitar ni poner nada a lo increíble ni a lo inconcuso.



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Ángel Guerra (Segunda parte)