Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VI - Metamorfosis

de Benito Pérez Galdós


III editar

Leré convino en aguardar una semana, y se retiró, dejando a su amo indeciso entre echar todo el peso y volumen de su ser del lado de la voluntad o cargarlo del lado de la razón. Debe advertirse que, desde la muerte de la niña, había vuelto a su antiguo dormitorio, pues como la maestra continuaba ocupando la misma estancia de Ción, no le pareció al amo propio ni decente pernoctar tan cerca de la joven mística. Además, evitaba el permanecer largo tiempo a solas con Leré, por no dar pretexto a malas interpretaciones de criados, los cuales son por lo común gente muy suspicaz y mal pensada. Ya había llegado a los oídos de Guerra cierto malicioso rum rum, del cual no quiso hacer misterio con el aya, y una noche, después de comer, hallándose los dos de sobremesa, solos, le dijo:

-Bien comprendo, hija mía, tu prisa por huir de aquí. En esta sociedad, que algunos creen tan perfectamente organizada, tú, joven soltera, y yo, caballero viudo sin hijos, no podemos vivir juntos sin que al instante se nos cuelgue algún milagro... Esto prueba la opinión que la sociedad tiene de sí misma.

Leré se echó a reír, mostrándose conocedora de los milagros que le colgaban; y la serenidad de su acento al hablar de ello indicó también que ni poco ni mucho la inquietaban las hablillas contra su buena fama. «Ya sé -dijo a su amo-, de dónde viene el aire. El Sr. de Pez lo dijo en su casa, delante de mucha gente, y apuntó mil mentiras: que él había visto no sé qué, y que usted y yo éramos unos... lo diré claro, unos sinvergüenzas. Lo sé por los criados. Pascual, el hermano de Vicenta, se lo dijo a su novia, Candelaria, y ésta se lo contó a Basilisa, la cual me trajo el cuento a mí.

-Pues si yo cojo a Pascual y a Vicenta y a Basilisa trayendo y llevando las opiniones indignas de ese trasto de mi suegro, te juro que no les queda gana de hacerlo segunda vez.

-Conviene no incomodarse por estas cosas -dijo Leré con perfecto reposo-, y oírlas como se oye el ruido de una carreta que pasa por la calle, o el golpe de la lluvia en los cristales. Ya se sabe que la gente maliciosa no necesita más que una apariencia para deshonrar. Debemos estar siempre preparados para que nos ultrajen, pues si fuéramos a evitar todos los hechos que pueden ser motivo de falsa opinión, no se podría vivir. Por consiguiente, que digan lo que quieran, que a mi me basta con que mi conciencia no me diga nada.

-¿De modo que tú tienes fortaleza bastante para oír esas infamias, y quedarte tan fresca?

-Ya lo creo. ¡Pues no faltaba más sino que yo fuese a responder al pecado de la calumnia con el pecado de la ira! En mi vida he sabido lo que es encolerizarme, y pienso no saberlo jamás. Me propongo recibir sin queja todo el mal que quieran hacerme de palabra o de obra, y en cuanto a las mentiras y ultrajes, hacer tanto caso de ellos como de lo que ahora está pasando en la China. No, no se crea usted que el querer marcharme es porque digan o no digan de mí cuatro simplezas. Me marcho porque mi vocación me llama a otra parte.

-Cierto es -dijo Guerra, sintiéndose inferior a su criada-, que debemos despreciar la calumnia, pero también conviene atender a la opinión y someternos a ella en algunos casos, guardando las formas, pues no sólo debe uno ser bueno sino parecerlo.

-Todo el que lo es lo parece -replicó prontamente Leré-, y si no lo ven así los que tienen la vista corta, peor para ellos. ¿Qué opinión ni qué músicas? La conciencia es la única opinión que vale. No hay que temer al fisgoneo de la gente, sino a la mirada de Dios dentro de nuestra alma.

Guerra no acertó a responderle. Subyugado por Leré, ni aun se atrevió a detenerla, cuando quiso retirarse dejándole solo. Esperaba él que se alargara la tertulia, porque algunas noches pudo prorrogarla valiéndose de su autoridad. Pero ya ni autoridad sentía sobre ella, y la vio salir sin atreverse a suplicarle una hora más de compañía. En tanto, la toledanilla consagraba todo su tiempo libre a las prácticas religiosas: rezos o meditaciones místicas ocupaban sus noches hasta hora muy avanzada, y por la mañana tempranito se iba a la iglesia más próxima, que era San Ginés, y no volvía hasta las nueve. Todos los días comulgaba.

Ángel se pasaba en su casa las horas en soledad tristísima, empapando el pensamiento en memorias de la niña difunta, haciéndola revivir con la imaginación, o figurándosela en otro mundo desconocido, indeterminado, en el cual, según la idea del afligido padre, habían de ser apreciadas como en éste sus gracias, su belleza, y el donaire de sus mentiras. Siempre que Leré le concedía un rato de tertulia, hablaban de esto, y suspiro va, suspiro viene, de recuerdo en recuerdo, comentando a la pobre niña como si fuera un texto obscuro, concluían por ponerse tan atribulados como el día de la desgracia. El consuelo era difícil, sobre todo para Guerra, privado de aquel recurso de la religión, bálsamo por la virtud esencial de las creencias, bálsamo también por el entretenimiento y ejercicio que proporcionan los actos del culto. No dejó de hacer esta observación en uno de sus paliques con la beata, y ella le dijo:

-Pues el remedio de su amargura, bien en la mano lo tiene. ¿Qué se diría de un sediento a quien le pusieran en la mano el vaso de agua, y en vez de beberla la tirara? Se diría que estaba loco. Pues lo mismo digo yo de usted.

-¿Pero qué me recetas? -dijo Ángel echándose a reír-. ¿Que me meta yo en las iglesias, o que me pase las horas de la noche como tú, de rodillas, importunando a la divinidad y dándole jaqueca a los santos? Ya me estoy viendo en esa facha de beato, y no tienes idea de lo ridículo que me encuentro. Pero tú me vas dominando de tal modo, que harás de mí lo que quieras, y sufriré las modificaciones más absurdas.

-No tengo la pretensión de que un señor tan corrido y tan baqueteado se modifique por lo que yo le diga; pero sin esperanzas de traerle por ahora al buen camino, no me iré de aquí sin echarle unos cuantos sermones. Usted se ríe o no se ríe, usted los toma como quiera; pero los sermones allá van. El primerito de todos es...

-Ya, ya te veo venir; que oiga misa.

-No, no... ¿Ve usted cómo no me entiende? -dijo Leré sin ninguna afectación de piedad, más bien tomando el tonillo del discreteo mundano-. Es usted un niño, y ha de ser muy difícil enseñarle el verdadero principio de las cosas. No se trata por ahora de misas, ni del rosario, ni de golpes de pecho. La gente se reiría, y la risa del mundo espantaría las buenas intenciones del... neófito. No, mi primer sermón... fijarse bien, (Acentuando sus palabras con el dedo índice de la mano derecha.) no va a lo externo sino al alma. Lo primero que le recomiendo a usted es que no se enfade nunca.

-Si yo no me enfado... estoy hecho un cordero.

-Que no se incomode absolutamente por nada.

¡Por nada!... Según lo que sea. Ya no me encolerizo, como antes, por cualquier contrariedad.

-Eso es poco... Hay que sofocar la ira en absoluto, y por todos los motivos.

-De modo que si voy por la calle, y me largan una bofetada, me quedaré muy complacido.

-Por ahora sería mucho pretender; pero allá se ha de ir. Pase que todavía no se resigne usted a que le den una guantada en la calle; pero mientras llega eso, hay que irse educando, y limpiar el alma de esa suciedad de la cólera. Trabajillo ha de costar; pero empiece usted, hombre, por echarse en su interior cuantos frenos pueda. ¿Cuáles son las personas que más le enfadan? ¿D. Fulano y D. Zutano? Pues propóngase ser con esas personas lo más amable que pueda, y complacerlas y servirlas.

-Bien -dijo Guerra con chacota-; y cuando me tropiece con mi suegro, le convidaré a comer y le haré mil cucamonas.

-La idea es esa, descontando las cucamonas. Usted me ha comprendido. Fuera el rencor, fuera la venganza. Al peor enemigo tratarle como el amigo mejor. Y no digo más sobre esto. Segundo sermón.

-Oigamos la segunda homilía. Será para que me case...

-No... esa otra matraca la dejo para después. Ahora lo que recomiendo es... que no sea usted avaro.

¡Avaro yo! ¿Cuándo has visto en mí señales de sordidez?

-Es avaricia guardar lo que nos sobra después de haber satisfecho nuestras necesidades más apremiantes. Hay muchos que carecen de pan, de hogar y de vestidos, y todo aquel que poseyendo bienes de fortuna, retiene una gran parte de ellos, viendo morir de hambre y de frío a tantos infelices, peca.

-Ya, ya... Esto se complica. De modo que yo peco por no dedicarme a sostener vagos. Bien sabes tú que en mi casa no se regatean las limosnas.

-No da usted más que migajas, como todos los ricos. Hay que dar más, mucho más, repartir entre los necesitados todo lo que no nos es absolutamente preciso.

-Joven incauta, yo he sido un poco socialista; pero francamente, eso me pasaba cuando no tenía dinero. El reparto de la riqueza me parecía muy bien cuando a mí nada podía sobrarme. Después he comprendido que una cosa es predicar y otra dar trigo: ya ves si te hablo con franqueza, no ocultándote nada de lo que siento y pienso. ¡Y ahora vienes tú predicándome el socialismo! ¿De manera que entonces, cuando yo era anarquista y revolucionario tenía razón, y ahora no la tengo? Perdona, hija, pero tu socialismo evangélico es un disparate.

-Yo no sé si esto se llama socialismo. De esas palabrotas que ahora se usan no sé ni lo que significan... Lo que yo sé, y bien sabido lo tengo, es que después de consumir lo que necesitamos estrictamente para nuestra vida material, todo lo demás debemos darlo a los que nada poseen.

-¿Y quién me da a mí la medida de lo que necesito para mi vida material?

-Usted bien me entiende. No nos hagamos los tontos. Yo digo y repito que después de practicar lo de no enfadarse nunca por nada ni por nadie, lo primero a que debe usted atender es a disminuir el número de necesitados.

-¿Y que necesitados son esos? ¿Con qué criterio debo buscarlos y elegirlos?

-¡Qué pillín! A fe que es difícil encontrar quien no tenga ropa.

-Sí, ahí está el amigo Arístides Babel, que ayer, en casa de su hermana, pretendía que yo le regalase una capa... De modo que, según tú, a todos los perdis que me pidan dinero, o que intenten, estafarme, les debo abrir cuenta corriente.

-Yo no me fijo en este ni en aquel caso. (Con resolución y convencimiento.) Digo y repito que hay que socorrer a los menesterosos.

-¿También a los pillos y estafadores?

-Disminuya usted la necesidad, y disminuirán los delitos.

-¡Ay, qué filósofa y qué socióloga tan salada tenemos aquí!

-Yo no entiendo nada de esos terminachos. Lo que he dicho se llama caridad. No ponga usted motes a la ley divina... Y ahora vamos al tercer sermón.


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