Ángel Guerra (Galdós)/036

Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VI - Metamorfosis

de Benito Pérez Galdós


Con el tiempo la soledad aumentaba, pues cada día hallábase Guerra más agobiado y triste, y con la soledad iba tomando cuerpo la idea de que su vida no tenía ya ningún objeto. Otra particularidad de aquel estado de ánimo era que se olvidó casi absolutamente de Dulcenombre. Una mañana sorprendiole Braulio con el anuncio de una visita, que fue como si le dieran un aldabonazo en el cerebro. «Esa mujer -le dijo el administrador balbuciendo, pues cada día era más tímido ante su amo-, está ahí. Yo no quería que pasara, pero ha sido tal su obstinación que... Francamente, me ha dado lástima... Le he dicho que aguarde en mi cuarto, hasta ver si querías recibirla».

Guerra sintió algo de turbación de conciencia y mandó que pasara Dulce, quien no se hizo esperar, y venía tan alterada por la emoción y tan desmejoradilla por su última enfermedad que, al pronto, Guerra no supo disimular su sorpresa desagradable, y en su deplorable tendencia a exagerar las cosas, vio en la pobre muchacha un esqueleto vestido. Traía su trajecito de merino, mantón obscuro y velo, bien apañadita, modesta y con el aire inequívoco de una esposa de capitán de la reserva o de empleado de corto sueldo.

Al entrar echó los brazos a su amigo, y la emoción no le dejó expresarse con palabras: sus lágrimas lo decían todo.

Ángel la estrechó en sus brazos, advirtiendo nuevamente, con implacable espíritu de crítica, la extremada flaqueza de su esposa ilegal.

«¡Qué ingrato! (En tono de reconvención cariñosa, llevándose el pañuelo a la boca.) ¡Tenerme tantos días sin noticias tuyas!... ¡ausente de ti, cuando pasabas lo que pasabas! Pues qué, hijo mío, ¿no habíamos convenido en que partidas las amarguras tocan a menos? ¿Quién te consuela a ti más que yo, quién sino yo entiende los registros de tu alma?... Verdad que estuve mala; pero enferma y todo habría venido, si me hubieras llamado, para cuidar a la niña, para consolarte y hacerte compañía... Pero, dime: ¿te incomodas porque entro en tu casa? (Guerra hace signos negativos.) Imposible estar más tiempo sin verte; me consumía la incertidumbre y la pena de no saber de ti. ¿Cómo no se te ocurrió llamarme?... En un caso como este, hijo de mi vida, ¿te atreverás a decirme que no te hacía falta? Yo dije: «Rompo por todo, y allá me planto. Si se enfada, que se enfade; y si por meterme donde no me llaman, me quiere pegar, que me pegue». ¿Qué tienes que decir a esto?... ¡Lo que he llorado por el pobre Ángel; ya puedes figurártelo! La miraba yo como mi hija, como esas hijas a quienes tienen separadas de sus madres porque éstas han sido malas. ¡Cuánto he rabiado por verla y cuidarla, por tenerla siempre conmigo! ¿De qué crees que estuve enferma? De pena, hijo de mi alma, de pena de ver que la niña se moría sin que yo la pudiera apretar contra mí y darle mil besos... Se la llevó Dios sin dejarme gozar de ella, lo que me prueba que soy mala, y que Dios no quiere darme ningún consuelo. ¡Sí, para mí estaban las alegrías de madre, y la satisfacción de sacrificarse por las criaturas!... No, no puede ser. Esa niña nos habría hecho felices a los dos. Dios nos la ha quitado».

Así habló Dulcenombre, soltando de un chorro las ideas que colmaban su mente, vaciándolas todas sin esperar a que Ángel la contradijese o hiciera alguna observación. Este agradecía los sentimientos de su querida, y le mostraba su gratitud estrechando la mano de ella que tenía entre las suyas; pero no se le ocurrió palabra alguna con qué confirmar ni negar lo que la Babel expresaba. Entre aquellos sentimientos y los de él, se había interpuesto algo, o, mejor dicho, se había determinado una distancia, un vacío cuyo grandor medía Guerra fácilmente, sin más que echar una mirada dentro de sí. Dulce le interesaba, excitando su compasión y aun su cariño; pero aquella última cuerda tocada por ella, al establecer la comunidad del amor a la niña difunta, no vibraba ya en el corazón del revolucionario convertido. Para éste, nada tenía que ver Dulce con Ción. Una y otra eran mundos aparte, entre cuyas órbitas ni hubo ni haber podía ninguna tangencia.

Dulce le miraba como a un jeroglífico que se quiere descifrar, desmenuzándolo con los ojos. El mutismo de él, aunque justificado por la pesadumbre, principió a ser un poco molesto para ella. La mujer se rebeló pronto, con su tímida exigencia de que se le prestase más atención. ¿Pero no me dices nada? Ni siquiera me preguntas por mi enfermedad, ni si me encuentro o no me encuentro mejor.

-Me basta con verte -dijo Ángel con cierta solicitud-, para saber que ya estás bien.

-Pues te equivocas, ¡ay! te equivocas. (Exagerando un poco su malestar físico.) Ando sabe Dios cómo. Hoy no podía tenerme en pie, y me ha sido preciso tomar un coche para poder venir acá. He tenido vómitos de sangre. ¿Qué te figuras tú? ¿qué mi enfermedad era cosa de juego? El médico me ha dicho que si no me cuido mucho, pero mucho, corro peligro.

-Hija, por Dios, cuídate, (Con prontitud y ardor.) no vayas tú también a... Ya tiemblo en cuanto cualquier persona que me interesa me dice que se siente mal. Chiquilla, ¡qué temporada! La muerte me ronda, me acecha, me tiene entre ojos... Temo que no haya concluido su labor al lado mío...

Con estas insinuaciones creía corresponder gallardamente a los vivos afectos de su querida, y como ésta esperaba más calor, más ternura, más solicitud, desalentose oyéndole. Se le había metido entre ceja y ceja que de aquella visita saldría la propuesta de vivir juntos en la casa patrimonial. Consideraba esto lo más lógico del mundo, fundándose en la despreocupación de Guerra, en la holgura de sus ideas sociales, y en las promesas que le hizo cuando juntos vivían en la calle de Santa Águeda. La frialdad de aquel día atribuyola a que con la nueva posición se habían entibiado en él los furores igualitarios y democráticos de otros tiempos. La pobre Babel empezó a vislumbrar su próxima desgracia; pero como también, aunque humilde y desconsiderada en sociedad, tenía su poco de orgullo como cualquier hijo de vecino, no quiso hacer en ocasión semejante la víctima quejumbrosa. Únicamente se permitió interpelarle en esta forma: «Pero dime algo, dime siquiera cuando irás a verme. ¿Es que para verte y hablar un rato conmigo ha de ser preciso que yo pase por la vergüenza de venir a esta casa, donde no puedo menos de recordar lo mucho que me han aborrecido en ella? Me lo puedes creer. Ha sido para mí un verdadero suplicio entrar aquí. La cara que me puso el portero, y después las medias palabras de D. Braulio no se me olvidarán nunca. Francamente, hijo mío, (Con cierta acritud.) aunque una no valga nada y sea de humilde posición, no gusta de que se le reciba con ese despego, con ésa desconfianza, con esa... como si una fuera un apestado, un criminal... Dímelo con claridad... Si para verte, es forzoso que yo pase tan malos ratos, vale más que...

Guerra se apresuró a contestarle:

-Querida mía, no saques las cosas de quicio. ¿A qué hablas de venir aquí, si sabes que yo he de ir a verte, como siempre?

-Es que no me lo habías dicho.

-Debías suponerlo. Ya sabes mi opinión sobre lo inconveniente, por ahora, de tu entrada en esta casa... Tú, que eres razonable, lo comprendías así, y seguirás comprendiéndolo... No, si no te echo en cara que hayas venido hoy: lo de hoy es una excepción. Has hecho bien en venir y me has dado un rato de consuelo. Después... ¡quién sabe!

-Sí, quedamos en que yo no vendría. (Disimulando su dolor.) Y tienes razón, tienes, razón. Por eso no pienso volver más. Pero dímelo con franqueza: ¿estarás muchos días sin ir a verme?

-¿Muchos días dices! ¡Qué disparates se te ocurren! No me atormentes. Bien sabes que yo... A ver, ¿tienes alguna queja de mí?

-¿Alguna dices? ¿alguna?

-¿Qué? ¿Pretendes que sean muchas?

-No pretendo nada. (Con efusión y acento de pueril abandono.) Si hay motivos de queja, todos te los perdono, todos los olvido con tal que me quieras... Pero no basta decírmelo: es preciso que yo lo vea. Quiéreme como yo me merezco, y lo mismo me da tu casa con honores de palacio, que la más fea choza de un tejar. Lo que yo quiero es tenerte a ti; las paredes no me importan...

Ángel contestó a estas enamoradas razones con otras que, si no tan por lo fino, eran cariñosas y sinceras. Deseaba que Dulcenombre se marchase, y para empujarla un poquito, le prometió verla pronto en su casa, trazó algunos proyectillos de vida común, como almuerzos allá, veladas, y se despidieron, él más tranquilo, ella recelosa y con el espíritu lleno de sombras. Su instinto amoroso olfateaba el abismo cercano.



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