Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VI - Metamorfosis

de Benito Pérez Galdós


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«¡Ay, Dios mío! -decía Leré exhalando suspiros muy de dentro, después de los cuales se quedaba muda, fija la vista en sus propias manos sobre la falda. Guerra tendía también ál mutismo. Por fin, comprendiendo que tal situación no podía prolongarse, pues ambos en ella padecían de igual suerte, enderezó interiormente sus energías, y se fue derecho al asunto.

-Leré -le dijo sin atreverse a tomarle la mano-, a ti, como persona de gran entendimiento, de gran corazón, se te debe hablar con franqueza. Yo te quiero... No hagas aspavientos; yo te quiero; las cosas claras. Lo que no sé es definir de qué modo te quiero yo. ¿Te quiero como a una mujer de tantas? Me parece que no: hay algo más, hay otra cosa, Leré. Tu santidad es un estorbo para quererte, y aun para decírtelo. Y sin embargo tu santidad me cautiva, y si tu no fueras como eres, si no tuvieras esa fe a toda prueba, y esa vocación irresistible, se me figura que gustarías menos. He pensado mucho en esto, pero mucho: «Si me quisiera ella a mí, como yo a ella -me he dicho mil veces-, se vulgarizaría, y entonces, perdido el encanto y deshecha la ilusión, no valdría para mí lo que vale, y no me cautivaría tanto». Aquí tienes un círculo doloroso del cual no puedo salir. La solución sería que yo también me volviera místico, como tú, y que a lo místico nos quisiéramos; pero esto no satisface al alma. No, no, todo eso, es una farsa, una comedia que hace el entendimiento para engañar al corazón. El querer de hombre a mujer y de mujer a hombre no cabe dentro de esas excitaciones artificiales de la ideología piadosa. Aquí hay un nudo que no se puede deshacer, y lo mejor es cortarlo poniendo tierra por medio. Vete, y yo me quedo aquí.

Leré, conmovidísima, vaciló un instante entre levantarse o esperar. Guerra daba vueltas por la habitación, haciendo esfuerzos por aparecer tranquilo. «Debes marcharte -añadió-, y mañana procura no hacer ruido, para que yo no me entere... no sea que me dé la tentación de detenerte.

-¡Dios mío, que locura de hombre! (Levantándose vacilante.) Pues sí... lo mejor es, como usted dice... aire por medio.

-Cabal. Vete a tu cuarto... y démonos por despedidos para siempre sin más demostraciones... ¿Sabes lo que se me ocurre en este momento? ¡Ah! una idea magnifica para evitar... para evitarme una escena desagradable. Ahora mismo me marcho a la calle; y me refugio en casa de esa... de mi amiga. No quiero estar aquí mañana temprano cuando tú salgas.

-¿Se va usted? -dijo Leré, ya en la puerta, alegrándose de un acto que simplificaba la enojosa situación-. Me parece bien. Entonces... hasta que vaya usted por allá... convertido, bien convertido, para que yo no necesite echar sermones. Conque... fuera malas ideas... y adiós.

Fijo en medio del cuarto, Guerra la miraba atento, mientras ella se despedía, y cuando se alejó, no podía desclavar de la puerta sus ojos. Al sentir, poco, después, que la joven echaba la llave a la puerta de su cuarto, determinó llevar adelante su resolución, y poniéndose capa y sombrero, y cogiendo la llave de la puerta de la calle, salió más que de prisa, como si huyera.

Encerrada en su alcoba, Leré no sabía qué pensar de las extrañas revelaciones de su amo. Más de media hora estuvo como atontada, sin poder formar juicio, como aquel que de súbito se encuentra ante un mundo nuevo y desconocido. Pero al fin se recobraron en ella la conciencia y la razón, permitiéndole juzgar las cosas con su habitual criterio, «Bah, bah, -decía-, todo se reduce a que es un hombre lleno de imperfecciones como los demás, y ha caído en la vulgaridad de prendarse de mí. ¡Vaya una gracia... prendarse de esta infeliz que nada vale, que jamás hizo caso de ningún hombre bonito ni feo! Pero algo tiene el agua cuando la bendicen; algo habrá en mi persona que le ha gustado... ¡Quién lo había de pensar! Por fortuna para mí, no necesito prepararme contra las tentaciones, porque bien preparada estoy. Dios que mira dentro de mí, sabe que ni con un descuido del pensamiento me dejo coger en esa trampa. ¡Qué tontería! Si yo fuera tan simple que cayera, la gente se reiría de él, y todo el mundo se preguntaría con asombro qué mérito había encontrado en mi. ¡Pobre D. Ángel, cómo tiene la cabeza! (Mirándose al espejo.) ¡Pero si en esta cara no hay nada que valga dos cominos...! Claro, si se me compara con otras, algo tendré... que sirva, porque otras hay, que además de feas, son sucias y llevan pintada en la cara su poca vergüenza y que sé yo... Y ahora recuerdo que se dice prendado de mí por la religión, o que me quiere por santa... ¡Santa yo! No fuera malo... A bien que cuando me ponga la estameña negra plegada, que tan poco favorece a las mujeres, y la toca, y aquellos zapatones grandes y feos, huirá de mí, y me hará fu como a los gatos. Por de pronto, pediré a Dios que le cure de esa manía tonta y ridícula. No, no creo que vaya a Toledo; no le veré más. Probablemente se olvidará de mí en cuanto deje de verme. ¡Pobrecillo! No puedo negar que le estimo, y que le deseo todo el bien posible, porque él y su madre han sido muy buenos para mí. ¡Qué dicha tan grande sentirse fuerte contra Satanás! Nunca he sentido lo que es atracción de ningún hombre, y no me alabo de ello porque no hay mérito en ser como soy. Yo no he luchado, yo no he vencido, porque no siento dentro de mí enemigo que derrotar, favor grande que me ha hecho Dios, pues bien puedo decir que vine al mundo destinada a no ser de nadie más que de Él, y cuando Él me hizo así, ya sabría por qué me hizo... La idea de casarme con un hombre y de que se ponga muy cerca, muy cerca de mí, m repugna. Puedo pensar en esto sin pecado, porque estoy bien segura de que me repugna, de que me subleva y me hiere y me... ¡vaya si lo estoy...! (Quitándose el corsé para acostarse.) ¡Ah! Una cosa que no he comprendido nunca es para qué tengo este pecho tan desaforado, si no he de necesitarlo para nada... Yo no he de casarme, eso bien lo sabe Dios... ¿A qué viene pues esto?... (Rezando mentalmente.) Pero no nos metamos a criticar la obra de Dios: cuando Él lo hace, ya se sabrá por qué lo hace. Dicen que nada falta ni nada sobra en este mundo... Trabajillo me cuesta creer que esto no sobra... (Se acuesta y apaga la luz.) Tengo que madrugar, y es tarde... Lo que digo... esta parte debe de ser lo único que en mí existe favorable a esos impuros pensamientos de los hombres. (Con inquietud.) Dios mío... ¿de qué me sirve esto?... Me lo cortaría, si cortarse pudiera, como se cortan las uñas. Tú sabes que en nada lo estimo, que procuro disimularlo como un defecto más bien que ostentarlo, como hacen otras... Cuando me vista el hábito, ¡qué compromiso! pues aunque una no se ponga justillo, siempre abulta y escandaliza... (Pausa: se adormece, rezando, y se despabila súbitamente.) El pobrecillo D. Ángel se queda muy solo... porque, no hay que darle vueltas, ni se casará con esa mujer, ni la quiere. Él me lo ha dicho y además, bien a la vista está: no la visita sino cuando no tiene distracción en casa. Sobre mi conciencia: no va nada de este desvío hacia la otra: porque muchísimas veces le he dicho: «D. Ángel, vaya usted, vaya usted allá», y siempre le estoy predicando para que se case. Algunas noches no he querido darle palique para que se fuera con ella: esto bien lo sabe Dios. Si yo hubiera sido mala, habría jugado con él como con un gatito chico; pero tengo ya marcado mi carril, y por él voy aunque se hunda el mundo... Esa desgraciada mujer, esa Dulcenombre tiene mucho que agradecerme, y ella ni siquiera lo sospecha: puede que crea lo contrario... (Desvelándose más.) ¡Vaya con los cuentos que trae Basilisa! Estas mujeres lo observan y son muy criticonas. Dice que Dulce es guapa de cara, pero que está en los huesos. Me hizo reír la otra tarde cuando decía: «No sé cómo el amo se acuesta con ese esqueleto!...» ¡Qué tontería ponerse a discurrir sobre si es gordo o es flaco! Estoy segura de no haberme envanecido cuando Basilisa se puso a hacer comparaciones entre delanteras rasas y... otras que no son rasas. Yo, bien lo sabe Dios, que lee dentro de mí, que ahora mismo está leyendo, bien sabe Dios que yo, si pudiese, iría a esa mujer para decirle: «Cambiemos, amiga: toma lo que te falta y a mí me sobra. Tu serás feliz y yo también». (Se duerme.)

Levantose tempranito, y como la tarde anterior había dispuesto su equipaje, no tenía nada que hacer más que despedirse de todos los de casa, que se apenaron de verla partir. Basilisa, particularmente, lloraba como una Magdalena. No sabía la joven si el amo estaba o no en casa, y andaba de puntillas, temiendo que el ruido le despertase; pero Braulio, cuando juntos tomaron chocolate, la informó en breves palabras y sin ningún comentario de la ausencia de Ángel. «Más vale así -dijo Leré para su sayo; y recelosa de que se apareciese de improviso, anticipó la salida, hizo traer un simón y se puso en salvo, acompañada de Braulio y Basilea que no quisieron separarse de ella hasta dejarla en el tren.


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