Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo III - La vuelta del hijo pródigo

de Benito Pérez Galdós


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Entró, y a pesar de todas las preparaciones, tanto él como doña Sales experimentaron al verse frente a frente, una emoción que no por bien reprimida dejaba de traslucirse. Ángel, sombrío y balbuciente, dijo a su madre: «Mamá, estoy aquí... deseando agradarte... y si eres indulgente... como creo...

-¿Qué es eso de indulgencias? -rectificó Miquis prontamente-. Tú entras diciendo que yo ordeno y mando que tome la digital cuatro veces por la noche.

En el rostro de doña Sales fluctuaba una sonrisa; tan pronto iniciada como desvanecida y vuelta a iniciar sobre sus labios incoloros. Hizo sentar al reo en la butaca próxima, y con aparente tranquilidad le dijo: «He estado bastante malita... es decir, muy mal, lo que se llama muy mal, no, ya me siento bien».

Acerca del brazo enfermo de Ángel, no pronunció una palabra. Observaba callando. El hijo en tanto no sabía qué decir, y su situación era la de un menor de edad que vuelve de cumplir condena en el colegio por desaplicación o travesura grave. Habló del tiempo y de las enfermedades que asolaban a la familia de su amigo D. Cristóbal Medina. «María Juana -dijo-, no levanta cabeza hace tres meses, y su tío don Serafín tiene paralizado todo el lado izquierdo». Después expresó risueñas esperanzas respecto a su propia curación, alentada por Miquis, que le aseguraba podría andar por toda la casa la semana próxima, metiendo en cintura a todos sus sirvientes. El médico se retiró intranquilo, con el recelo de que, cuando él no estuviera delante, no irían las cosas tan a la buena de Dios. Confiaba en la prudencia de Guerra, quien, como culpable, carecería de vigor ofensivo y defensivo; pero temía que la iracunda doña Sales no pudiera contenerse y se disparara. Al despedirse de Ángel en la puerta, le recomendó que en caso de altercado evitara toda réplica descompuesta, y añadió que si algo ocurría, se le avisase sin pérdida de tiempo. Vivía muy cerca de allí.

Mandó a Leré su ama que abriese el cuarto de Ángel. Ya la muchacha se había anticipado a esta orden, y el señorito tenía su habitación dispuesta para dormir. Pero él declaró que se quedaría en vela, acompañando y cuidando a su madre, pues Leré y Basilisa debían de estar rendidas. «Más lo estarás tú, hijo -le dijo la enferma-, que acabas de llegar, y anoche no dormiste en cama». Como él insistiera, doña Sales no quiso llevarle la contraria. Después de acostar a la chiquilla, Leré preparó a la señora para el descanso nocturno, quitándole el corsé, colocando las almohadas bien mullidas en la silla larga donde dormía, pues no se acostaba en cama desde que se le agravó la enfermedad, liando en su cabeza un pañuelo de seda, envolviéndole los pies en bayetas. Explicó al señorito los medicamentos que se habían de administrar, añadiendo que a la menor duda la llamase, pues ella tenía el sueño muy ligero y acudiría con prontitud. Puesta en el lavabo la lamparilla enfermera, con pantalla, retirose Leré, y se acostó vestida en su cama por orden de la señora. El sosiego y la calma reinaba en la alcoba y todo hacía creer que la enferma pasaría bien la noche.

Al quedarse solos, la madre y el hijo se contemplaron sin hablarse. «Si me dice algo fuerte -pensaba Ángel-, o me callaré como un muerto, o le diré a todo que sí». Doña Sales no tenía sueño, pero respiraba con facilidad, síntoma favorable. El sueño vendría. Lo malo era que habiéndose acostumbrado a no ver al hijo durante su enfermedad, el tenerle allí la impresionaba, motivando una fuerte congestión de pensamientos en el cerebro. Del mismo modo, para Guerra era una gran novedad hallarse frente a su madre después de ausencia tan larga, y de tantas aventuras y lances peligrosos. Tampoco él tenía ni pizca de sueño, a pesar de la mala noche anterior. Miraba a su madre y le parecía mentira que estuviese callada, que no soltase contra él todo el fuego de su carácter despótico. Pasó algún tiempo en semejante situación, ella mirándole, él viéndose mirado y sintiéndose como delante de un juez. Llegó a pensar que más valía un corto y vivo diálogo de explicaciones que aquel silencio sordo, precursor de tempestades. Doña Sales lo rompió al fin, diciendo a su hijo en tono muy pacífico: «Mañana es menester que visites de mi parte a la familia de Medina, y te enteres de cómo están en aquella casa. Es una gente a la cual debemos mil atenciones».

Ángel replicó que lo haría con mucho gusto, y a sus palabras siguió otra pausa larguísima. Pero si doña Sales no hablaba a su hijo más que con los ojos, el volcán le hervía por dentro. Con la voz interior, doña Sales echaba de este modo los tiempos a su hijo:

«¡Y quieres hacerme creer en tu arrepentimiento, grandísimo farsante, hipócrita, insensato! Tu sumisión es una comedia inventada por el bueno de Miquis, deseoso de evitarme disgustos y con los disgustos la agravación de mi enfermedad; comedia a que te prestas tú, porque en medio de tus extravíos quieres algo a tu madre, y no deseas su muerte... ¿Pero cómo he de creer en tu arrepentimiento, si tus ideas están remachadas, si tu carácter es puro bronce? Finges someterte para que yo no empeore. ¡Ay! ¡si este corazón mío no estuviera descompuesto, cómo te arrancaría yo esa máscara infame! Pero más vale que me contenga. No quiero morirme, no quiero, pues la idea de que esta casa, de que esta pobre niña van a quedar en tus manos, sin traba alguna, me horripila, me quita la conformidad con la voluntad del Señor, y me hace morir sin paz, tal vez en pecado mortal... Me contendré y fingiré creer en tu arrepentimiento».

Al llegar a esto, doña Sales se agitó un poco, manifestando alguna ansiedad en la respiración. Acercose alarmado Guerra; pero la señora le dijo: «No es nada... Éter, un poco de éter...» La enferma pareció tranquilizarse, y firme en su papel, volvió a decir que se sentía mejor. «No es preciso que veles. Estarás rendidísimo. Échate en el sofá, y descabeza un sueño».

Ángel no quiso obedecerla en esto, y se sentó frente a ella, vigilándola con profundo interés. Sin mirarle, doña Sales continuó con la voz interior su catilinaria en esta forma:

«Cuando un hombre olvida su posición social, el respeto que debe al nombre honrado de sus padres, como lo has olvidado tú, no tiene derecho a ser admitido en la compañía de las personas regulares. Yo me avergüenzo de ti y de tu conducta, y cuando me cuentan tus hazañas, se me oprime el corazón y se me paraliza la sangre. Aquí tienes la causa de mi enfermedad. Nos esforzamos en no dar a conocer nuestra pena, y por dentro se desarregla toda la máquina... Yo le doy esto al más pintado, a ver si lo resiste. Una persona como yo, que en su familia no ha visto nunca más que ejemplos de honradez, de cristiandad y de moderación, ¿ha de sufrir con calma que su hijo, su unigénito, se pase la vida entre la gente más desalmada, tramando conspiraciones soldadescas, pretendiendo invertir la sociedad para traernos aquí la anarquía, y eso que Taramundi llama el cuarto estado, que yo entiendo es el populacho ignorante, vengativo y puerco? ¿Hase visto delirio semejante?... Pero ¡ay, hijo mío, que si todo esto es mucho, tú hazaña última da a todas quince y raya! Todo lo sé, todo lo sé, que aquí tengo a mis amigos que me informan punto por punto... Y por fin no han fusilado a ese Campón; lo que prueba, como dice Taramundi, que aquí no hay Gobierno, y estamos a merced de los pillos... Pues no contento con mangonear en todo ese infernal desbordamiento revolucionario, se sospecha que anduviste con los que asesinaron vilmente a los dignísimos oficiales que iban a cumplir con su deber... Esto, esto me ha llegado al alma... Esto, esto me abrió en al corazón la brecha por donde se sale toda la sangre a borbotones para correr y agolparse donde no debe... Esto, esto me ha formado aquí, en medio del pecho, el nudo horrible que ataja la sangre y me corta la respiración. Podría yo haberme resignado a la vergüenza de tu radicalismo bárbaro, de tus conjuraciones dementes, y a que te divorciaras de tu familia y de mis amigos de toda la vida; pero esto de unirte a los asesinos, esto de matar a hombres de honor, esto, Ángel, es tan grave que... que... ¡Ay, Dios mío, paréceme que me entra la disnea!... No, me contendré... Alejaré del pensamiento las ideas tristes, y procuraré ahogar la cólera... Dios mío, ¿cómo quieres que viva así? No es posible. Rezaré un poco, a ver si pasa. ¡Virgen Santísima, que no me ahogue tan pronto!... Ya, ya pasa. No ha sido más que un amago... Respiro bien».



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