Ángel Guerra (Galdós)/028

Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo IV - Leré

de Benito Pérez Galdós


Pues sí, señor, se me apareció la Virgen y me dijo: «Pobrecita, tú has nacido para padecer y ser esclava. Alégrate, que la mejor de las voluntades es obedecer siempre, y la mejor libertad no tener ninguna, y esperar sólo trabajos, obligaciones, molestias, y en una palabra, esclavitud. De niña, fuiste sometida a mil pruebas difíciles. Mujer, sometida serás a mayores pruebas. No pienses en nada agradable para los sentidos; no te recrees más que en sufrir, y acude siempre a donde quiera que veas dolores, miserias y penalidades. Desprecia la felicidad, y humíllate siempre, pues siempre has de ser sierva...» Así me habló, palabra por palabra, y por esto aunque la vida del convento me gustaba, como las señoras de Rojas no querían que me quedase allí, dispúseme a obedecerlas y a ir adonde me llevasen... Pues verá usted: otra noche se me apareció mi madre y me dijo: «Hija de mi corazón, me he muerto. Reza por mí y no te cases nunca». Al día siguiente supe la muerte de mi madre, ocurrida repentinamente. Fue una angina de pecho, según me contaron. Sintiose malita al volver del río, y se echó sobre la cama: a media noche era cadáver. Mi padrastro no vivía ya con ella, y según dijeron, andaba con los Juanillones... A mi hermano el músico le habían pensionado ya, y estaba en Madrid. ¿Y el pobrecito monstruo? ¡Ay! Esto era lo que a mi me ponía en grandísima inquietud. Por dicha de él y mía, le recogieron mis tíos, y con ellos vive.

A poco de quedarme huérfana, las señoras de Rojas me llevaron consigo ¡qué pena dejar el convento! Pero como la Santísima Virgen me había dicho «ríete de la felicidad... obedece siempre... abomina de todo lo que te gusta» no hice la menor resistencia. ¡Y cuánto me querían aquellas señoras! Enseñáronme mil cosas útiles, y cuando murió la mayor, doña Cayetana, doña Pía me recomendó a su madre de usted para niñera o institutriz de Ción. Una tarde me trajo el Sr. Pintado a Madrid, en el tren, y en la estación estaba D. Braulio esperándome. Dos años hace que entré en esta casa. Lo demás lo sabe usted, y aquí se acabó mi cuento. He procurado cumplir con mi deber, y ser esclava de la señora, la que me tomó cariño, y me trataba como una madre. Ella mandando y yo obedeciendo sin tener más voluntad que la suya, hemos vivido en perfecta armonía, como alma y cuerpo, que siendo dos, parecen uno. Llevose Dios a la señora; he cambiado de amo. Me consagro a cuidar la niña, siempre que usted no lo disponga de otra manera y me plante en la calle.

-¡Plantarte en la calle! Tonta ¡qué cosas se te ocurren! -le dijo Guerra con calor-. Ción y tú formáis ya una especie de unidad indivisible. Ni la niña puede vivir sin ti, ni tú sin ella, ni yo sin las dos... porque mi madre te enseñó a gobernar tan bien esta casa, que eres en ella insustituible... Acepto tu esclavitud como un beneficio del Cielo, y yo cuidaré de que las cadenas no te pesen mucho... Pero se me ocurre una duda, y has de satisfacerla al momento. Vamos a ver: si yo me casara... comprenderás que no tendría nada de particular... pues si yo me casara y diera a mi Ción una madrastra, ¿te conformarías...?

-¿Yo?... ¡otra! ¿tengo algo que ver con que usted se case o se deje de casar?

-Te pregunto si, casándome yo, seguirías al lado mío.

-Obedezco siempre, lo mismo si me mandan irme, que si me mandan quedarme.

-¿Y obedecerías a mi mujer?

-Claro que sí... siempre que no me mandara cosas contrarias a la ley de Dios...

-Qué ley ni qué... Supongamos que te tiranizara, que fuera exigente, antipática, regañona; que te obligara a trabajar con exceso sin darte descanso, y que te regateara y te usurpara al fin el cariño de Ción. ¿La obedecerías?

-He dicho que sí.

-¿Fuera quien fuese?

Ante esta condicional, Leré vaciló un instante; pero pronto imperó en sí misma diciendo:

-Fuera quien fuese, porque yo nací para la servidumbre, para el cansancio, para obscurecerme y no ser nunca nadie, y cuando las cosas se me arreglan de otro modo, paréceme que es ilusión, o que Dios me pone delante una felicidad de pacotilla, a ver si me dejo engolosinar por ella y caigo en la tentación de preferir los bienes de esta vida a los de la otra.

Estas afirmaciones, que revelaban el temple de alma de la moza aquella, pareciéronle a Guerra inspiradas en un sentido falso de las cosas divinas y humana; pero aun así la desmedida grandeza de tal idea le subyugaba, y enmudeció ante ella, tributándole el respeto debido a los errores que implican abnegación. Aquella noche no hablaron más que de cosas pertinentes al gobierno de la casa, en la cual, gracias a Leré, no se echaban de menos la autoridad y pericia doméstica de doña Sales. En esto la satisfacción de Ángel era completa, pues en lo tocante a su servicio personal, al orden de todas las cosas que directamente le atañían, nunca se vio en su propia casa tan bien atendido. Leré le cuidaba, no mejor que Dulce, porque esto era imposible, pero sí lo mismo, estudiando sus gustos, sus deseos y hasta sus manías, para que nada le faltase.

Pero fuera de lo perteneciente a su servicio directo y personal, a cada instante encontraba motivos para dar a conocer su carácter brusco y autoritario. Si con Leré no reñía nunca ni podía reñir, con Braulio andaba siempre de puntas por cualquier insignificancia. Bien conocía la honradez intachable del administrador, y sobre esto no había cuestión, pero le acusaba de torpeza, de olvidos, de entenderlo todo al revés. Gracias que aquel bendito era hombre de paciencia sin igual, y bien lo había probado en tiempo de doña Sales. Con Pintado también tenía Ángel agrias cuestiones, por el reparto de la considerable suma que su madre había dejado para misas. Trataba el nuevo amo al capellán y amigo de la casa sin ningún respeto, y tanto miedo llegó a cogerle D. León, que una tarde, despidiéndose a la francesa, no paró hasta Toledo. Con los testamentarios, Medina, Taramundi, D. Francisco Bringas y el marqués de Casa Muñoz, los rozamientos eran continuos y de mucha aspereza. Cuando alguna duda surgía, Ángel opinaba siempre en contra, y en aquellos asuntos de indudable claridad, en que no había más remedio que someterse, lo hacia gruñendo, lastimándoles con palabras desabridas.

Bueno será advertir que en su testamento disponía doña Sales del quinto, destinándolo a obras piadosas y a sufragios por su alma. El resto de la fortuna constituía la legítima de su hijo, y ningún entorpecimiento hubo ni haber podía en la transmisión. A Guerra no le contrarió que su madre hubiese dispuesto del quinto de los bienes, pues era hombre muy desinteresado; pero le molestaba la ingerencia de aquellos señores, para él atrozmente antipáticos, y habría preferido que su madre le hubiera encomendado a él solo la distribución de mandas y limosnas. Una tarde le cogió de mal talante el pobrecito D. Francisco Bringas; palabra tras palabra, Guerra se cegó, y por poco hay la de Dios es Cristo. Paco después la emprendió con Braulio, a quien dijo que no sabía donde tenía la mano derecha. El altercado amenazaba tomar proporciones, porque el pobrecito del administrador, harto de sufrir, creciose al castigo, y sabe Dios lo que habría pasado, si Leré, cogiendo solo a su amo, no se hubiera permitido amonestarle con aquella severidad dulce que era su secreto. ¡Cosa extraña! La humilde jovenzuela, que alardeaba de no tener voluntad, aventurábase a reprender al que con su mal genio hacía temblar a todos los de casa. La que practicaba la religión de la obediencia, ejercía de autoridad con el déspota, obediente solo a sus caprichos.

-¡Qué mal hace usted -le decía-, en no comprender que la cólera es un tormento que las personas se dan a sí mismas! Quiere amargarse la vida, como si la vida no tuviese por sí mil amarguras. Y es además pequeñez de alma enfadarse sin motivo con ese bendito de Dios. ¿Pero no ve usted que con esos regaños sin ton ni son, se aturrulla más, y el infeliz se equivoca y suda el kilo solo por el miedo que le tiene a usted? Lo mismo que acoquinar al pobrecito don Francisco Bringas, que es un palomo sin hiel. Pero el pobre señor, ¿qué ha de hacer más que cumplir la ley? Y no salga usted por el registro de que la ley es estúpida. Pero qué, ¿se va a poner el pobre don Francisco a reformarla? Estúpida o no estúpida, él la tiene que cumplir, pues para eso lo designó doña Sales. Es preciso que usted se amanse. ¿De dónde ha sacado que todos los que le rodean y le sirven estas obligados a sufrirle? Así no se puede vivir en el mundo. Mándeme usted a mí despóticamente, desahogue en mí esa fiereza, y trate a los demás con agrado y cómo se debe tratar a los semejantes.

De primera intención, Guerra le contestaba mandándola a paseo; pero la amonestación caía en su alma como un bálsamo y le aplacaba. A poco de esto, volvió a entrar Braulio en el despacho de su amo trayendo unos apuntes que aquel había pedido, y se pasmó de encontrarle bastante menos áspero que antes, y con cierta inclinación a la indulgencia. Al siguiente día, quizás por haber mediado una nueva fraterna de Leré, notaron todos en el señor suavidades inusitadas, que les llenaron de asombro. Por la noche, hallándose la fiera en su despacho, entró la toledana y le dijo:

-Ahí está el bienaventurado D. Francisco Bringas. Trae una cara de terror que da lástima, y viene con el refuerzo del marqués de Taramundi, el cual me parece que no las tiene todas consigo. No sea usted soberbio, y recíbales como le recibirían ellos a usted.

No dijo más. Bringas y Taramundi se pasmaron de lo tranquilo y humanizado que estaba el hijo de doña Sales, y aquella feliz noche vieron expedito el camino para resolver algunas cuestiones pendientes en la testamentaría. El mismo Guerra se hizo cargo ¿cómo no? de la misteriosa autoridad de Leré sobre sus nervios insubordinados y sobre su genio díscolo y batallador. ¿Qué artes celestiales o demoníacas tenía aquella pobre mujer de los ojos temblones, para aplacar su cólera con cuatro palabras? ¿De dónde, de qué orden de sentimientos emanaba tal poder? Si era tan débil: que se declaraba obediente hasta el servilismo y humilde hasta la anulación de su personalidad, ¿cómo gobernaba lo más difícil de gobernar, las pasiones y la soberbia del nuevo amo? Guerra no entendía bien esto, ni se devanaba los sesos por penetrar las causas de tal fenómeno; pero ello es que sentía una inclinación efusiva hacia los temperamentos de paz y concordia siempre que se encontraba en compañía de Ción y Leré, recreándose en la travesura hechicera de la niña, y departiendo con la maestra, que moralmente le cautivaba, no sin que descubriera cada día en ella encantos físicos hasta entonces mal observados. Sus ojos bailadores le hacían muchísima gracia, y el cuerpecillo esbelto y ágil, las formas redondeadas y el abultado seno de la sierva no le parecían ciertamente de paja.



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Ángel Guerra (Segunda parte)