Ángel Guerra (Galdós)/012

Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo II - Los Babeles

de Benito Pérez Galdós


Dos cosas calmaron el coraje homérico de D. Simón García Babel: la presencia de su hija, que solía ser nuncio de una era de provisiones, y estas palabras de doña Catalina, que cayeron en medio del campo de Agramante como una bomba de paz: «Ea, Simón y Pito, estúpidos, no os sofoquéis, que vamos a cenar». Esta frase sublime determinó en la cara del inválido marino una iluminación singular. El resplandor indeciso de sus ojos azules parecía llamarada de alcohol flotando sobre la aspereza del corcho insensible. Cara más áspera, más amojamada no se podía ver, comparable quizás, más que al alcornoque, a una esponja vieja y reseca, surcada de cortes y desgarraduras profundísimas. Era su frente cuarteada, como la piel del cocodrilo; su pescuezo como un manojo de raíces de droguería; sus manos, forzudas aún, revelaban parentesco con el cabo de filamento de coco; sus barbas blancas a trechos, a trechos verdosas, crecían entre las grietas de la piel como el escaramujo en un casco que ha navegado largo tiempo sin entrar en dique.

Don Simón, acariciando a su hija y desenojándose, súbitamente, le dijo: «¿Has visto ese majadero de Bailón? ¡Proponer que haya Cortes Constituyentes! Eso no se le ocurre ni al que asó la manteca».

Y el cura renegado, saludaba familiarmente a doña Catalina, diciéndole: «A su marido de usted, a ese chiflado, hidrófobo, hay que ponerle un bozal. ¡Defender la dictadura! Yo quiero que la ley vaya siempre delante, y que todo se haga conforme a derecho». -Dulce, hija de mi alma -dijo D. Pito a su sobrina, sin abandonar su posición indolente; ven acá, da un abrazo a tu pobre tío, que está con el cigüeñal roto, los fuegos apagados... ¡Ay, no me puedo mover! La pierna de estribor no gobierna, chica, y el mamparo éste (la boca del estómago) parece que se me quiere subir a la escotilla. Tú siempre tan simpática. ¿Nos traes auxilio? Si no fuera por ti, ¡qué sería de estos pobres cascos...! ¡Carando...! Cuéntame, ¿qué es de tu vida? ¿Y ese pobre Guerra...?»

La entrada de Naturaleza aplacó los ánimos irritados, y hasta D. Simón parecía transigir con que hubiera Cortes Constituyentes. Llegose a su amigo, y mediaron nobles explicaciones sobre los voquibles pronunciados en el hervor de la patriótica contienda. La de Alencastre fue a la cocina, mientras su hija ponía la mesa, entendiéndose por esto el tender un mantel de tres semanas y colocar sobre él unos cuantos platos y cubiertos, salero, y un perrito de porcelana, sin cabeza, en cuyo lomo se clavaban los palillos. Dulce era condescendiente y amable con todos, y el único a quien no tragaba era Bailón, porque en verdad no parecía bien que aquel gorronazo, que pasaba por rico en la vecindad, y prestaba dinero con usura, se convidase a cenar, consumiendo parte no floja de la exigua pitanza. La conversación se reanudó en tonos templadísimos, y las ideas de tolerancia y mutua consideración flotaban sobre la mesa, como las nubecillas de un cielo sereno sobre campo en que se ven señales de buena cosecha.

Don Simón tiene la palabra:

-Venga la revolución de cualquier manera, que es lo que importa. Tabla rasa, y después veremos. Yo le escribí a D. Manuel el mes pasado, a raíz del fracaso, y le decía: «No hay que desanimarse... Esto se derrumbará por sí solo, y se deshará como un azucarillo rociado con agua. Después, los que nos sabemos al dedillo las necesidades del país, por habernos quemado las cejas estudiándolas, le daremos a usted los materiales para que los vaya mandando a la Gaceta. Nada de Parlamentos, ni discursos, ni vocinglería. Gaceta, Gaceta y Gaceta. En ocho días, España del revés, como se vuelve un calcetín». Y a vuelta de correo me contestó...

Aquí estuvo a punto de reproducirse la anterior tempestad, porque Bailón, soltando la carcajada, dejó al otro con la palabra entre los dientes. En un tris estuvo que el clerizonte le dijera: «No sea usted mamarracho. Ni usted ha escrito a D. Manuel, ni el D. Manuel ese le hace a usted maldito caso». Pero no quiso exacerbar a su amigo, y todo quedó en un tiroteo de frasecillas irónicas.

-Como quiera que sea, Simón -apuntó D. Pito-, arréglalo pronto, que más perdidos de lo que estamos no podemos estar. Soy modesto en mis aspiraciones. Me contento con una ayudantía de Marina en cualquier puerto de tercera clase.

-¡Pero qué simple es usted! -le dijo Bailón. ¿Cree que entonces habrá ayudantías, ni marina, ni siquiera puertos?

-Señor de Bailón -saltó Babel entre despreciativo y amenazador-, ¿usted qué sabe lo que habrá ni lo que no habrá? En otras manos está el pandero. Descuide usted, que hablará la Gaceta, y entonces sabrán todos cómo se corta el queso. Lo que puedo anticiparle, y usted me cree o no me cree, según le convenga, es que las Clases Pasivas se liquidarán con un papel que crearemos al efecto; que el ejército nuevo costará la décima parte que el antiguo; que las misas páguelas quien las oiga, y que no se permitirá retener los sueldos de los empleados civiles ni militares... Por ahí le duele a usted. ¡Ah! por eso quiere Cortes Constituyentes, y discurseo, dictámenes y líos, y patetas, con el fin de empapelar la revolución, para que todo siga como ahora está.

-No, si yo no quiero nada, mi amigo señor don Simón -dijo el cura renegado echándose a reír-. Que haya orden y moralidad es mi único deseo.

-Moralidad, eso...-exclamó D. Pito dando puñetazos sobre la mesa.

-¡Moralidad, moralidad! -repitió Babel atusándose los bigotazos-. De eso se trata. Pues vea usted: yo sostengo que la revolución no hará la moralidad de golpe y como por ensalmo, pues en país tan corrupto como el nuestro, donde la máquina está oxidada, no es fácil limpiarlo todo en un día, ni en dos... pero ni en tres... Se hará lo que se pueda. ¿Cómo? ¡Ah! No lo debo decir.

-Lo primero que tenéis que hacer -propuso don Pito-, es colgar de una verga a tantísimo tunante y tantísimo ladrón. Que la paguen, que la paguen, y así los que vengan detrás aprenderán a andar derechos. Y yo pondría en cada oficina un contramaestre armado de un buen bejuco, y a rebencazo limpio les haría trabajar a esos gandules de empleados... Al que faltara o me hiciera algún chanchullo... a ver, trincarme a ese... un boca-abajo... doscientos palos, sal y vinagre en las heridas, y a otro... ¡Ah, qué administración tendría yo si me dejaran! Daría gusto verla, y el país agradecido me llamaría su padre, padre de la patria. Sí, no hay que reírse ¡yema!,Y a los diputados les haría andar más derechos que un palo macho. Al que dijera algo contra la libertad, o al que me armara intrigas y enredos, ¡listo! codo con codo a las islas Marianas. Desengañaos, es el gran sistema. A la pillería de este país, no hay quien la baraje sino con la ley del componte. ¡Eh! Sr. Cánovas; o Sr. Castelar, o señor Sagasta: ¿qué me dice usted ahí? ¿Qué los derechos y qué la prerrogativa, y que sí y que no, y qué pateta? Póngase usted boca abajo, que le voy a explicar mis doctrinas constituyentes y el alma pastelera del tío Carando... Veríais cómo andaban todos derechos. Si no hay otra manera, desengáñense, no la hay. ¡Conozco a la humanidad, porque he bregado mucho con ella, y sé que es un animal feroz si no se le sabe domesticar!...

La conversación siguió en estos tonos, de grotesco humorismo. Servida la cena, toda la familia cayó sobre ella con alegre voracidad, no siendo el intruso Bailón el menos aplicado a despacharla.. Dulce fue a llamar a su hermano Fausto y a su primo Policarpo, que abstraídos en misteriosa faena, dentro de la estancia llamada laboratorio, no hacían caso de los repetidos llamamientos de doña Catalina para que fueran a cenar. Se habían encerrado por dentro, y Dulce tocó una y otra vez en la puerta, hasta que al fin abrieron; pero no pudo la joven satisfacer su curiosidad, pues antes de abrir ocultaron todo, cubriendo con periódico los objetos diversos que sobre la mesa tenían. El aposento era pequeño, con ventanas a un fétido patio, y de la pared pendían formas extrañas, figuras de Guiñol, de estúpida cara, una cabeza de toro disecada, un estantillo con varios frascos de reactivos y barnices; libros viejos y sucios; en el suelo piedras litográficas, montones de periódicos, herramientas diversas, todo en el mayor desorden, mal oliente, pringoso, polvoriento.

-Pero ¿qué demonios hacéis? -les dijo Dulce, tapándose la nariz-. ¡Qué asco! No sé cómo respiráis en esta sentina.

El uno se restregaba los ojos, encendidos por la fatiga de un largo trabajo con luz artificial, y el otro limpiaba unas plumas, guardándolas cuidadosamente.

-Primita -dijo Policarpo con insinuante voz-, ¿por qué no te corres con un par de pesetillas? Ten compasión de estos esgalichaos.

-Pero, ¿qué hacéis? ¿en qué os ocupáis? decídmelo -replicó Dulce sacando su portamonedas.

-Se lo diremos para que no crea que es cosa mala -indicó Fausto, limpiándose las manos con un trapo más sucio que ellas-. Hemos hecho unas aleluyas políticas... cosa de gracia, y ahora estamos con el lapicero mágico, porque el juguetillo del gato y el ratón ya no hay quien lo compre. Fabricamos chucherías que se venden en la Puerta del Sol a perro chicó. Miseria, hija, miseria. Pero, verás, con el Cálculo infalible de las jugadas a la lotería que estoy inventando ahora, hemos de ganar muchísimo dinero.

Dulce les dio la limosna, que ellos agradecieron mucho. Por cierto que si se descuidan en ir a cenar, no encuentran más que los platos vacíos porque los manjares, a saber, tortilla, salchichas, jamón, arenques, etc.... volaban que era un gusto de los platos a las bocas, y los comensales semejaban maestros de prestidigitación, por la rapidez con que hacían desaparecer la comida. El general apetito mataba la plática,y solo se oía el ruido de masticaciones diferentes, y el picoteo de los diestros tenedores, cogiendo la ración. Por derecho consuetudinario, la botella estaba bajo la jurisdicción y custodia de D. Pito, quien no escanciaba en los vasos sino raciones muy medidas, teniendo algo que rezongar cuando se le pedía parte de lo que él estimaba de su exclusiva pertenencia. Naturaleza, siempre humilde tomaba lo que le daban sin permitirse reclamar. Los desperdicios eran siempre para él, y es fama que en cierta ocasión se contentaba con los huesos de las aceitunas, aunque el caso no está comprobado. Fausto y Policarpo devoraban, el jefe de la familia cumplía como bueno, y doña Catalina no comía más que pan pringado, entreverando las degluciones con suspiros, que sacaban pedazos del alma, a medida que iban entrando pedazos de alimento.

Terminada la cena, despedíase Dulce de su madre en la puerta de la cocina, cuando vio venir por el pasillo adelante, arrastrando la pata derecha, al gran don Pito, auxiliado de un bastón, eructando y echando maldiciones contra el reuma. Al verla se regocijó, como siempre, y la invitó a pasar a su cuarto, donde la obsequiaría con una copa de lo que resucita a los muertos.

-Ya, ya van al aguardentazo -dijo doña Catalina furiosa-. No hay mayor perjuicio que dar de comer a estos borrachones, que no pueden digerir si no se llenan el cuerpo de esa ponzoña.

Don Simón apareció en seguimiento de su hermano, tarareando aquello de cuatro boqueroncitos, y al oír las expresiones de su cara mitad, tomó el tonillo zumbón para decirle: «Prenda mía, ya sabes que yo no empino. Mi hermano es el que se encandila. Yo no lo cato, por no ofenderte, y aquí me tienes rendido, y dispuesto a besar tu real pata».

-Anda, gandul, mejor emplearas en trabajar ese talento, ese pesquis que maldito para qué te sirve.

-Camarera -gritó D. Pito entrando en su cuarto, próximo a la cocina-, no se incomode usted. Yo solo bebo, pero es para abrigarme por dentro, tapándole las rendijas al frío. Entra tu, Dulcenombre, y lo probarás.

-¿Yo? ¡qué asco!

El cuarto del capitán de barco no tenía más que el tamaño suficiente para una angosta cama, una percha, rinconera que hacía de mesa de noche, y lavabo de trípode de hierro, en cuya jofaina difícilmente cabía un azumbre de agua. Más que cuarto parecía camarote. Sobre un estantillo de mala muerte veíanse los planos arrollados y sucios, el sextante cubierto de cardenillo, y la caja vacía de los cronómetros; de un clavo pendía el capote de agua; el baúl claveteado, que hacía las veces de silla y de sofá, guardaba un aneroide roto, algunos libros de derrota y otros restos del ajuar del marino. Sentase éste en la cama, después de haber sacado de los bolsillos del capote de agua (que de alacena le servían) una botella y una copa, y allí, ante su sobrina y cuñada, se sirvió ración bastante para tumbar a cualquier cristiano. Pero el maldito tenía la cabeza hecha a las fuertes presiones, y sólo se ponía un poquitín alegre, y le entraba una especie de ternura humanitaria, perdonando a los que antes quería matar a latigazos. Su hermano se obsequió con media copa, y tanto instaron ambos a la noble doña Catalina, que probó la ginebra, haciendo mil visajes, y carraspeando. Hasta el comedor donde Bailón preparaba el tablero de damas, llegó el olorcillo, y el clérigo acudió a las voces que le daba D. Pita: «Capellán, capellán, que estamos pasando la línea, y hay que remojarla». Y acudía el capellán para alumbrarse un poco, y como quisieran hacer lo mismo Policarpo y Fausto, su madre les despachaba con un bufido: «¿También vosotros? A la calle, bigardones. Harto hacemos con llenaros el buche». Salían ellos refunfuñando, y los demás se convocaban en la sala, con júbilo febril, dispuestos a charlar y disputar, riendo como locos hasta más de media noche. Doña Catalina se dormía como un cesto.

Salió Dulce de la leonera con el corazón oprimido, llorando mentalmente y presagiando desdichas, calamidades y tragedias.



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