Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo III - La vuelta del hijo pródigo

de Benito Pérez Galdós


I editar

Sin quitar ni poner nada, contó a Guerra su amante lo que había visto y oído aquella noche en la cueva de los Babeles, y si algunas cosas, de puro carácter sainetesco, les movieron a risa, en general la situación de la familia sin ventura despertaba en ambos compasión muy viva. Dulce se angustió considerando que el problema vital se presentaba en aquella casa con peor cariz cada día, y Guerra habló de los peligros que podía correr su seguridad personal, si alguno de los Babeles daba en la tecla de denunciarle, y aunque Dulce porfiaba que su padre y hermanos no le venderían nunca, él no las tenía todas consigo. «De D. Pito no temo nada. De tu padre estoy menos seguro, y en tu hermano Arístides no tengo maldita confianza. Esa miseria desesperada y rabiosa, esa limpieza de bolsillos, esa falta de ropa en persona acostumbrada a vestir bien y a darse buena vida, son muy de temer. En tales condiciones, un hombre de su temperamento y de sus hábitos me asusta como un animal venenoso. Luego, no puedes figurarte entre qué clase de gentes anda, lo más perdido y desastrado del mundo. ¿Crees tú que se pasa las noches conspirando y que le desvela la política? ¡Quiá! Nosotros, los que anduvimos en las correrías del mes pasado, no le hemos visto por parte alguna, ni sabemos que se haya comprometido en nada. ¿Sabes dónde está en este momento? En un garito que hay en la escalerilla de la Plaza Mayor, junto al café de Gallo. Allí le tienes de punto fijo, viéndolas venir. En cuanto a tu ilustre papá, ya sabes que con todo ese republicanismo de cháchara y la farsa de cartearse con D. Manuel, se pasaba las mañanas adulando a don Basilio Andrés de la Caña, ese que está en Hacienda, para que le vuelvan a nombrar inspector del Timbre... Y por si no cuaja, marea también a Juan Pablo Rubín, el de Gobernación, para sacarle una placita de la ronda secreta.

En los días que siguieron a la mencionada visita a los Babeles, los recursos pecuniarios de la pareja ilegal fueron mermando hasta ponerla en situación dificilísima. Dulce, como antes se ha dicho, hacía milagros de administración, y nadie sabe el partido que sacaba de una peseta. Si Guerra hubiera tenido fe y hábitos religiosos, habría dado gracias a Dios por el hallazgo de aquella mujer incomparable, tan bien cortada para la adversidad, que no sólo parecía resignada, sino satisfecha con la pobreza, y daba siempre una acentuación humorística a sus cálculos para estirar el dinero o para aprovechar los víveres, como los aprovecharían los náufragos refugiados en una balsa en medio de las olas, esperando ver pasar un buque. Su temple era siempre el mismo, y su natural bondad y dulzura mayores quizás en aquella vida de prueba.

Pero llegó un día, ya muy entrado Octubre, en que vio Ángel la necesidad imperiosa de salir de su guarida en busca de recursos. Ya no podía dilatar más tiempo el trámite imprescindible de acudir a su madre. Temblaba de pensarlo. ¿Cómo le recibiría? De fijo muy mal. El carácter inflexible y los modos autoritarios de la buena señora presentábanse en su viva imaginación con caracteres aterradores. Una noche decidiose a salir, no con ánimo de entrar en su casa, sino de rondarla, imaginándose que de este modo se familiarizaría con la idea terrible de hacer frente al tirano que la habitaba. Disfrazose lo mejor que pudo, y como las noches empezaban a refrescar, pudo echarse la capa para ocultar el brazo que llevaba en cabestrillo; encasquetose una gorra de pelo y a la calle. Era la primera vez que salía después de la famosa noche del 19 de Septiembre, y todo le parecía extraño, los escaparates, los tranvías, las personas, hasta los perros.

No tardó en llegar a su barrio natal, que es aquel olvidado rincón de Madrid comprendido entre la plaza de las Descalzas, la costanilla de los Ángeles, las calles de la Flora y de Preciados. Pasó por su casa, situada más arriba de la plazuela de Trujillos, con vuelta a una de las estrechas y solitarias calles que parecen prestadas por la parroquia de San Pedro a la de San Ginés. La urbanización novísima las envuelve sin penetrar en ellas, y la soledad y paz de aquella isla apenas son turbadas por el rumor de las corrientes que pasan lamiéndola por un lado y otro. La casa de Guerra es de fines del siglo XVII, restaurada, de un carácter arquitectónico muy madrileño, toda de ladrillo, menos la holgada puerta rectangular, de jambas almohadilladas y dovelas enormes; los balcones de hierro sostenidos por palomillas del propio metal, retorcido y moldeado. La restauración moderna de este edificio concuerda en carácter pintoresco con su severa fábrica antigua. Los paramentos altos hállanse pintados de rojo imitando ladrillo descubierto, y en las ventanas y machones se ha simulado también con pintura bastante hábil un almohadillado de piedra semejante al de la puerta. El piso bajo imita sillares berroqueños, y sus huecos hállanse defendidos por colosales rejas. Este tipo de fachada, tan común en el Madrid antiguo, no carece de elegancia y grandeza, y aun con su deleznable pintura, decora y urbaniza mejor que esas antipáticas fachadas modernas de labrada escayola, todas afectación, petulancia y fragilidad.

Después de pasar varias veces por delante del portal sin ver a nadie, observó Guerra atentamente los balcones de las dos fachadas, por si algo se descubría en alguno, de donde pudiera colegirse lo que dentro pasaba. Ni en el cuarto de la señora, ni en el de Leré se veía luz. Todo cerrado a piedra y barro. Ningún indicio, ningún dato, ninguna claridad. Sólo en uno, de los balcones vio colgada ropa blanca, que debía de ser de la niña. Verificada esta inspección, empleó largo tiempo en recorrer las inmediatas calles de la Sartén, las Conchas, las Veneras, la Ternera. Érale tan familiar aquel trozo de Madrid como el interior de su propia casa, y conocía de vista y de trato a casi todos los vecinos de las tiendas y prenderías. En la puerta de la taberna de las Conchas estaba el tabernero hablando con la dueña de la pollería, y ninguno de los dos le conoció; tan bien disimulaba su persona con la peluda gorra hasta las orejas y el embozo de la capa hasta los ojos. Iba y venía, y a nadie llamaba la atención aquel rondador nocturno, pues es cosa corriente encontrar en cada esquina de Madrid algún entapujado de tal catadura, el cual suele ser Tenorio de menor cuantía, que ojea doncellas de servir o Maritornes inservibles.

No decidiéndose a entrar, Ángel acechaba al criado aquel; que dio noticias a Dulce pocos días antes, y se admiraba de que habiendo vigilado tan cuidadosamente las calles que a su casa conducían, no hubiera tropezado ya con aquel demonio de Lucas. Imposible que en tanto tiempo dejase de salir con alguna comisión o recado. Era además hombre muy callejero per se, y en cuanto concluía los quehaceres más perentorios, bajaba a tomar el fresco y a charlar con las lecheras de la esquina de enfrente. ¿Qué diantres le pasaba aquella noche, para contravenir sus hábitos de toda la vida? Esto pensó Guerra, metiéndose y sacándose por las calles, y fatigado ya de tantas vueltas y remolinos. Por fin, cuando no se acordaba ya del criado, al desembocar de la calle de la Sartén... paf, ¡Luquitas! Este no le conoció. Fuese tras él su amo y le agarró por el pescuezo.

-¡Ay, Dios mío, el señorito aquí!... Le creíamos en Francia o qué sé yo dónde... ¡Ni siquiera escribir para dar noticias de si vivía o moría!... ¿Qué hace que no entra corriendo a ver a la señora, que está...?

-¿Cómo está mi madre?

-Muy mala; pero muy mala. Mañana, junta de médicos. Vengo de llevarles los avisos de parte del señor don Alejandro Miquis.

-No me engañes, Lucas. Me cuentas eso, para que entre... Mira que te pego sino me dices la verdad. Mi madre no está tan mala como dices.

Con estas palabras artificiosas quería Guerra envalentonarse, y pasar hacia abajo el nudo que se le había puesto en la garganta y que no le dejaba respirar.

-Entre y véala... Pero qué, ¿será capaz de no entrar? ¡Valiente disgusto le ha dado a la señora! ¡Qué días y qué noches está pasando la pobrecita!... con aquel ahogo que le corta la respiración, y aquellos letargos que le dan... Lo que hay es que como tiene tanto coraje y tanto tesón doña Sales, si no fuera por lo que se desmejora, no se le conocería la procesión que le anda por dentro.

A Guerra sí que le andaba por dentro procesión de las más lúgubres, al oír tales cosas.

-Dices que... ¿junta de médicos?

-Sí, señor; y ha venido de Toledo el señor canónigo Pintado a administrarla.

-¿Y qué más, hombre? ¿Qué más noticias malas tienes que darme? Te estrangulo si me engañas... Di otra cosa. ¿Y mi hija?

-La niña tuvo un resfriado; pero ya está bien, gracias a Dios. Pregunta cuándo viene de Francia su papá, y a todos nos vuelve locos con sus monerías y con lo mucho que sabe.

-Otra cosa. ¿Quién está ahora en casa?

-Cuando yo salí no había nadie más que D. Braulio, que desde que la señora se agravó, duerme aquí todas las noches. Estuvieron las señoras de Santa Cruz, de Medina y la marquesa de Taramundi. El canónigo don León vive también en casa; pero por las noches, después de comer, suele ir a la tertulia de los señores de Bringas. No vuelve hasta las once dadas. Pero, en fin, ¿entra el señorito o no entra?

Guerra dio algunos pasos hacia el portal con resolución firme; después otros tantos en dirección contraria; se detuvo, volvió a ponerse en movimiento. Su mismo propósito de entrar impulsábale a ponerse lejos, como si la puerta de su vivienda fuese un trampolín, y necesitara tomar carrera para saltarlo.


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