Ángel Guerra (Galdós)/026
II
editarNo olvidó Guerra en aquellos días luctuosos a su compañera de ilegalidad, a la que con él había compartido las dificultades de la existencia, fortificándole y sosteniéndole con su adhesión sin límites y su buena mano para el gobierno doméstico. Como la había dejado sin blanca, en cuanto pudo, envió a Lucas con una carta que contenía el dinero necesario para no perecer; y a los tres días de muerta doña Sales quiso repetir el envío por cantidad mayor, la cual pidió a Braulio. Al dársela el buenazo del administrador le dijo: «Lleva cuenta de lo que entregas a esa... familia, y no te corras mucho. Los mil reales de hoy, con los que me pediste dos días antes de tu llegada a esta casa, hacen dos mil...»
Sorprendido y alarmado, replicó Guerra que no recordaba semejante petición; a lo que añadió Braulio algunas palabras acusándole de falta de memoria.
-Trastornado estás, querido -le dijo-, y no te acuerdas hoy de lo que hiciste ayer. Como es natural, conservo la cartita en que me pedías te enviase mil reales con toda urgencia, pues te hallabas en la mayor penuria.
-El trastornado eres tú -insistió Guerra-, y conservo perfectamente la conciencia de mis actos para saber que no escribí semejante cartita, en la fecha que dices.
La confusión pasó entonces del rostro del amo al del servidor, que sofocado, limpiándose el copioso sudor de la frente, corrió en busca de la esquela, y la trajo y la puso ante los atónitos ojos del hijo de doña Sales.
Sorpresa y turbación en ambos. Guerra leyó los caracteres aquellos, y los tuvo por suyos; pero segurísimo de no haberlos escrito, descifró el enigma en esta forma:
-Querido Braulio, no te asombres de haber caído en el lazo, porque mi letra está falsificada de un modo perfecto. ¿Quién te trajo esta carta? Si no fue ese pillo de Fausto Babel, pongo mi cabeza a que fue el mequetrefe de Policarpo.
-Si he de decirte la verdad, no distingo bien las fisonomías de los Babeles -dijo Braulio abanicándose con el hongo, porque sentía un calor excesivo-. Yo no vi más fisonomía que la tuya, es decir, tu letra, y di los cuartos. Claro es que no dije nada a tu pobre mamá. Como en la carta se decía... míralo, lee... que si te enviaba el dinero, saldrías de tu escondite secreto y volverías a casa, no quise preguntarle al emisario por tu residencia. Entregué los cincuenta duros y te escribí, informándote del grave estado de tu mamá, y diciéndote que vinieras, que serías bien recibido. Como a los dos días pareciste, atribuí tu vuelta a las razones que te daba en mi carta. Veo que me estafaron indignamente tus amigos, y pues me dejé sorprender por las apariencias de tu escritura, esa cantidad la perderé yo.
-No, no faltaba más. La pierde quien la debe perder, yo. No se hable más de eso, Braulio, y para otra vez, desconfía de mis cartas.
Tanto le dolía el fraude, que le faltaba poca para echarse a llorar mientras que Guerra, afectado por el descubrimiento, no pudo olvidar en todo el día la imagen fatídica de los Babeles de una y otra rama. Con vigoroso esfuerzo mental quería extraer del seno de familia tan execrable la persona de Dulce, como quien, escarbando, saca una joya de entre las basuras del muladar. Diríase que intentaba cogerla con un palito por no mancharse los dedos; pero cuando ya la tenía casi salvada, volvía a caer y a perderse entre la inmundicia. Al escribir a la joya, anunciole que iría pronto a verla, y le encargaba que por ningún motivo ni pretexto fuese en busca de él. Aunque se tenía ya por amo de su casa, y lo era realmente, no gustaba de ver en ella a la persona que doña Sales aborrecía con toda su alma. Recibirla entre aquellas paredes habría sido una grave injuria a la memoria de la finada, una especie de provocación póstuma, y aquel hombre de ideas positivas se encontraba a la sazón en un principio de desquiciamiento moral, y le pasaban por la mente ráfagas de supersticioso y pueril miedo.
Otro fenómeno digno de observarse era que se sentía retenido en su casa por misterioso imán. Antes de la muerte de su madre, encontrábase mejor fuera que dentro, y ahora, si alguna vez hacía propósito de salir de noche con las precauciones que exigía su situación jurídica, pronto buscaba y encontraba pretextos para quedarse. Engañándose a sí propio, atribuía su pereza al temor de ser aprehendido; mas no era temor de lo de fuera, sino un inexplicable apego a lo interior de aquella morada lo que le retenía. ¿Era quizás la satisfacción del novel propietario? Quién sabe si algo habría de esto; pero más bien convendría señalar otras causas, el amor de Ción, por ejemplo, que llegó a ser en él una pasión absorbente.
La chiquilla le pagaba en la misma moneda: siempre quiso a su papá más que a su abuela, sin duda porque él la mimaba, y la abuelita no. Jugando con la niña, o departiendo con ella o iniciándola en la lectura, sentía Guerra inefable dicha. Traviesa y alborotada, Ción era un prodigio de inteligencia, y a veces hacía preguntas que paraban a cualquiera, y daba respuestas maravillosas, en las cuales al través del candor infantil se vislumbraban destellos de la ciencia divina. «Papá, ¿por qué reza tanto Leré? Si Dios le concede a Leré todo lo que le pide, ¿por qué no conseguimos que no se muriera la abuelita?... Papá, te diré una cosa: cuando la abuelita decía que tú eras malo, Leré te defendía... para que lo sepas... Papá, ¿el morirse qué es? Y los niños que se mueren, ¿crecen luego en la vida de allá, o se quedan siempre chiquitines?... ¿Quieres saber cuánto te quiero?... ¿como cuánto? Pues te lo diré. Como de aquí al Cielo... No, eso es poco, porque el Cielo está cerca. Como de aquí al Cielo tantas veces como pelos tenemos tú y yo en la cabeza, contando también los pelos del gato... mil veces. Papaíto, ¿te estarás ahora siempre en mi casa, o vas a marcharte a la otra casa que tienes?...»
Ción pronunciaba correctamente, y construía las frases como una persona mayor, lo que hacía más encantadora su charla. Sólo eran infantiles el tono y las ideas; pero en la dicción poco o nada tenía que aprender. Otra particularidad suya era que tramaba mentiras e inventaba historias con mil detalles de realidad que las hacían verosímiles. Esta mala costumbre se la combatía Leré; pero a Guerra le caían tan en gracia los donosos embustes de su niña, que los alababa, aparentando creerlos y a veces creyéndolos a pie juntillas... A lo mejor, iba contando que había llegado a la puerta de la casa un hombre con barba y preguntando por D. León Pintado, y que éste salía a recibirle, y el desconocido le entregaba una caja, de la cual sacaba después el canónigo chorizos, morcillas y una máquina de hacer pitillos. Indagado el caso, ¿qué resultaba? Pues todo mentira. Otra vez llevaba el cuento de que Faustina, la cocinera, recibía cartas de su novio, que era barbero, y le había dado palabra de casarse... Y una tarde el barbero se había metido en la casa, y llegó Braulio y tuvieron unas palabras... El barbero le dijo a Braulio que él era pobre, pero honrado... y Braulio le contestó al barbero que muy bien, muy bien, sí, pero que se pusiera en la calle. Estos cuentos con trazas de verdad no lo eran, y Ción los tramaba a cada momento, imitando la realidad con ingenio pasmoso. No condenaba Guerra en absoluto estas facultades imaginativas, que, según él, eran el tanteo instintivo de la propia fuerza pensante; sostenía que, el pensar se inicia en la infancia bajo la forma imaginativa, y que las mentiras desarrolladas con perfecta lógica eran, más que un vicio infantil, una gimnasia. A tales sofismas, contestaba Leré prohibiendo terminantemente a su discípula el referir nada que no hubiese visto.
Cuando Ción dormía y Leré rezaba, Ángel, no pudiendo separar en su ánimo la atracción de la maestra y la de la discípula, se entrometía también en las prácticas religiosas de la pobre muchacha, haciéndole mil preguntas acerca de sus creencias, rebatiéndoselas suavemente, indagando a qué santo se encomendaba y por qué prefería unas devociones a otras. La bondadosa Leré no se ofendía por aquella intervención impertinente, y replicaba con bastante soltura y donaire. Como sus creencias eran firmes, y ninguna sugestión podía quebrantarlas en su espíritu, no le afectaba la argumentación del papá de su discípula. Oía en perfecta calma, y si acertaba con la respuesta, dábala sin orgullo; si no sabía qué contestar, se callaba, renunciando a ganar laureles en el campo de la controversia; mejor dicho, dejaba a su amo los laureles, quedándose ella con la fe, que era, a su juicio, lo importante.
-No creas -le dijo Ángel en una de aquellas polémicas por él provocadas-, que me disgusta notar en ti esa firmeza de convicciones, esa fe ardiente, ciega, como debe ser la fe, y capaz de llevarse tras sí las montañas. Yo no creo lo que tú crees; pero me da por admirar a los que creen así, con toda su alma, sin hacer de la fe una máscara para engañar al mundo y explotar las debilidades ajenas. Las personas que hacen gala de proscribir todo lo espiritual me son odiosas. Los que no ven en las luchas de la vida más que el triste pedazo de pan y los modos de conseguirlo, me parecen muertos que comen. Lo mejor sería que hubiera en cada persona una medida o dosificación perfecta, de lo material y lo espiritual; pero como esa ponderación no existe ni puede existir, prefiero los desequilibrados como tú, que son la idea neta, el sentimiento puro. Porque no hay que darle vueltas, querida Leré; una idea, la idea tiene más poder que todo el pan que puede fabricarse con todo el trigo que hay en el mundo.
Leré convino en esto, y como Guerra le preguntara si las causas de su vocación religiosa eran todas puramente subjetivas (le salían de dentro fue la frase que empleó) o si por el contrario, eran de carácter externo o social, contestó la joven de los ojos temblones que había de todo, aunque más parte tenía lo de dentro que lo de fuera en su manera de ser. A la tarde siguiente, hallándose los dos en el cuarto de Ción, mientras ésta preparaba un convite en su cocina y en su comedor muñequil, Leré contó al amo ciertos sucesos de su vida que aquél ignoraba, y que cautivaron grandemente su atención.