Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo III - La vuelta del hijo pródigo

de Benito Pérez Galdós


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-Ya ves, Lucas, mi situación es muy desagradable. Ausente tanto tiempo... mamá enferma... Entraré, ¿pues no he de entrar? Pero necesito preparar el ánimo... pensar las disculpas que debo darle... En fin, déjame aquí, vuelve tú a casa, y si está allí Braulio dile... No, no le digas nada. Entraré sólo... Y mamá, ¿duerme ahora? Descansará tal vez, y no conviene que me vea hasta mañana. Pero si está despierta, bueno sería que Braulio la preparase, diciéndole que ando por Francia, que he escrito, que me he puesto en camino al saber la enfermedad, que deseo me perdone... que llegaré por momentos...

Comprendiendo Lucas la penosa incertidumbre del hijo de su ama, discurrió que para capturarle convenía la intervención de persona más autorizada, y obrando con la presteza que el caso exigía, se internó en la casa. No habían transcurrido diez minutos cuando apareció de nuevo, acompañado de un señor obeso, el cual precipitadamente se abalanzó hacia Guerra, y abrazándole le dijo:

-¡Ángel, gracias a Dios!... ¡Qué alegría tan grande!

Y sin darle tiempo a responder ni a decir nada, le empujó hacia la puerta. Como Guerra se desembozase en aquel momento, el gordo notó que tenía un brazo en cabestrillo. «¿Qué es eso, hijo? Poca cosa, sin duda. ¡Ay, qué alegrón, pero qué alegrón!... ¡Y doña Sales que había perdido la esperanza de volverte a ver...!»

Cogiéndole de la mano sana y estrechándosela con cariño, le llevó por el portal adentro, sin que el otro hiciera resistencia. Los porteros, viejo y vieja, que desde el año 53 vivían dentro del garitón situado a la derecha, conforme entramos, salieron presurosos a ver la captura del señorito de la casa, pero sin atreverse a expresar con un solo gesto su satisfacción. El portal es bastante ancho, con suelo de empedrado fino: en el fondo, dos arcos de fábrica revocada dan ingreso a la escalera, de peldaños de pino reforzados en la huella con flejes de hierro. De abigarrados azulejos es el zócalo, y el barandal de hierro pintado de verde obscuro. Cuelga del alto techo un inmenso farol prismático y sin ningún adorno, especie de cajón de cristales, dentro del cual colea en forma de media luna la llama del gas. Más arriba, en el rellano del principal, hay otra luz, próxima a la puerta de cuarterones, por donde se entra en la habitación de los Guerras. Al penetrar en el portal y subir a la escalera, la opresión que Ángel en su pecho sentía se disipó de súbito, dejando espacio a una impresión de descanso y alivio. La casa en que había nacido, aquellas nobles paredes, con las cuales su niñez y su juventud parecían formar un todo indivisible, le habló ese tiernísimo lenguaje con que lo inanimado nos dice todo lo que sabe y puede decirnos. Una sirvienta anciana, que aguardaba en la puerta, echó sobre el hijo pródigo una mirada de tierna reconvención que le hizo bajar los ojos. Como Braulio entraba de puntillas, Guerra procuró no hacer ruido. Ambos se metieron en un despachillo próximo al recibimiento.

-La señora no duerme -dijo Braulio-; pero está descansando ahora de su ahogo, y una fuerte impresión le haría muchísimo daño. Verás a la niña si no se ha dormido aún. Pero quítate esa gorra, por Dios, que el pobre Ángel se asustará de verte en semejante facha. Hace mucho calor aquí, ¿verdad?

Aquel Braulio, administrador de los cuantiosos bienes de doña Sales, representaba cuarenta y cinco años; era grueso y rubicundo, usaba gafas de oro, y sus mejillas parecían dos rosas frescas, bañadas de rocío, porque en toda ocasión le veríais sudando y sofocadísimo, cual si volviera de una larga carrera; hombre, en fin, que siempre tenía calor de sobra, como estufa encendida al rojo, y que en invierno vestía de riguroso verano. Y no obstante la riqueza de su sangre, que parecía rezumársele por la piel, y encendérsele en llamaradas en los mofletes, su temperamento era frigidísimo y su carácter enteramente contrario a la prontitud y a la irascibilidad. Todo aquel lujo sanguíneo y aquella opulencia muscular servían de continente a la calma, a la paciencia, a la minuciosidad laboriosa y al método rutinario. Abanicándose con su hongo, dijo al recién venido estas cariñosas palabras: «Doña Sales te perdonará; ten por seguro que te perdonar».

Como Ángel se levantara para salir del despacho, Braulio le detuvo diciéndole: «No te muevas, no hagas el más ligero ruido, que la enferma es capaz de oír el vuelo de una mosca. Conviene no turbar su descanso».

Llegose a Guerra en aquel instante la criada anciana que le había recibido en la puerta, y oprimiéndole la cabeza, le besó en la frente, diciendo en voz muy queda: «Al fin el Señor nos ha tenido lástima y te ha echado para acá».

La buena sirviente tuteaba al señorito, a quien había visto nacer. Él no le contestó nada. Su emoción no se lo permitía.

Secreteando, la vieja habló de este modo: «Ahora parece que está como traspuesta. Ha cerrado los ojos; pero no me fío, no, y sospecho que se hace la dormida para escuchar mejor. Hasta mañana no conviene que la veas, Angelín de mi alma, y antes habrá que prepararla».

A esto asintió Guerra, y luego manifestó deseos de ver a su hija; pero la niña dormía en la alcoba inmediata a la de la señora, y no era prudente penetrar en ella.

En esto apareció la que llamaban Leré, quien ya sabía la vuelta del hijo pródigo, y le saludó desde el pasillo, sonriendo y llevándose el dedo a la boca, con lo cual, al mismo tiempo que expresaba la felicitación por la llegada, ordenaba silencio absoluto. Por indicaciones de la misma Leré, hechas también a usanza de sordomudos, Braulio y Ángel pasaron al comedor andando de puntillas, y allí pudieron expresarse con más libertad, pero siempre moderando la voz.

Íbase Guerra adaptando a su nueva situación; disipábanse su temor y vergüenza, y la casa natal le sonreía con amoroso agasajo. En el comedor no se habían alzado aún los manteles, y por la disposición de los cubiertos, así como por los esparcidos residuos de postres, se echaba de ver que habían comido allí cuatro personas. Intacto permanecía el puesto de doña Sales. El que ocupó su hijo durante tantos años, revelaba haber pertenecido aquella noche a la considerable personalidad del canónigo de Toledo. Guerra lo conocía, y se hubiera atrevido a jurarlo.

Entró Leré en el comedor, y después de reñir suavemente a Lucas y a una de las criadas, por no haber levantado los manteles, se llegó al señorito para preguntarle por aquel desperfecto del brazo. Contestole Ángel que no era nada, y con la mano sana dio un puñetazo en la mesa, diciendo:«¡Vaya que estar en mi casa y no poder ver a mi hija!»...

-Quien se ha pasado un mes sin verla -dijo Leré entre severa y bromista-, bien sabrá esperar una noche. La señora no puede conciliar el sueño, y al menor rebullicio se altera y le entra la congoja. Tenemos a Ción en el cuarto próximo. La puerta abierta. Sólo con que yo la cerrara, ya tendría la señora para calentarse la cabeza toda la noche. Pues digo, ¡si llega a sospechar que usted ha venido...! Dios mío, impresión tan fuerte, en su estado delicadísimo, podría perjudicarla... No, no; vayamos con tiento... Ahora cuando yo entre, si está despabilada, como es de creer, le diré: «Señora, noticias del perdido... A don Braulio le han dicho que le vieron en París la semana pasada». Y mañana se le dirá que hay telegrama... En fin, yo me entiendo.

Con estas cosas se arreciaba el tumulto que Guerra sentía en su conciencia. Al propio tiempo, le mareaban los ojos de Leré, acerca de los cuales conviene dar una explicación.


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Ángel Guerra (Segunda parte)