Ángel Guerra (Galdós)/032

Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo IV - Leré

de Benito Pérez Galdós


Pero al día siguiente no hablaron nada de esto, porque Ción pasó la noche intranquila y con fiebre, lo que a todos los de casa disgustó mucho, y singularmente a Guerra, que con su disparada fantasía agrandaba lo pequeño y hacía montes y montones de cualquier contrariedad. Aunque Miquis le tranquilizó, estuvo todo el día muy mal humorado, sin sosiego, perseguido por cavilaciones y pensamientos tristes. Por fortuna, al otro día la chiquilla amaneció mejor; pero no le permitieron salir del cuarto, ni entretenerse con juegos en que pudiera mojarse. Mientras Leré daba vueltas por la casa, disponiendo diversas cosas, Ángel cuidaba de que Ción no se agitara demasiado, y de que no metiese las manos en la jofaina, pues el fregotear y lavarse era en ella verdadera manía. Para entretenerla y alegrar su ánimo, no hubo cosa que Ángel no inventara. Por la tarde, después de enredar mucho, se durmió, acostáronla vestida y bien arropada en su cama. La maestra se puso a coser, y el amo, tendido en un sillón, los pies sobre la banqueta y en la mano un periódico, por el cual pasaba los ojos sin enterarse de nada, le habló de este modo:

-Voy a contarte por qué hice tantas locuras, y por qué me metí con los revolucionarios. Desde niño, es decir, desde la segunda enseñanza, sentía ya en mí la exaltación humanitaria. Estudiaba la historia, oía cantar sucesos antiguos y modernos, y en lo leído y en lo contado, así como en lo visto directamente por mí, me impresionaban el dolor y la injusticia, compañía inseparable de la humanidad, y se me antojaba que el mal debía y podía remediarse. ¡Ensueños de chiquillo despierto y algo pedante! Ya hombre, persistió en mí la idea de que la sociedad no está bien como está, y que debemos reformarla. En un tiempo pareciome esto coser y cantar, después comprendí que la obra no era fácil; pero que debíamos arrimar el hombro a ella, acometiendo la parte de reforma que se pudiera, fiando al tiempo y al esfuerzo de las generaciones lo demás. Horas de soledad y tristeza he pasado yo cavilando en esto, y cuando tanteaba el terreno, y cuando veía a tanto pillo y a tanto majadero cultivar la revolución como uno de tantas granjerías, me desalentaba. Pero también he visto hombres de fe, sinceros y desinteresados, que...

Interrumpiose creyendo que Leré no prestaba atención a lo que decía.

-¿Te aburro, hija?

-No, siga usted... Aunque parece que no oigo, oigo. Decía usted que hay personas que... vamos...

-En una palabra, que mi simpatía hacia los trastornadores data de larga fecha, y no porque creyera yo que iban a realizar inmediatamente el bien y la justicia, sino porque volcando la sociedad, poniendo patas arriba todos los organismos antiguos, dañados y caducos, preparaban el advenimiento de una sociedad nueva. La suprema destrucción trae indefectiblemente la renovación mejorando, porque la sociedad no muere. La anarquía produce en estos casos el bien inmenso de plantear el problema humano en el terreno primitivo, y de resucitar las energías iniciales de la civilización, la energía del derecho, del bien y de la justicia... Porque mira tú, y fíjate bien en esto: hoy, nuestro organismo social y político es una farsa, un verdadero carnaval sin disfraces, porque todos los poderes viven engañándose unos a otros, ¡y dándose cada broma!... El poder legislativo no es más que un instrumento del poder ejecutivo, pues no existiendo cuerpo electoral, la comedia esa de los votos no expresa nunca la voluntad del país. El poder judicial, que debiera ser salvaguardia de las leyes, es otra maquinilla en manos del poder ejecutivo, y...

Nuevas manifestaciones de aburrimiento en Leré.

-Veo que no me entiendes, y que estoy hecho un pedante insufrible.

-Sí que entiendo. Pero dígame usted, el poder ejecutivo, ¿quién es?

-El Gobierno, hija mía.

-¡Ah... qué pícaro! Por eso todos hablan mal de él.

-Pues, abreviando, mi inclinación a las ideas más avanzadas exasperaba a mi madre, y la resistencia de ésta y su tenaz empeño de que pensase como ella, me sulfuraba a mí, empujándome hacia adelante, porque mi carácter, no sé si lo habrás conocido, me lleva a la contradicción y a la independencia. Aun después de casado, mamá me trataba como a un chiquillo, y una de las cosas más intolerables para mí era que apoyara las sandeces del Sr. de Pez y otros majaderos que frecuentaban su tertulia. Delante de aquellos señores, yo, según el criterio de mi madre, no tenía nunca razón; yo no decía más que disparates; y ellos, singularmente el asno de D. Manuel Pez, eran la cifra de la sabiduría. Fui, como sabes, muy desgraciado en mi matrimonio, y por mil causas que ahora no vienen a cuento, le cobré a mi suegro un odio...! vamos, el mayor odio de mi vida. ¡Qué gusto, pensaba yo, poder intervenir en una trifulca muy gorda, muy gorda, con el sólo objeto de colgar de un farol a ese tipo! En fin, poco a poco me fui emparejando con los que quieren volverlo todo del revés. Frecuenté sus reuniones, híceme amigo de éste y del otro, y bien pronto la influencia del conjunto me convirtió en un sectario como otro cualquiera, participando, como soldado de fila, de los odios y de los compromisos de los demás, y sintiendo mi voluntad engranada en la voluntad colectiva. ¿Entiendes esto, Leré? Oyendo un día y otro las mismas cosas, y juntándonos con éste y aquel amigo, el vértigo nos desvanece y nos arrastra. Es como la mecánica de los ejércitos. Va el soldado a la lucha y a la muerte por la sola razón de que siente ir a su compañero, y recíprocamente se sugestionan sin saberlo. De este modo, avanza toda la fila; pero si consultas aisladamente y en secreto a hombre por hombre, no hallarás quizás ninguno que quiera marchar. (Pausa. Leré continúa mirando su costura.)

Después, mi vida entra gradualmente en un período de exaltación; mi madre se declara mi enemigo; erígese en personificación del orden social, y considera todos mis actos políticos y no políticos como ataques a su dignidad y a su existencia misma. La vida común se hace imposible, y tengo que buscar fuera de casa la atmósfera de afectos que necesito para no asfixiarme. Mi madre pretende rendirme por la falta de recursos, y apenas me da lo preciso para la vida material. Yo me resigno, y aguanto la escasez sin hacer de esto un nuevo motivo de discordia. Reñíamos por cualquier simpleza, verbigracia, por el desacato de no reírme yo cuando soltaba un chiste de los suyos el marqués de Taramundi, o por burlarme de él cuando nos hablaba de la meta. Por cuestiones de dinero, jamás tuvimos una palabra más alta que otra. Pero la escasez, encendiendo en mí la ira, el despecho y el furor de independencia, me impulsó a trabar amistades con gente de la peor condición posible. Aquí tienes cómo llegué a ligarme con los desesperados, entre los cuales hay gente buena y honradísima, ¿a qué dudarlo? Pero yo, por las irregularidades y el vaivén de mi vida, he conocido de todo, mediano y detestable, hombres sin seso, familias abyectas...

El recuerdo y la imagen de Dulcenombre le cortaron la palabra. Mentalmente hizo una excepción de su querida en el desdoro de aquella irregular existencia, y continuó sus tardíos descargos:

-¿Comprendes ahora por qué anduve entre los desdichados aventureros de la noche del 19 y de la madrugada del 20 de Septiembre? Esto, que te habrá parecido tan horrible, vino a ser en mí uno de esos estados de fiebre a los cuales llegamos por etapas, por una gradación de circunstancias propicias al desorden nervioso y a los espasmos de la voluntad. ¡Qué horrores habrás oído contar de mí en este mismo sitio en que estamos ahora! Oirías llamarme desalmado, asesino, qué sé yo, y no podía faltar aquello del feroz sectario y de la cobarde canalla...

-La señora -replicó Leré-, no hablaba conmigo ni con nadie de estas cosas. Rezábamos para que Dios le tocase a usted en el corazón; pero nunca dijo que fuese usted asesino. Si lo pensó, por algo que le contaron, se guardaba muy bien sus ideas y sus amarguras. Sabía tragarse toda la hiel, disimulando, siempre muy señora, siempre muy digna y sin dar su brazo a torcer.

-Pues yo no disimularé nada contigo... y no habrá repliegue en mi conciencia que no te descubra, porque me inspiras confianza y este irresistible deseo de confesar que es el instinto de reparación en nuestra alma. A nadie confesaría esto; pero a ti sí; para que me juzgues como quieras. No diré que fui asesino, pero sí que maté un poco. Aquel digno militar cayó delante de mí. No fui yo solo, fuimos... no sé cuántos... Un accidente de guerra; pero no de esos que quitan responsabilidad a los matadores... sino de los que caen bajo la jurisdicción de la conciencia, porque también las carnicerías de la guerra tienen su moral.

Levantose agitadísimo, y dio dos o tres vueltas por la estancia; parándose al fin ante Leré, que le miraba entre curiosa y asustada.

-Y aquel caso terrible y vergonzoso (Volviéndose a sentar y pasándose la mano por la frente.) abruma mi conciencia... No quiero engañarme haciéndome el valiente, el descreído, y escudándome con mi fanatismo. Repito que pesa sobre mi conciencia, y que no puedo echar este peso de mí.

-No hay delito -le dijo la toledana con firmeza-, que sea bastante grande para medirse con la misericordia de Dios.

-¿Me lo perdonas tú?

-¿Yo? (Riendo.) ¿Acaso soy sacerdote?

-Pero eres sacerdotisa, (Abandonando el tono serio.) y vas en camino de la santidad. Si yo tuviera fe en ciertas cosas, primero me pondría de rodillas delante de ti para que me echaras la absolución, que ante el Papa.

-No diga usted herejías, por Dios... Bromear con la religión es feísimo pecado.

-Para mí -dijo Guerra con irreverencia-, que tengo tantos y tan gordos sobre mi alma, uno más no significa nada. Y cometeré más, más; no lo dudes. Si yo creyera en el Infierno, no me horrorizaría la idea de ir a él...

-¡Jesús! ¡Qué disparate! (Tapándose los oídos.)

-Iría, si, iríamos, porque o yo había de poder poco, bendita Leré, o habríamos de ir juntos... tú por delante.


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Ángel Guerra (Segunda parte)