Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo V - Ción

de Benito Pérez Galdós


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Por la noche recayó Ción. Era una fiebre de crecimiento, según dijo Augusto, intensísima, con aceleración extraordinaria de los movimientos cardíacos. Alarma en la casa, aflicción de Leré, inmensa inquietud de Guerra, que estuvo toda la noche fuera de sí, como demente, y en su trastorno llegó a decir a Miquis: «Si no me curas a la niña, te mato». El simpático doctor no las tenía todas consigo, y vigilaba el corazón de la enfermita, entendiendo que de allí provenía todo el mal. En medio de la alta calentura, que llegó a pasar de los cuarenta, conservaba la chicuela sus facultades intelectuales, hablaba como una taravilla, pedía sin cesar agua para lavarse las manos, y lloraba cuando su papá y Leré se separaban de ella. El día siguiente fue angustioso, con ligeros descansos. Guerra no comprendía qué enfermedad era aquella, sintomatizada sólo por la altísima fiebre, que si cedía al baño o a la antipirina, a poco se presentaba de nuevo con aterradora intensidad. Todo provenía, al parecer, de un desorden de la circulación, de un desequilibro repentino. En los ratos de mejoría, mostrábase en Ción otra fiebre no menos alarmante, la calentura de inteligencia, cuyo síntoma era la avidez por oír contar a su padre cosas estupendas y fabulosas, y contarlas ella también con una galanura de imaginación que a todos asombraba. Su mente ardía, lo mismo que su sangre, y de aquel rescoldo brotaban como chispas conceptos y retahílas anecdóticas de peregrina originalidad.

-Papaíto, mira lo que está pasando: Basilisa me dijo ayer que le prestara mi cocina de muñecas para armar una ratonera. ¿Qué crees tú? ¿que los ratones cayeron? Quiá: se pasaron de la despensa al cuarto de Braulio y se comieron el libro de las cuentas. No dejaron más que los números tirados por el suelo... Dice Braulio que tú te vas a casar con Leré y qué me vas a comprar un coche con caballitos de verdad, de carne, del tamaño del minino... ¿No sabes la que hizo Leré esta mañana? Pues se puso una toquilla azul para ir a misa, y cuando volvió traía el pelo suelto y un traje como el que sacan los clones en el circo.

-¡Qué bien, qué bien! -dijo Ángel besándole las manos-. Sí, salada de mis ojos, cuéntanos todas esas cosas bonitas que han pasado, y que son verdad... ¡Vaya que Leré vestida como los clowns...!

-Papaíto, no te lo quería decir para darte la gran sorpresa; pero sabrás que te estoy bordando unas zapatillas, más bonitas que las de Braulio, con un dibujo así: un gato en el pie derecho, y una baraja francesa en el izquierdo. ¿Crees que compré las lanas? Tonto, me las encontré un día dentro del cajón de costura de mamá Sales. Yo lo abrí para buscar mi aguja, y vi muchos ovillitos, muchos ovillitos... pero muchos ovillitos. Yo iba sacando, y mientras más ovillitos sacaba, unos verdes, otros encarnados, otros de todos colores, más quedaban dentro, hasta que me cansé de sacar, y llené con ellos la cesta grande de la ropa... Después fui al comedor y me encontré a don León Pintado comiéndose una chuleta, y decía que estaba más dura que la pata de un santo... ¡Ah! en tu cuarto vi al Sr. de Medina tomándose las medidas del cuerpo, delante del espejo, como si fuera un sastre, y me dijo que si le quería hacer una levita. Le respondí: que sí, y después nos fuimos todos al comedor, donde vimos al minino haciendo visajes y poniendo los ojos en blanco porque le dolían las muelas... ¡Pobre minino! D. Cristóbal riñó con Leré, porqué Leré, en vez de decirle excelentísimo señor, no le dijo más que muy señor mío, y yo salí corriendo al balcón, porque sentí una campanilla, y les grité: «Cállense, que pasa el Señor». ¿Tú crees que se callaron? ¡Ay, si supieras tú las peloteras que arman cuando no estás en casa! Yo les, digo: «Callaros, callaros, que mi papá tiene muy mal genio y os va a mandar a la cárcel».

-Bendito sea tu pico, bendita sea tu imaginación -decíale Guerra-. Ahora estate quietecita-. ¿Sientes mucho calor? Te daremos agua con azúcar. ¡Qué gloria de hija! Si quieres tener contento a tu papá, hazle el favor de tomar esta medicina. Ya ves: son anises, nada más que anises. Con esto te pones buena, y te llevaré a ver los clones, y te compraré la carretela con caballitos vivos. Uno de estos días llegarán de París, y los escogerás del tamaño que quieras, porque los hay chicos y grandes.

-Los escojo grandes y los escojo chicos: ¿Cuándo será? (Con vivísimo interés.) Los escojo de todos tamaños... ¡Ah! te contaré: el otro día me asomé yo a la ventana del comedor, que da al patio, y vi salir por la puerta del sótano un ratón casi tan grande como un burro. No te rías, que es verdad... Bueno, pues sería como una cabra. Llevaba un collar con cascabeles, y parándose en medio del patio, me miraba como diciendo: «¿A que no bajas?» ¡Yo qué había de bajar, si tenía un miedo...! ¿No sabes? me contó Lucas que en Madrid va a salir una procesión con tantos estandartes como personas hay, quiere decirse, que cada persona lleva su estandarte, menos los soldados que van con las escopetas al hombro... Oye un secreto: Braulio y Basilisa hicieron el domingo en la cocina un pastel muy grande, muy grande.. De todo le echaron, cascos de naranja, pasas, nueces, anises, dátiles, y mucha azúcar, un saco grande de azúcar, y dijeron que lo iban a poner en la mesa. ¿Tú lo viste? Pues yo tampoco... Papaíto, ¿a que no sabes lo que soñé anoche? Pues que tú me llevabas en brazos por un camino, y me decías que aquel camino era el del cielo... claro, por eso era todo azul, y había estrellas, unas con rabo y otras con barbas. Yo te pregunté si iríamos hasta el sol, y tu me dijiste que hasta el sol no, porque hacía muchísimo calor y nos tostaríamos...

No desmayaba el loco imaginar de la pobre niña sino cuando el ardor de la fiebre la postraba, dándole modorra, pero sin llegar a perder el conocimiento. Bastante inquieto al ver que no cedía la calentura, Miquis ordenó los paños de agua fría, aplicados al cráneo sin cesar, y de este tratamiento se encargó Ángel. Al anochecer, pidió la niña de comer, anhelado cosas dulces, y le dieron huevos hilados y pavo en galantina. Comía con regular apetito, sin dar paz a la lengua ni a la inventiva. Su pulso era vivísimo, indicando una actividad desenfrenada del corazón, rebelde a la digitalina, que se administraba en gránulos como anises. Desesperado ante la ineficacia del tratamiento, Ángel la emprendió con Miquis, llamándole inepto, y acusándole de no haber entendido la dolencia. El pobre Augusto, herido en su dignidad, y no queriendo devolver al atribulado padre las injurias que éste le dirigía, propuso consulta de médicos, a lo que Guerra contestó en tono despreciativo: «Todos sois unos ignorantes, llenos de pedantería y de fórmulas hueras, asesinos del género humano, no sabéis más que revestir de cháchara científica las sentencias de la muerte, y adornar con terminachos griegos vuestra estulticia». Dicho esto, le volvió la espalda, ordenando a Braulio que citara a los médicos designados por Miquis.

Llegada la noche, determinó instalarse en la alcoba que había sido de su madre, con objeto de estar más próximo a su hija, y vigilar durante la noche el proceso de la enfermedad. Leré y él acordaron quedarse en vela, a menos que la niña no tuviese una remisión patente y descansase tranquila. Pero no había, por desgracia, síntomas de tal remisión feliz, y se preparaba una noche de prueba. Más que nada les inquietó la recrudescencia del prurito locuaz e imaginativo de la pobre enfermita, y en calmarla y hacerla callar emplearon mucho tiempo, y todos los recursos del ingenio de ambos: «Que el Niño Jesús había venido a preguntar por ella, dejando su tarjeta en el portal, y diciendo que se enfadaría si la niña no se callaba y se dormía. Que por cada minuto que la niña estuviera callada, su papá le compraría una muñeca negra y otra blanca». Ción se plantó en no callar si no le enseñaban la tarjeta del Niño Jesús, y tuvo Guerra que hacerla, escribiendo en una cartulina un nombre, Manuel, con lo cual no se dio por vencida, diciendo que faltaba el apellido... «¿Pero dónde estaba el apellido?» Ángel tuvo que añadir: de Nazareth. Fijándose luego en la promesa de juguetes por cada minuto de silencio y quietud, obligó a su padre a que le dijera los minutos que van de un domingo a otro domingo, y de hoy al año que viene.

Cuando se tranquilizó, más que por verdadero alivio, por el entorpecimiento de la modorra, Guerra se fue a la alcoba materna, donde acababa de instalarse, y solo allí, entregose a cavilaciones dolorosas. Hasta entonces no había creído que Ción pudiera morirse; pero ya la idea de la muerte se presentaba a su espíritu con fijeza aterradora, como un temor, como una sospecha, más horrible que el recelo de la propia muerte. El amor de la chiquilla ocupaba por entero su alma; no comprendía la vida sin ella, y la idea de perderla llevaba consigo una soledad irremediable dentro de lo humano. Figurábasele que muerta Ción, el mundo se quedaba instantáneamente vacío, y que ningún encanto, ningún consuelo, ninguna amenidad podía ofrecerle la vida. Todos los demás afectos se obscurecían ante aquel afecto, que siempre fue grande, y que últimamente había tomado el carácter de preferencia absoluta y monomaníaca.

En la habitación que fue de doña Sales, prevalecían los tonos obscuros. A la escasa claridad de una luz con pantalla verde, resaltaban del fondo de las paredes varias imágenes religiosas, cuadros de escaso mérito y algunos cromos de chillón colorido, pero que satisfacían el menguado gusto artístico de la señora, sirviéndole además para exaltar su mente y encadenar su atención durante los rezos nocturnos. Eran los Sagrados Corazones de Jesús y de María, San Francisco de Sales y Santa Juana Francisca Fremiot; y dos copias al óleo, en gran tamaño, de anacoretas de Ribera, pinturas de un tremendo realismo, en las cuales la afectación del claro-obscuro acentuaba la escualidez de los desnudos cuerpos. Siempre había mirado Ángel aquellas obras de Arte con el mayor desdén; pero aquella noche su angustia y su temor se las hicieron respetables, y el desdichado llegó a creer que las figuras tenían ojos vivos para verle y oídos para escucharle, y un alma henchida de compasión por los infortunios humanos. Eran como amigos de la casa que acudían a consolarle, y a ofrecerse para lo que pudiera ocurrir.

Mirándolas, Guerra les mostraba su alma, todo lo que pensaba y sentía, y a poco de entablar semejante comunicación, entrábale un ansia vivísima de prosternarse ante voluntades superiores, y de pedirles que le ampararan en su tribulación. Exaltándose más a cada instante, lo que empezó por ser íntima súplica espiritual, llegó a traducirse en las formas externas de la oración, como el cruzar las manos, el gesto postulante, y por fin, hasta el ponerse de rodillas. Pero no se valía de las oraciones de la Iglesia, sino que imploraba con ideas y dicción propias, muy desordenadas y vehementes. «Porque bien entiendo -decía-, que no estoy en disposición de pedir, por no tener fe... Pues a eso replico que tendré toda la fe que sea necesaria... Sálvese mi hija, y no habrá inconveniente en creer. Me rindo, me entrego, y reniego de todo lo que pensé. ¿No es un dolor que se me prive de esta hija, mi pasión, mi encanto, mi esperanza? Por malo que un hombre sea, ¿acaso merece castigo tan grande, soledad tan espantosa? No, y aunque la merezca, yo ruego, yo imploro que se me conceda la vida de Ción, porque... lo que yo digo; ¿en qué se ha de conocer nuestra miseria y la grandeza del Ser Supremo sino en esto de pedir nosotros y darnos Él lo que no merecemos?»


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