Ángel Guerra (Galdós)/001

Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo I - Desengañado

de Benito Pérez Galdós


Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar, por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo, tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera, ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.

Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Ángel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿a qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero, y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.

-Mira como vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!

El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.

¡Querido, ay -exclamó al fin-, bien te lo dije!... ¡Para qué te metes en esas danzas?

Dejose caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su, boca, como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y después revolvió sus ojos por todo el ámbito de la estancia, cual si escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el techo. Mas no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando azorados la salida, tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los cristales, y nos atormentan con su murmullo grave y monótono, expresión musical del tedio infinito.

-¿Tienes árnica? -dijo Guerra mirándose la ensangrentada, mano.

-Sí; la que traje cuando la perrita se magulló la pata. Mira, hijo, lo mejor será llamar ahora mismo a un médico.

-No, médico no -replicó él con viva inquietud-. Temo la policía, aunque no creo que nadie me haya visto entrar aquí... Si avisas a la Casa de Socorro, me comprometerás... La herida no es grave. No creo me haya interesado el hueso. La bala entró por esta parte y salió por aquí, ¿ves?... superficial... mucha sangre... alguna vena rota, y nada más... Entre tú y yo nos curaremos, digo, me curaré. Soy algo médico: me luciré siendo mi propio enfermo, y tú mi practicante.

Con exquisito cuidado procedió Dulcenombre a quitarle la cazadora, descubriendo la manga y puño de la camisa, tan anegados en sangre, que se podían torcer. Temerosa de lastimarle, cortó con tijeras, por encima del codo, la tela de la camisa y elástica, y trayendo en seguida una jofaina con agua, en la cual vertió gran cantidad de árnica, empezó a lavar las heridas, que eran dos, la entrada y salida de la bala, distantes como seis pulgadas una de otra.

Guerra no se quejaba, y apretando los dientes, repetía: -No es nada, y si es, que sea, ¡caramba! No llamaría médico, sino en el caso extremo de tener que cortar el brazo.

-¿De veras no te duele? -preguntaba Dulce poniendo en sus dedos toda la delicadeza posible. -No... ¡ay! Te digo que no... ¿Y qué te importa a ti que duela o no duela?... Ahora que sale menos sangre, ponme paños bien empapados en árnica, que renovarás cada poco tiempo. Luego me traes de la botica un emplasto cuyo nombre te escribiré en un papel... ¡ay! Tengo una sed horrible. Dame agua. ¿Hay coñac en casa?

-No; te pondré vino.

-Lo mismo da. Venga pronto, que me abraso.

Mientras: bebía, el abejorro volvió a entonar su insufrible canto de una sola nota, estirada y vibrante como el lenguaje de un hilo telegráfico que se pusiera a contar su historia. Echole Guerra tremendas maldiciones, pero como sintiese ruido en la escalera, atendió a él sobresaltado y receloso.

-¿Qué tienes? -le dijo Dulce-. Esos pasos son de alguno que baja del tercero. Aquí no viene nadie. En la vecindad no nos conocen ni las moscas. Échate a descansar sin miedo.

-No sé... ¡Maldita suerte! -replicó Ángel gesticulando con el brazo hábil-: Si vienen a prenderme que vengan. Todo perdido por falta de dirección y sobra de pusilanimidad... A la hora crítica, los leones de club se vuelven corderos y se meten debajo de la cama, y los traidores se disfrazan de prudentes. La mayor parte de las tropas comprometidas se asustan de la calle como las monjas, y no se atreven a salir del cuartel. ¡Qué noche! Tengo fiebre. ¿Sabes una cosa? La claridad del día me incomoda... Cierra las maderas y enciende luz, a ver si duermo. No, imposible que yo descanse... Por vida de... ¡cuánto me molesta ese bicharraco estúpido!

-Déjalo -dijo Dulce, riendo de los insultos que Ángel siguió dirigiendo al pobre insecto-; ya procuraré yo quitarle de en medio. Verás... Acuéstate ahora.

Cerró las maderas y encendió luz, figurando la noche en la reducida sala, y acto continuo pasó a la alcoba para arreglar la cama, que era grande, dorada, la mejor pieza de todo el mueblaje. Después ayudó al herido a quitarse la ropa. Mejor será decir que le desnudó; condújole al lecho, le acostó, arreglando los almohadones de modo que pudieran sostener el busto en posición alta, y colocándole el brazo sobre un cojín de la manera menos incómoda.

-Antes que se me olvide -le decía Guerra al acostarse-: recoge toda la ropa ensangrentada y lávala de prisa y corriendo... Otra cosa. Cuando salgas a la compra, tráeme periódicos, aunque sean monárquicos. ¿Qué hora es? ¿Dices que la vecindad no nos conoce? Bien puede ser, porque sólo hace ocho días que habitamos en este escondrijo, y nadie lo sabe más que tu familia, de la cual, acá para entre los dos, no me fío ni me fiaré nunca.

-No pienses mal de mis pobrecitos hermanos ni del infelizote de papá.

¡Pobrecitos, sí! (Con cruel ironía.) Serían capaces de venderse a sí propios el día en que no pudieran vender a los demás. Más tranquilo estaría yo si supiera que ignoran donde me encuentro... ¡Ay, Dulce de mi vida, procura matar a ese moscardón del infierno, o yo no sé lo que va a ser de mí! Mis nervios estallan, mi cabeza es un volcán; yo reviento, ya me vuelvo loco, si ese condenado no se va de aquí. Acéchale, ponte en guardia con una toalla o cualquier trapo... Aguantas el resuello, te vas aproximando poquito a poco, para que él no se entere, y cuando le tengas a tiro ¡zas! le sacudes firme.

Procedió Dulcenombre, bien instruida de esta táctica, a la cacería del himenóptero; pero él le ganaba, sin duda, en habilidad estratégica, porque en cuanto la formidable toalla (graves autores sostienen que no era toalla, sino un delantal bien doblado y cogido por las cuatro puntas, formando uno de los más mortíferos ingenios militares que pueden imaginarse) se levantó amenazando estrellarse contra la pared, el abejón salió escapado hacia el techo burlándose de su perseguidora.

La cual, desalentada por la ineficacia de su primer ataque, volvió al lado de su amigo, diciéndole: -Pues no debes temer nada de los míos. A tu casa irá probablemente la policía, y tu madre dirá que no sabe donde estás... como que, en efecto, no lo sabe ni lo puede saber.

Al oír nombrar a su madre, obscureciose el rostro de Guerra. De lo que murmuraron sus labios, hervor del despecho y la ira que rescoldaban en su alma, solo pudo entender Dulce algunas frases sueltas.

«¡Pobre señora!... Disgusto horrible cuando sepa...» Y luego, queriendo descargar con un suspiro forzado, que parecía golpe de bomba, la pesadumbre y opresión que dentro tenía, añadió esto: «Despedime de ella hace cuatro días, diciéndole que iba de caza a Malagón... ¡No es mala cacería... Cazado yo».

Tan abstraído estuvo, que el zángano pasó dos veces por encima de las almohadas, reforzando su infernal trágala, y Guerra no se dio cuenta de ello. Fue preciso que por tercera vez pasara el maldito, casi tocándole la punta de la nariz, con lo cual se evidenció que la burla rayaba en procaz insolencia, para que el otro lo notara y se revolviera airado contra la fiera, gritándole: «Canalla, trasto, indecente, si yo no estuviera amarrado en esta cama, verías». Poco faltaba para que en la excitada imaginación de Guerra se representase el zumbador insecto como animal monstruoso que llenaba todo el aposento con sus alas vibrantes. Emprendió Dulce de nuevo la persecución, y eran de ver su agilidad y tino, las cualidades estratégicas que en la desigual lucha iba desarrollando; cómo se aproximaba quedamente; cómo blandía el arma formidable; cómo seguía el vuelo curvo del enemigo en sus rápidos quiebros, adivinándole las retiradas y anticipándose a ellas; cómo, en fin, se prevenía contra su astucia, embistiéndole por el flanco menos peligroso, que era aquel en que no la delataba su propia sombra... Por último, uno de los muchos disparos con el lienzo insecticida fue tan certero, que el monstruo, sin exhalar un ay, cayó al suelo con las patas dobladas, las alas rotas.

-Pereció -dijo Dulce con la emoción de la victoria, inclinándose para verlo hecho un ovillo negro y peludo. En su agonía, parecía comerse sus propias patas y hundir la cabeza en la panza turgente.

-¡Maldita sea su alma! -exclamó Guerra con júbilo-. Así quisiera yo ver a otros que zumban lo mismo, y merecen también un toallazo... Ahora, paréceme que dormiré.

Vencido del cansancio, no tardó en caer en un sopor, que más bien parecía borrachera.


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Ángel Guerra (Segunda parte)