Ángel Guerra (Galdós)/027

Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo IV - Leré

de Benito Pérez Galdós


III : Historia de Leré.

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-Desde; muy chiquita -dijo la maestra-, gustaba yo de pensar en Dios y en las cosas del Cielo, poniéndome a discurrir cómo será la Gloria Eterna, cómo el Infierno y el Purgatorio, y cómo sería la cara de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen, cuando estaban en el mundo. Oía leer a mi tía Justina las vidas de santos, y deseaba yo ser también santa, y tener ocasión de que me martirizaran. Doce años escasos tendría yo cuando comprendí que no es preciso que vengan moros, judíos ni romanos a abrirnos en canal o rebanarnos la cabeza, para que haya mártires en estos tiempos, pues suplicios sin fin hallamos en donde quiera, y verdugos muy malos entre nuestros semejantes, y aún en nuestra propia familia. Mi madre fue mártir y yo también lo he sido, aunque no todo lo que me conviene. Ya sabe usted que mi padre tenía el vicio de la bebida. Era cantor en la catedral de Toledo, y el señor Deán tuvo que echarle, porque un día de la octava de Corpus hizo la barbaridad... usted calcule... de soltar en medio de la Misa unas coplas de zarzuela. ¡Lástima de hombre! porque según dicen, mejor músico que mi padre no lo hubo en la catedral, y para enseñar a los chicos el solfeo se pintaba solo. Pero aquella desgracia de la bebida le perdió, y echado del coro, tuvo que dedicarse a marchante de antiguallas para mantener a la familia. Andaba siempre a caza de azulejos, pedazos de trapo, aleros de casas viejas, clavos de puertas, y otros mil desperdicios de loza y hierro, que vendía a los pintores y a los ingleses. Puso tienda de cachivaches en la calle de la Obra Prima, y crea usted que sin el maldito vicio, hubiera salido adelante; pero el pobre, en cuanto cogía dinero, a la taberna derechito; volvía furioso a casa y pegaba a mi madre. Un día tuvo una cuestión con otro marchante sobre media docena de clavos que habían arrancado a una puerta de la calle de las Tendillas, y por si los clavos son tuyos o son míos; el otro le dio a mi padre un fuerte golpe en la nuca con un candelero de bronce, y mi padre cayó sin sentido. Dos semanas estuvo si vive si muere, y yo nací en aquellos días. Dicen que el grandísimo susto que pasó mi madre fue causa de que me salieran los ojos así. No lo sé.

Para que usted comprenda lo desgraciada que fue mi madre, le contaré otra cosa: los primeros hijos que tuvo se volvían monstruos a poco de nacer. Mi hermano Juan, el único que vive de los cuatro primeros, es monstruo... Usted no le ha visto, y si le viera, se horrorizaría. De la cintura abajo, todo su ser es momio y blando como si no tuviera huesos; la cabeza de hombre, el cuerpo de niño, los brazos y piernas como fundas vacías. Ha cumplido veinticinco años, no puede andar ni a gatas, y si le ve usted en la mesa donde le tienen, con los brazos y piernas formando como un lío y en el centro la cabeza, no comprenderá que aquello es persona humana. Come por tres y no habla; sólo sabe gruñir como un animal, y repetir con perfecta afinación los trozos de música que oye. Rarísima vez despide algún destello de inteligencia; pero tan poca cosa, que no llega ni a la que vemos en algunos perros y gatos. De sentimiento no está mal: es cariñoso con los que le cuidan, y manifiesta su alegría y su amor con los ojos, mirando fijo, fijo, y así con cierto ángel. Hoy le tienen y le cuidan mis tíos, que viven junto al Pozo Amargo, y no hay obra de caridad que a esta se compare, porque otros le habrían tirado a un muladar o en mitad de un camino. Pero aquel par de santos, mi tía Justina y mi tío Roque, no faltan a la ley de Dios... y para que vea usted si son buenos... hasta le quieren, sí, señor, y dicen que si se les muriera, llorarían.

Pues verá usted. Después de haber tenido cuatro monstruos, no todos iguales, pues hubo uno totalmente sin piernas, y otro con la cabeza deforme, mayor que todo el cuerpo, me tuvo a mí. Antes de tenerme, no cesaba de pedirle a Dios que no saliera yo monstruo, y el Señor la escuchó, porque, a pesar del gran susto que había pasado la pobrecilla cuando descalabraron a mi padre, no saqué más monstruosidad que esta cosa que tengo en los ojos, que no puedo remediar el bailarlos ni me doy cuenta de ello. Mi madre, loca de contenta porque yo no era monstruo, me crió con todo el regalo que podía, en su pobreza. A los dos años, otro hijo... otra vez el temor de que saliera fenómeno. Pero no fue así. Mi hermano Sabas, el más pequeño de todos, nació sin defecto, y se crió encanijadito; pero vive, y bueno y sano está. Siempre ha sido un ángel de bondad, y su vocación por la música se manifestó desde que no levantaba del suelo más que tanto así. Era un milagro de Dios aquél chico. Todo cuanto cantar oía repetíalo con una voz y unos gorjeos que parecían ecos de la Gloria. A los seis años le llevaron a la catedral, y el maestro de niños de coro se hacía cruces, porque en poniéndose a enseñarle algo, resultaba que ya el chico lo sabía. En fin, que todo cuanto hay que aprender en música, se lo sabía él por inspiración de Dios. Bien enterado está usted de que unos señores de allá, por iniciativa de D. José Suárez de Monegro, consiguieron que la Diputación le pensionara para estudiar aquí, en el Conservatorio. ¡Qué prodigio! A los diez años, primer premio de piano; para él no hay dificultades. Échele usted piezas y piezas de compromiso: se las bebe como agua: sus dedos son los dedos de los serafines que tocan delante de Nuestra Señora. Por fin, bien sabe usted que doña Sales y otras señoras le pensionaron para que fuera a París y Bruselas a perfeccionarse, y allá está. Diecisiete años tiene ahora mi Sabas, y vea usted, vea usted lo que dicen estos papeles que mandaron de allá. (Mostrando un periódico extranjero.) Que es el asombro de sus maestros, y que será el primer pianista de Europa, el nuevo Mozart... porque también compone, y maravillosamente. Lo que me entristeció cuando doña Sales recibió estos papeles y los leímos, fue que le llaman monstruo, y yo digo: que le llamen lo que quieran, pero monstruo no.

Dispense que haya trabucado el orden de lo que le refiero. Pierdo la chaveta siempre que hablo de mi hermano Sabas. Vuelvo atrás para seguir contando al hilo. Pues señor, yo tenía ocho años, y mi hermanito cinco cuando murió mi padre, ¡de qué manera! Primero se quedó ciego y baldado, y le daban unos arrechuchos terribles de la rabia de no poder ir a la taberna. No había más remedio que darle aguardiente, porque si no, rompía la cama y las sillas, y se arrancaba el pelo, echando por aquella boca unas blasfemias que daban horror. Se murió un Jueves Santo, cantando los salmos del día, ¡qué preciosos! con aquella voz de bajo que era un asombro, y que con el aguardiente, créalo usted, se le había hecho más baja todavía... Dejonos bastante mal, porque en los últimos tiempos el infeliz había malbaratado todos los trastos viejos de su comercio. No quedaba más que una chinela o zapatilla bordada de oro, que decían fue de una reina mora, y valía un dineral; pero como mi madre era bastante descuidada, se la robó una vecina, no se si para venderla o para usarla. Gracias al tío de mi madre, el beneficiado D. Francisco Mancebo, que fue siempre protector y amparo de toda la familia, no nos moríamos de hambre. Nos fuimos a vivir a la parroquia de San Lucas, a una casa muy pobre, que tenía un cuartucho alto, donde mi hermano el monstruo estaba constantemente, dentro de un cajón. No quería mi madre que nadie le viera; pero los chicos de la calle se subían por las rejas de la casa de enfrente para mirarle, mi madre salía furiosa y les cascaba, y con este motivo había en la vecindad pendencias y zaragatas. Yo cuidaba a mi hermano, que a veces se ponía como rabioso, dando mugidos y echando espumarajos por la boca: si nos acercábamos a él, nos mordía. El único remedio para esto era tocarle música o cantarle alguna cosa, y mi hermano Sabas, que sabía todos los cantos de iglesia y todas las coplas de los ciegos, se ponía en la puerta del cuarto, y cantaba, imitando también el órgano... No, no se ría usted: le cuento la verdad. Metiéndose los dedos en la boca, y poniendo los labios no sé cómo, imitaba el registro flauteado, los bajoncillos, dulzainas y qué sé yo, con tanta perfección que parecía que estaba usted oyendo el órgano de la catedral. Mi hermano Juan dentro de su cajón, hecho un ovillo, llevaba el compás con la cabeza, y así se amansaba hasta dormirse.

Si no se cansa usted, sigo contando, que ahora entra lo más gordo. A los seis meses no cumplidos de morirse mi padre, mi madre hizo la tontería de volverse a casar. ¡Disparate mayor...! ¡Y qué marido fue a escoger! Mi padrastro era un trajinante que vivía en las Carreras, llamado Escolástico, holgazán, feo, pobre, tonto y enfermo. No se podían atar dos cuartos de cominos con semejante hombre, y mi madre, que lavaba entonces la ropa de algunos señores canónigos y beneficiados, le tenía que mantener. Al mes de casados, ya nuestra casa era un infierno, y mi madre y yo teníamos en el cuerpo más cardenales que los que hay pintados en la Sala Capitular. A mi hermano Juan le tomó aquel bárbaro grande ojeriza, y un día, hallándose mi madre en el río cogió el cajón del pobre monstruo y lo puso en mitad de la calle. Toda la vecindad se arremolinó para verle, y los chiquillos le cogieron por su cuenta, tirándole chinas y metiéndole pajitas por las orejas. Yo no podía impedirlo, y no hacía más que llorar. Mi hermano bramaba, y en una de aquellas arremetidas de los granujas, logró pillar entre los dientes el dedo de uno de ellos, y por poco se lo arranca. ¡Qué alboroto, Dios mío! Había usted de ver a mi padrastro riendo como un salvaje. En esto llega mi madre, y lo mismo es ver el cajón en medio del arroyo, ¡pin! cae con una pataleta. Las vecinas la auxiliaron, y el bruto seguía riéndose. No tiene usted idea de la tremolina que se armó pues los chicos, insolentándose más, arrastraron el cajón por la calle abajo. Me parece que estoy viendo los ojos del pobre monstruo, que centelleaban; el rechinar de sus dientes se oía desde lejos. Total, que no sé en lo que habría parado tanta barbaridad si no llega a aparecerse por allí mi tío el beneficiado Mancebo, que ha sido siempre nuestro paño de lágrimas. Pues se puso muy incomodado, y terciándose el manteo, la emprendió a pescozones con los chicos, le dijo a mi padrastro que era un pedazo de acémila, y le hizo traer el cajón a casa... Al mes de esto, mi madre, que lavaba la ropa de los familiares y tenía mucho metimiento en Palacio, fue a ver al señor Arzobispo para que la descasara, y, como era natural, el señor Arzobispo la mandó a paseo. Mi padrastro era un haragán, y se pasaba el día tumbado o de parola con los amigos. Gracias que le subiera a mi madre del río los sacos de ropa. No ganaba algún dinero más que en Semana Santa, poniéndose la armadura para salir de guerrero en la procesión, o cargando las andas del Cristo de las Aguas. A mí me aborrecía, no sé por qué, y un día me colgó del techo por los pies, y sacó un gran cuchillo con el cual decía que me iba a abrir en canal. Mis alaridos atrajeron a la vecindad, y una vecina llamada, como yo, Lorenza, le dio cuatro pescozones a mi padrastro, que se quedó con ellos. En fin, para no cansar a usted, aquellas buenas señoras de Rojas, tías de don Braulio y hermanas del señor Magistral, me sacaron del infierno en que yo vivía, para ponerme en las monjas de San Clemente, donde me enseñaron lo poquito que sé, y viví tranquila, y fui instruida en todo lo que toca a nuestros deberes para con Dios.

Diré a usted que mi mayor gusto en el convento era trabajar y rezar. La holganza y la cháchara y el juego no me satisfacían, y esto no lo digo por alabarme sino porque es verdad. Mucho gozaba yo pensando en los misterios, figurándome la pasión y discurriendo sobre todo lo que abraza nuestra fe. En las horas de trabajo meditaba, y meditando sentía en mi alma consuelos y alegrías que de ningún otro modo entiendo que se pueden tener. Una noche se me apareció la Virgen y me habló... Ya sé que se reirá usted con lo que voy a contarle; pero no me importa. Lo que digo, digo, y tómelo usted como quiera.


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