Ángel Guerra (Galdós)/041

Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VI - Metamorfosis

de Benito Pérez Galdós


Al oír esto, lo primero que hizo el amo fue contravenir abiertamente una de las principales reglas de vida que la toledana le había dado en sus célebres sermones. «No hay que enfadarse nunca» había dicho ella, y Guerra se disparó súbitamente en ira. No era fácil remediarlo, y las diversas impresiones hondísimas que iba recibiendo su alma, no podían denegar su carácter.

-¿Ya vuelves con esa historia?... Pues márchate cuando quieras... Abusas del cariño que te tengo, y te has propuesto atormentarme... Nada; nada, que te vayas cuando gustes. Es que te crees necesaria, única, y esto no es verdad. Por mucho mérito que tenga una persona, nunca, nunca es insustituible. ¡Pues no faltaba más! O es que quieres que yo te suplique y te diga... «Por Dios, Lereíta, hazme el favor de no dejarme». No, no, eso no lo digo yo... Te ha entrado ahora esa chifladura por la religión. ¡Religión! En el fondo de eso no hay más que orgullo, sequedad del alma, egoísmo, un egoísmo brutal... ¡Religión, puerilidad! ¿a dónde vas tú que más valgas? ¿Quién ha de considerarte más que yo? Pero ¡ay!, no conocerás la tontería que haces sino después que la hayas hecho. Conviene, pues, que te largues... y cuanto más pronto mejor. Tienes mi licencia.

Esperó Ángel un rato la contestación a estos desahogos; pero Leré no quiso darla, y tan sólo dijo que se marcharía en el primer tren de la mañana siguiente.

-¿Pues adónde vas? -saltó Ángel como si le dieran un pinchazo.

-A Toledo.

-Pueblo de mucho cleriguicio. Bien, bien; ve a donde quieras. ¿Ya tienes hecho tu equipaje? Bajaré contigo a la estación.

Bueno; pues me retiro a descansar un poco.

-Abur.

Al verla salir del cuarto sin añadir una palabra consoladora, fue Guerra acometido de un acceso de ira que le agitó sobremanera. Daba puñetazos, en los muebles y en su propia frente, y con descompuestas y roncas voces protestaba de lo desgraciado que era y de la crueldad con que el destino le perseguía. Aunque la cólera se fue resolviendo en desconsuelo y amargura, y los resoplidos se trocaron en un suspirar hondo, toda la noche la pasó en vela, dando a su pena proporciones de irremediable tribulación, y el romper el día arrojose de la cama en que medio vestido estaba, y arreglándose en un dos por tres fue al cuarto de doña Sales y dio golpecitos en la puerta que lo separaba del de Leré. «A estas horas debe de estar levantada, disponiéndose para bajar a la estación -se decía-. En efecto, abrió ella la puerta, y en cuanto su amo la vio, cogiole ambas manos, y con viva efusión le dijo: «No te enfades si vengo tan temprano a decirte que he pasado una noche infernal pensando en tu viaje. No puedo resignarme a que me abandones. Considera la soledad en que me quedo, piensa en que me ha de ser imposible vivir sin ti!...

La santita no sabía qué contestar, ni aun qué cara poner ante tales demostraciones.

-Me quito un gran peso de encima, Leré, al retractarme de lo que dije anoche. ¡No, yo no quiero que te vayas! No me es posible darte esa licencia... Verás: se me han ocurrido esta noche algunas soluciones al conflicto en que me veo. Oye... ¿tú quieres religión, mucha religión? (En el mismo tono que empleaba con la niña cuando le ofrecía juguetes para aquietarla.) Pues mira, no seas tonta, yo te haré una capilla en mi casa, y puedes estarte en ella todo el tiempo que gustes... ¿Quieres que convierta una parte de la casa en convento? Pues escoge las habitaciones que más te agraden. Se incomunicarán absolutamente, y te estarás allí encerradita, rezando a tus anchas; y si quieres ponerte hábito blanco o negro, te lo pones, si no, no. Nadie te molestará, nadie pasará a verte, más qué yo, se entiende... Y en último caso; si no te acomoda, tampoco entraré yo; me quedaré de la parte afuera. Mi deseo, mi aspiración es que estés contenta y no te separes de mí ¿Te conviene lo que te propongo? ¡Ay, qué cara pones! ¿Te parece un disparate? Dímelo con franqueza, y propón tu lo que se te ocurra.

Leré se reía con bondadoso humorismo tirando a lástima, de esa lástima cariñosa que inspiran las criaturas cuando piden un imposible. Retiraba sus manos de las de Ángel; pero éste se las volvía a coger, primero suavemente, después reteniéndolas con energía; y ella, que no era gazmoña, dejábase acariciar las manos por no irritarle. «Si no puede ser... -decía con benevolencia y ternura, en el fondo de las cuales se vislumbraba la energía-. Si no puede ser... Vaya por dónde le ha dado ahora: siempre es usted lo mismo... tomando las cosas así tan por lo fuerte. ¿Qué puede importarle a usted que yo me vaya o que me quede? ¡Pero qué manía, qué terquedad! Ni qué va usted ganando con que yo sacrifique mi vocación. Don Ángel, no puede ser, no puede ser. Dios me dice que me vaya, y allá me voy. Para mí no hay más voluntad que obedecer lo que Dios me manda. Aquí egoísta, un egoistón tremendo, es usted.

-Pero dime ahora... háblame como si estuvieras ante la reja del confesonario: ¿la vocación tuya es verdad o una de esas ilusiones con que nos engañamos a nosotros mismos? Investiga bien, escarba dentro de ti, y responde.

Ante semejante pregunta, Leré tenía forzosamente que enojarse o reírse, y como lo primero no era posible en ella, contestó con una sonrisa más compasiva que desdeñosa. Ángel se exasperaba. «Yo quiero ver -repetía-, yo quiero ver eso. Si tu vocación no es tontería de muchacha que desconoce el mundo, yo la respetaré. Otras jóvenes han creído que Dios las llamaba y que iban para santas, y de repente se han encontrado con que su propio espíritu, su propia sangre y sus nervios hacían burla de toda aquella mentirología metafísica. No te fíes, no te fíes de ti misma, y espera. El noviciado, la verdadera prueba debe hacerse en el mundo. Déjate de votos irreflexivos: no sueltes prenda, que podrás arrepentirte cuando no tenga remedio.

El rostro de Leré, su actitud y su sonrisa revelaban absoluta confianza en sí misma. No sabiendo Guerra por donde atacarla, pretendió un nuevo aplazamiento. «Bueno, bueno, convengamos en que eso va de veras. Monja tenemos. Pero me has de hacer un favor: estarte un día más en casa, un día tan solo: No te niego yo la licencia: ¿Qué poder tengo sobre ti? Eres libre. Un día más conmigo... mañana te vas caminito de Toledo.

Convino Leré en esperar un día, sin mostrar disgusto ni impaciencia. Por lo mismo que su resolución de partida era irrevocable, no temía comprometerse con aplazamiento tan breve. Aquel día no salió Guerra de casa, y su actitud era por demás inquieta: tan pronto ponía sus cinco sentidos con febril ardor en un asunto, como se abandonaba a extáticas distracciones, sin reparar que Braulio entraba para tratar con él de cosas más relacionadas con la aritmética que con la psicología. Después de almorzar, habló tranquilamente con Leré sin temor de abordar el asunto del viaje, y permitiose algunas burlas de la vida claustral, las cuales no ofendieron a la neófita: tomábalo más bien a broma, y como él le pidiera explicaciones acerca de sus planes, contestó: «Pienso entrar, porque así me lo manda el Señor, en una Congregación de las más trabajosas, de estas que se dedican a recoger y cuidar ancianos, o a la asistencia de enfermos. Preferiré lo más rudo, lo más difícil, lo que exija más caridad, más abnegación y estómago más fuerte. Usted se ríe... No comprende esto. ¡Qué desgracia no comprenderlo!»

Ángel, después de reír con cierta afectación, quedose muy serio, traspasado por agudísima pena. «Si lo comprendo -dijo sombríamente-. No me supongas tan bruto».

Y después de una pausa en que ambos callaron, él contemplando las patas de una silla, ella esparciendo sus pupilas saltonas por una estantería de libros que ocupaba el testero de la habitación. Guerra le dijo: «Quisiera ser viejo y enfermo para que me cuidaras tú».

-Algún día... ¡quién sabe! -replicó Leré más bien con alegría que con tristeza-. Para entonces seré yo también vieja... saludable.

Por la noche, comprendiendo Guerra que era impropio de su formalidad y de su fortaleza de varón, mostrar tan pueril disgusto por la separación de una criada, se confortó con sanos argumentos y apretó los resortes de su voluntad. Resultado de esto fue que pudo hablar tranquilamente con la que de tal modo le había trastornado. «Ya comprendo, hija mía, que soy un impertinente, y no te hablaré más de tu vocación, ni menos de tu viaje. Esta noche nos despedimos, mañana temprano, antes que yo me levante, te vas pian pianino, y aquí no ha pasado nada. Dime las señas de tu casa en Toledo, para escribirte, si algo ocurriere.

Contestó Leré que iba a casa del tío de su madre, don Francisco Mancebo, con quien estaría hasta que arreglara su entrada en la Congregación. De otra cosa muy al caso hablaron también: la cantidad que Leré había devengado por sus honorarios mientras estuvo al cuidado de Ción, se conservaba, salvo alguna pequeña suma gastada en vestirse, en las cajas de la administración de la casa. Guerra había querido entregársela el día antes, preguntándole si la quería en oro o en billetes, pero Leré dispuso que aquella cantidad, que conservaba para su dote, quedara en la casa hasta el momento oportuno de enviarla a Toledo a la orden del padre Mancebo. Convenido así, le dijo Guerra con tristeza: «El mejor día me tienes en Toledo. No podré resistir las ganas de verte».

-Pues creo que podrá verme, porque en esas órdenes no hay clausura. Antes del día feliz en que me ponga el hábito, me encontrará en casa de mi tía Justina.

-¿Pues no has dicho que en casa del padre Mancebo?

-Es que todos habitan juntos. Desde que mi tía Justina se casó con mi tío Roque, vive con ellos el beneficiado Mancebo, que protege a toda la familia y es el amparo de mis siete primitos.

-¿Y con ellos vive también tu hermano, el monstruo?

-Justamente.

-Pues mira, me han entrado a mí ganas de ver al monstruo, y de hacerme su amigo.

-¡Qué cosas tiene usted! El pobrecito causa horror a todos los que le ven.

-Déjate de horrores. Yo no tengo horror a nada... Y si llego cuando tengas puesta la toca -añadió Guerra con cierto alborozo infantil-, también podré visitarte. ¿Qué inconveniente hay? Entonces seguirás con tus sermones, y como he de tenerle más respeto, los oiré de rodillas y haré lo que en ellos me mandes... Y quién sabe, quién sabe si a lo bobilis bobilis se me pegará tu fiebre, y concluiré yo también por ponerme algún caperuzo por la cabeza, y rosario al cinto, y...

Tan conmovido estaba el hombre, que tuvo que callarse para que no se le saltaran las lágrimas.


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Ángel Guerra (Segunda parte)