Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VII – Herida. - Bálsamo

de Benito Pérez Galdós


El primer día de la desgracia de Dulcenombre, tío y sobrina no se separaron. Nadie recaló por la casa, ni a ellos les hacía falta compañía, y tan grata era para don Pito la de las botellas de coñac, que por noche apenas podía guardar el equilibrio en pie, y andaba a gatas por la sala, si no runflaba como un cerdo debajo de la mesilla de mármol. Dábale Dulce con el pie para apartarle cuando estorbaba el paso, sin decirle cosa alguna, pues seguramente el pobre viejo no había de entenderla. En el suelo pasó la noche, lo que no era causa de molimiento de huesos para quien tenía costumbre de dormir en camas duras. No pudiendo conciliar el sueño, y sintiendo una gran debilidad de estómago, la Babel acudió a repararse con una copita del precioso licor, y tan bien le sentó, y tal descanso dio a sus nervios, que después de dormir un poco en la butaca, repitió la dosis por la mañana al romper el día. Realmente la bebida tenía la inapreciable virtud de producir olvido, único calmante eficaz de los males del alma, y con tal medicina la buena mujer perdía por más o menos tiempo la noción de su inmensa pesadumbre.

Don Pito despertó muy tarde, y en sus desperezos se envolvió sin querer en la alfombra delantera del sofá, quedándose con ella enroscada en el pescuezo a manera de bufanda, y puso patas arriba una butaca y una silla. Su sobrina no hizo alto en este desorden. Insensible a todo, ningún suceso podía sacarla de la estúpida inercia en que se hallaba, incapaz de ordenar las ideas. Se desayunaron malamente, y el capitán, cuya cabeza adquiría despejo y lucidez después de las tormentas cerebrales, le habló muy serio de la conformidad cristiana, poniéndose como ejemplo de esta hermosa virtud, pues pocos había tan bien templados como él para resistir los chicotazos de la suerte. Verdad que el bálsamo, y esto lo dijo con gran aplomo, le había servido de gran consuelo, como excelente específico contra los quebraderos de cabeza, contra las opresiones y melancolías. La sobrina no le prestaba en verdad gran atención; arregló la casa obedeciendo a un hábito de rutina más que a un propósito, y como el tío pidiera de almorzar, le autorizó para que se tomara la cocina por suya y guisara lo que quisiera, pues ella no probaría más que pan y un poco de lengua fiambre: apetecía los manjares salados. Arreglóselas D. Pito lo mejor que pudo, y en cuanto llenó el buche, salió a avisar al café para que trajeran dos. Este era un regalo de que no podía prescindirse, según él, en día de aflicción, mayormente cuando había con qué pagarlo.

Joven simpática -le decía, mientras tomaba el brebaje negro-, imítame. Ponte siempre en lo peor; calcula que los hombres son de su natural malos, y las mujeres peores, digo, peores no, iguales: que eso que llaman el prójimo es un bicho venenoso. ¿Que te pica? Te rascas; y procura tú picar también, pues el contra-prójimo, esto que llamamos yo mismo, tiene también su venenillo... Para no afligirte nunca, hazte cuenta de que no hay ni puede haber nada bueno en sí. Si algo figura como bueno, es por la virtud del olvido. ¿Y qué hemos de hacer para olvidar? Pues poner el pensamiento a mil millas mar afuera de donde está la penita, y si avistas una embarcación con bandera inglesa, corres, corres a un largo, hasta perderla de vista. ¿Que viene un ciclón? Pues en cuanto te lo anuncie el celaje, te pones a tangentearlo, para que no te coja en el vórtice, porque si te coge, haz cuenta, Carando, de que vas a almorzar con Jesucristo.

Por la tarde salió Dulce, y volvió al anochecer tan desconcertada, que parecía demente. Su tío la reprendió por no querer seguir sus consejos.

-¿Pero no sabe usted -dijo ella respirando con dificultad-, no sabe usted lo que... ha hecho...?

-Alguna maniobra falsa: ¿Y a nosotros qué nos importa? Chica, vámonos mar afuera, porque en puerto no se ven más que gaterías.

-Oiga usted, tío, salí esta tarde... y sin proponerme ir a su casa, fui no sé cómo ni por dónde. Se me figuraba que le había de encontrar en la calle, que hablaríamos, y que hablando hablando se arrepentiría de su mal comportamiento conmigo... Se me metió en la cabeza que así había de pasar, y...

-Y claro, no pasó... ¡Pero qué boba eres! ¿Piensas tú que el Abuelo baja del puente para echarse a dormir, y nos entrega el mando de las cosas que han de pasar en cielo y tierra?... No, las cosas pasan como pasan, y no hay más remedio que jorobarnos, y tomarlas como quieran venir.

-Pues en vez de encontrarme con él, me encontré con D. Braulio, que es buen hombre y tiene compasión de mí.

-Y D. Braulio te propone que le quieras a él para consolarte de la perrada que te ha hecho el amo...

-No, no es eso. Bien sabe D. Braulio que yo soy decente y no hago esas cosas...

-¿Virtudes tenemos? ¡Ay, Dios mío! Deja tú que se te vacíe la carbonera... verás. (Señalando al cofrecillo.) Hija mía, un casco como el tuyo, no puede andar a la vela...

-Lo que me dijo D. Braulio fue que Ángel se ha ido a Toledo, a donde marchó también hace dos días la señorita Leré, para no volver más.

-¿Y eso qué?

-Que Ángel se ha prendado de la capellana, y que no puede vivir sin ella... Me lo dijo también Paula, la pincha de la cocina, a quien yo doy un duro siempre que me la encuentro, para que me cuente lo que ocurre en casa de su amo.

-Y te habrá contado mil mentiras. No hagas caso de marmitonas, que son muy malas.

-Mentira no. Me dijo que el amo estuvo anoche como loco; que daba berridos dentro del cuarto, que al pobre D. Braulio le dijo que si no se le quitaba de delante le mataría, así... Que la santurrona esa le tiene sorbidos los sesos con la religión, y que por las noches se ponían los dos de rodillas, hasta que se quedaban en éxtasis y veían a la Virgen, al Niño Jesús y a toda la corte celestial.

-Mira, eso se lo cuentas a otro, que yo no me trago esas balas...

-¡Ay, Dios mío! -exclamó Dulce suspirando recio-.¡Que no reventara en Toledo un grandísimo volcán y les hiciera polvo a todos! ¡Valiente religión! Farsa, hipocresía, todo mitos. La tal Leré es loca, o una solemnísima tunanta. Y él... no sé qué pensar de él... Dígase lo que se quiera, esta es una intriga de clérigos y jesuitas para sacarle los cuartos.

-¡Lástima de dinero! -dijo D. Pito suspirando también-. Pero en fin, tú no te aflijas, y déjale que gaste su carbón en misas, si quiere. Busca tu flete por otro lado... Aprende a vivir. En todos los puertos se encuentran cargadores.

Ni una palabra más dijo Dulce. Sombría y ceñuda, sus ojos revelaban con su fijeza la persistencia de la idea clavada en su cerebro. Su mal color se acentuaba, degenerando en tono mate de tierra húmeda. Sus bellas facciones notábanse más enérgicamente apuntadas, más picantes, con esa tendencia a la caricatura, que, contenida dentro de ciertos límites, no resulta mal en el arte. Parecía modelada en barro, mejor dicho, que la estaban modelando, y que poco antes habían andado por su bonita nariz y sus cachetes los dedos del artista. Despeinada y a medio vestir, no hacía mal empaque en su desaliño, antes bien, pelo y ropa completaban con artístico desorden la expresión de duelo siniestro y sin esperanza.

Invitada por su tío A dar un paseo, no quiso ir. Al anochecer, sintiendo muy fuerte la debilidad de estómago, y un irresistible apetito de excitantes, confeccionó el ponche que D. Pito le había enseñado, y se lo tomó, cayendo al instante en sopor dulcísimo. Su mente se mecía en un espacio luminoso, acariciada por ideas risueñas, que revoloteaban cual mariposas; tocándola apenas con sus alas irisadas. Esto le producía descanso cerebral y momentáneos eclipses de la idea fija, que se escondía y se amodorraba como un dolor combatido por fuerte anestésico. A la hora de comer, entró el pobre navegante más trastornado que nunca y le dijo con misterio: «He visto la mar».

-¿Qué... qué? -murmuró Dulce, cuyo estado mental era poco propicio al conocimiento.

-Que he visto la mar... la grande... la salada, la que tiene toda la gracia del mundo. Ha venido esta tarde. ¿No lo crees? Ven y la verás. Hoy es la más alta pleamar del año, marea equinoccial... coeficiente de veinticuatro pies... Pues hallábame yo en el Salón del Prado, cuando sentí un ruido de oleaje... bum, bum... La gente huía, Carando; los coches izaban bandera y apretaban a correr. Miro para abajo ¡yema! y ¿qué creerás que vi? Dos vapores ¡me caso con Holofernes! dos vapores que subían a toda máquina por delante de los Almacenes de Pinturas, digo, del Museo, el uno inglés con matrícula de Cardiff, el otro español, alto de guinda, chimenea roja, la numeral en el mesana y contraseña en el trinquete.

Dulce le miraba con asombro lelo... Ni le daba crédito ni se lo negaba. Sentía en su cerebro cierta obstrucción como la que produciría la ingerencia de un cuerpo extraño.

-Vamos a ver la mar bonita.

-Sí -dijo Dulce levantándose y dejándose caer otra vez en el sillón-. Iremos a verla. Pero necesitamos comer antes.

-¿Comer, comer?... Pero si ya comí. En una taberna me sirvieron un bacalao muy rico que me dio mucha sed, y después... ¡pateta! Puedes comer tú sola.

-No tengo ganas. Debilidad sí.

-Pues mira, rompe un huevo en una copa de coñac... lo revuelves bien. No hay mejor alimento.

-¡Ay, sí!

Hízolo, y lo bebió con delicia.

-Pues la mar vino... -repitió el desdichado capitán, dándose sin cesar golpecitos en la barriga para suspenderse los pantalones-. Si tenía que venir ¡yema bonita! En el Prado quedaban los prácticos esperando que la Comandancia de Marina les mandara salir.

Apremiada por su tío, Dulce se puso una toquilla por la cabeza, y salió sin darse cuenta de nada. Cogiola D. Pito del brazo, bajaron, y por San Mateo dirigiéronse a Santa Bárbara. Noche obscura, fresquecita, poca gente en la calle, los pisos húmedos, tiempo de calima, el gas encendido. A lo lejos, los faroles formaban constelaciones de figuras extrañas. En el alto de Santa Bárbara, D. Pito, olfateando la atmósfera, dijo con desconsuelo: «De aquí no se la ve. Tenemos que ir más a fuera».

En Recoletos, Dulce apenas podía andar. Árboles y edificios subían y bajaban con acompasado movimiento de pesas, como los objetos que se ven desde a bordo en día de marejada. Sentose en un banco, y don Pito, en pie junto a ella, con el hongo encasquetado, el gabán muy ceñido y su cuello postizo de pieles, habría despertado la curiosidad de los transeúntes si por allí los hubiera. Gesticulando desaforadamente, husmeaba el aire y decía: «Va rolando al Oeste, y luego rolará al Sur, recorriendo todo el cuadrante. Pues siento ruido de resaca. Mira, mira los botes que vienen con el pasaje»... Quiso detener un coche simón que iba alquilado. «Atraca, hombre, atraca». Pero el cochero no le hizo caso.

-¡Qué pillería de boteros!... Ven hija de mi corazón; vamos un poquito más abajo. Nos embarcaremos en la machina de Cibeles.

Siguieron andando con la mayor irregularidad. -Nos embarcaremos -dijo Dulce con voz argentina-, y nos iremos a Toledo.

-Toledo, Tole... (Meditando.) ¡Ah! sí, ya sé. A veinte millas al Oeste. Farola de luz verde con destellos blancos cada medio minuto. Entrada mala... mar en cuesta.

-Pero tío... tengo miedo a marearme. Las casas bailan.

-No temas. Es la marejadilla que las sacude un poco. Pero no hay cuidado. Yo te quitaré el mareo con vasitos de bálsamo. Rumbo a Tole. ¿Pero no sería mejor que fuéramos a Nueva York, que está una miajita más allá? Verás qué buen país.

-¿Para qué? A Toledo, y le pegaremos fuego a la catedral cuando estén dentro todos los mitos y los curas predicando.

-Pero chica, (Riendo desaforadamente.) ¿qué te han hecho a ti los curas?

-No hay religión. Todo es farsa, chanchullo.

-Poco a poco... ¡me caso con Santa Bárbara! Yo creo en Dios Omnipotente, en la Virgen del Carmen y en su santísima sobrina la mar.

-Yo no creo... -dijo Dulce-. ¿A qué es creer? Si hubiese Dios, por chico que fuera, no pasarían estas cosas.

-Lo que hay es que con la cháchara nos estamos entreteniendo, y la mar se nos va.

-¿Cómo que se va?

-¿No ves que empieza a bajar la marea? Mira, allí hay un barco que se ha quedado en seco.

-Usted se chifla, tío... ¡Qué cosas se le ocurren! Vamos a Toledo ¿sí o no?

-¿Pero qué se te ha perdido a ti en ese Tole?

-Quiero ir allá, y ver lo que hacen. Tío, yo le aseguro a usted que aquel pecho es de algodón.

-¿De algodón? No te entiendo. Pecho de algodón... balas de algodón.

-Eso es, balas, balas.

-¡Ah! explícate bien: lo que quieres decir es que vamos a Nueva Orleans.

No, a Toledo.

-Entonces quisiste decir balas de mazapán.

-No, culebras, culebras de algodón.

¡Culebras! (Meditando.) Menos diquelo ahora. Te has vuelto muy sabia. Yo lo que te digo es que se nos escapa la mar. No me eches a mí la culpa después, si varamos.

-¿Qué es varar? ¿Pegarle a uno con una vara? ¡Ay qué dolor siento ahora... aquí!

-¿En dónde?

-En el alma.

-¿Y dónde está eso? A ver si hay por aquí un poco de alma. (Mirando el todos lados.)

-¿Qué busca tío?

-Una cantina. Aquí hay una; pero está cerrada.¡Me caso con la cantinera! (Golpeando en un puesto de agua.) ¡Eh! ¿no hay quien despache? Miss, miss... La llamo así, porque esta debe de ser inglesa. Nada chica, no responden. Vámonos, que en esta tierra no se guardan consideraciones al público. Y a todas estas ¡Carandito! ya no tenemos mar.

Dulce no le oía, y fatigada se había sentado otra vez en un banquillo de madera.

-Mañana, mañana -prosiguió D. Pito mirando por entre los árboles-, volverá. ¿Pero qué tienes? ¿Es que te entra sueño? ¿Llanticos otra vez? Niña graciosa, no pienses en ese párvulo, inglés, y dale por ahogado. ¿Sabes lo que debes hacer ahora? Pues enrolarte con uno que traiga las bodegas muy bien estivadas de dinero.

Dulce movió la cabeza, como quien se esfuerza en ahuyentar una pesadilla, y su tío, tirándole del brazo la hizo andar algo más, hasta que vieron la Cibeles, blanca, fantástica, en medio de los árboles secos, destacándose vagamente del gris esmerilado de la atmósfera. Parecía que los leones de mármol trotaban en veloz carrera, y que las ruedas del faetón de la diosa levantaban densa nube de agua pulverizada.

«Vámonos hacia el golfo, que es lo único decente de todo lo que ha inventado Dios; vámonos mar afuera hasta que no veamos puerto ni costa ni nada más que cielo y agua». Pero Dulce no podía seguirle, y cayó en tierra con modorra de plomo. Visiones extrañas en que atropelladamente sucedía lo placentero a lo espeluznante, embargaron su espíritu.

En tanto, D. Pito empezó a ver claro y a tener conciencia de la realidad. Quitose el sombrero para desahogar la cabeza, extendió la mano para ver de dónde venía el viento, inspeccionó con experta mirada todo el espacio que en torno se veía, y al convencerse de que no había mar ni cosa que lo valiera, le acometió una tristeza negra, hondísima, de esas que no consienten ni aun la esperanza de consuelo. Arrancó de su seno un suspiro, que era sin duda de familia de huracanes, por la fuerza del resoplido, y se oprimió con ambas manos el cráneo para hacer abortar una idea... la idea de arrojarse de cabeza en el pilón de la Cibeles.


Madrid.- Abril 1890.


FIN DE LA PRIMERA PARTE


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