Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VI - Metamorfosis

de Benito Pérez Galdós


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Dulce, al ver entrar a Guerra tan a deshora, y oír de sus labios que se estaría allí toda la noche, no volvía de su asombro, mayormente por no advertir en el rostro de él expresión de contento, sino más bien de contrariedad y disgusto. Pocas palabras pudo sacarle del cuerpo en el transcurso de la noche, a pesar de los hábiles esfuerzos empleados para romper su reserva y taciturnidad. Por la mañana, la displicencia de Ángel tuvo tonos insufribles. Dulcenombre vio venir la tempestad, y para que ésta no estallase por culpa suya, se fortaleció interiormente con todo el caudal de su prudencia, haciendo el firme voto de no desplegar los labios para contestarle, dijera lo que dijese. Pero en semejantes casos, no hay prudencia que valga; un accidente cualquiera inesperado, cualquier causa exterior sirve de chispa al incendio, y éste se produce instantáneamente. La chispa fue el importuno arribo de D. Pito, el cual, desde la puerta, se anunció con un «¡ah de abordo!» y avanzó por el pasillo renqueando y tosiendo. Al avistar a Guerra, con quien no esperaba cruzarse tan temprano, el marino se desconcertó un poco, no tardando en advertir que el otro no estaba de buenas. Ensayó algunas bromas, que le dieron deplorable resultado, porque nadie se las reía, en vez de darse por vencido, y callar virando en redondo, insistió, con pesadez y familiaridades de mal gusto. Guerra estalló, echándole esta rociada: «Dígame, ¿en qué bodegón hemos comido juntos? ¿No conoce usted que si se le tolera alguna vez es con la condición de que comprenda las circunstancias en que no se le puede tolerar?»

Plegando los músculos de su cara de corcho y entornando los ojos como si le hiciera daño la luz, don Pito mirábale con impertinencia, y al propio tiempo le apuntaba con el índice de su mano derecha alargando ésta lentamente. De su boca salía un mugido burlón, como el que se emplea con los niños para anunciar el coco. Guerra, volado, levantose con animo de darle un empujón. Pero el demonio del capitán, aunque no convencido aún de que la cosa iba de veras, se retiró de un salto, y desde lejos repitió sus burlas, añadiendo movimientos más provocativos, como el de hacer con ambas manos el ademán de citar a la fiera para ponerle banderillas.

-¡Perdido, tonto, borracho! -gritó Guerra cogiendo una silla.

Si Dulce no le ataja, tragedia segura. La cara de don Pito sufrió esa transformación súbita de las bromas a las veras que suele observarse en las disputas humanas. «Eh, poco a poco, poquito a poco -dijo-, y las arrugas de su rostro se distendieron como serpientes que se desenroscan. No palideció, porque semejante careta no podía palidecer».

-Pronto, largo de aquí. (Dejando la silla.) Usted con sus impertinencias tiene la culpa de que yo me ciegue, y olvide que me provoca un carcamal incapaz de tenerse en pie.

-Digo que poquito a poco... y explíquese quién ha faltado, pues, y quién no ha faltado.

A cada instante hacía el pobre capitán un movimiento de barriga, auxiliado por un gesto de la mano derecha, como si quisiera mantener en la cintura los pantalones, que propendían siempre a escurrirse para abajo. Este movimiento habitual se repetía en él cada pocos segundos, cuando se alteraba.

-No quiero explicaciones -dijo Guerra-. Despéjeme usted la casa.

Dulce, con gestos más que con palabras, rogaba a su tío que zarpara pronto de allí.

-Vamos por partes -insistía el viejo, de pie junto a la puerta, pero sin intención de hacer rumbo a la calle-. Yo no he faltado, Carando, y mi dignidad no permite que se me trate sin el respeto debido. ¿Es que soy un negro? (Alzando mucho la voz.)

-Si fuera usted un negro, se vendería -le dijo Ángel con desprecio-. Andando, andando de aquí. -Yo no vendo a nadie, ¡yema! ¿Eh? ¿qué es eso?... ¿Es que yo no tengo dignidad? Se me trata de este modo porque... (Buscando el tono patético.) porque soy un pobre mareante que ha llegado a la vejez sin víveres. Pues sepa el muy... párvulo que a mí nadie me embiste, y que pobre y desarbolado, doy avante toda, y al que se me atraviesa delante; lo parto. (Amenazando con el bastón.) ¿Eh?... Viejo y escorado, sé lo que es dignidad, caballerito Guerra. ¿Cree usted que le voy a pedir algo? ¡Inglés! Yo no me rebajo, yo no me humillo; tomaré de mi sobrina las sobras de su rancho; pero de usted, ¡ingles!... quite allá... ¡Pues estamos lucidos!... Párvulo, quédate con Dios: estás perdonado.

Orzó gobernando en demanda de la puerta; pero su carácter impetuoso lo trajo de nuevo a la disputa.

-Conste que no he faltado -dijo desde la puerta-, y que no arrío mi bandera. ¡Me caso con el arpa de David! Yo no pido nada. Tengo amigos pobres que me dan de comer: no quiero nada de los ricos, carando. ¿De qué sirve el dinero, pateta? De motivos para condenarse, y yo no me condeno, yo me voy al Cielo derecho, ¡ojalá fuera mañana!... Y no me cambio por usted, no, no me cambio, no le tengo envidia, porque lo que yo quiero es una conciencia... ¡yema! como la mía, y si ahora me pusieran delante un cargamento de dinero, le daría un escobazo... ¿Qué? ¿no lo cree? (Avanzando algunos pasos, deseoso de discutir.)

-No, si yo ni creo ni dejo de creer -dijo Guerra sentándose con desdeñosa calma. Déjeme usted en paz.

-¡El dinero! ¡Me caso...! (Con pesadez.) ¡Qué cosa más inútil, y más... más... asquerosa! Bendito sea el pobre, el pobre honrado como yo, que no tiene sobre qué caerse muerto, ni vivo... ¿Ve usted mis bodegas? (Mostrando los bolsillos.) Están lo que se llama plan barrido. Así, así es como es uno feliz, y no contando fajos de billetes, de esos billetes infames, cochinos... que... Eh, párvulo, lo repito, yo no pido nada, yo no quiero nada: ¡Viva el hambre, viva el frío, vivan... las yemas del tío Carando! Adiós; avante toda.

Salió por el pasillo adelante, marcando el paso con el pie muerto, del cual tiraba la pierna reumática ayudada por la sana, dejándolo caer como una maza sobre el suelo. Oyose el portazo, cuya violencia acusaba una dignidad profundamente herida.

Dulce lloraba en silencio, sentada en una butaca frente a Guerra, el cual sin mirar a su querida, sintió por primera vez que la infeliz mujer no era ya totalmente una excepción de la repugnancia que todos los Babeles le inspiraban. Poco antes, al apuntarse este sentimiento hostil, túvole miedo y procuró sofocarlo; pero ya iba siendo demasiado vivo, y apenas cabían componendas con él. El estado de espíritu y de conciencia de Ángel impedíale todo disimulo, y lo único posible era poner bastante delicadeza y consideración en el rompimiento que ya resultaba inexcusable.

-Dulce -le dijo-. Ya no es fácil entendernos. Tu familia y yo somos incompatibles.

-¡Qué tontería! -murmuró ella, secándose las lágrimas-. Si te has cansado de mí, ¿para qué tomas el pretexto de mi familia? Bien sabes que, si quieres, no te molestarán, y que sus impertinencias las aguanto yo sola. ¿A qué viene todo esto? Mi familia no te estorba para venir aquí; es que ya no te gusta venir; es que te canso, te molesto. Desde que eres rico, has cambiado completamente para mí. Claridad, franqueza: si no me quieres ya, dímelo; si piensas dejarme, antes hoy que mañana.

-Ten calma -dijo Guerra, con más piedad que ira-. Podría suceder que las circunstancias me obligaran a alejarme de ti. Si esto ocurriere, yo no te abandonaré. No creas que voy a dejarte en la miseria.


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