Ángel Guerra (Galdós)/023
XI
editarEntre tanto Guerra, sin sueño alguno, inquieto al ver que su madre no dormía, y no atreviéndose a entablar con ella un diálogo festivo para entretenerla, pues temía que a lo mejor las expresiones cariñosas se agriasen en los labios del uno o del otro, dejaba correr sus miradas por el techo de la habitación, y sus pensamientos por toda aquella última etapa de su vida, tan llena de extraños accidentes. La imagen y el recuerdo de Dulce le perseguían. Consideraba lo que padecería la infeliz, sola y sin recursos, ignorando las causas de la ausencia de él. «Anoche salí con propósito de volver pronto -pensaba-, y esta es la hora. ¡Pobre Dulce! No dormirá en toda la noche... Se le ocurrirán mil desatinos... que me ha cogido la policía... qué sé yo... ¡Cuanto más considera uno la farsa de este convencionalismo en que vivimos, más ridícula nos parece! Yo pregunto ¿qué razón humana ni divina, bien entendido lo divino y lo humano, se opone a que yo traiga conmigo a Dulce cuando vengo a esta casa, a que nos quedemos aquí los dos, viviendo con mi hija y mi madre...? Pero ya oigo la respuesta. Ninguna razón, divina ni humana se opone; lo que se opone es el comedión social, y el carácter y las ideas de mi madre... ¡Dulce en esta casa! Parece que sólo de pensarlo revienta un volcán, o se abren las cataratas del cielo y se nos viene encima otro Diluvio Universal. Nada, nada, para que yo sea persona decente, digna de alternar con los Medinas, Bringas y Taramundis, es preciso que abomine de aquella infeliz mujer que no sabe vivir ni respirar sino por mí y para mí. ¡Pretensión ridícula que yo la abandone! Mi mayor gozo sería traerla aquí, y decirle: «De todo esto que ves, de toda la comodidad y amplitud de esta crasa, participas tú, y del cariño de mi hija, y del afecto de mi madre. Viviremos los cuatro tan contentos». ¡Qué sueño, qué delirio!... No puede ser. Hay que romper con esto o con aquello... Tengo por seguro que si Dulce viviera aquí, sería para mi hija una verdadera madre, y si mi madre se amansara y fuera otra, Dulce sería para ella una hija cariñosa. La pobrecilla está formada de esa substancia moral, blanda y fina, que se amolda a todo lo que la rodea, y se adapta mejor cuando lo que la rodea es bueno. Pues si mi madre estuviera bien de salud y me hablara de esto... ¡Oh qué cosas le diría yo! ¡Cómo razonaría mi conducta, cómo le explicaría por qué quiero a esa mujer, y por qué olvido sus culpas y su pasado negro, obra de su propia mansedumbre y de la miseria! Yo me río a carcajadas de los escrúpulos sociales, y del fariseísmo de todo ese vulgo tiránico y egoísta que quiere gobernarnos...»
Doña Sales había cerrado los ojos. Por efecto de la prolongada quietud física, Ángel sintió también algo de pesadez en sus párpados. Pero repentinamente se despabiló, cual si hubiera oído la voz de la enferma que le increpaba. La miró, cerciorándose, por su aspecto, de que reposaba tranquila, al menos en apariencia. Volvió a cerrar los ojos, y entonces la voz interna vibró dentro de él, hilando conceptos iracundos, que no eran divagaciones, como los de antes, sino más bien réplicas a algo que doña Sales no le había dicho, pero que muy bien le habría podido decir. Óigase la réplica:
«Parece mentira, mamá, que sostengas cosa tan contraria a la verdad de los hechos. ¡Que yo me debo a mí propio mis desgracias!... ¡que todo el mal que sufro es obra mía!... ¡que tú te has desvivido por rodearme de bienes, y yo he tirado esos bienes por la ventana! Pero, mamá, vamos a cuentas, y examinemos un poco lo pasado. ¿Quién es responsable del mayor mal de mi vida, de mi matrimonio, sino tú? En aquel tiempo, yo sentía en mí los instintos cismáticos; pero aún conservaba la forma ortodoxa, la obediencia. Yo te quería y te respetaba sobre todas las cosas, y tu voluntad era sagrada para mí. Influida por esos amigos de la familia, que tú admiras y veneras tanto como yo les detesto, te empeñaste en que me había de casar con Pepita Pez. «Pero, mamá, si Pepita Pez no me gusta, si no congeniamos... Es más, me figuro que yo no le gusto a ella. Soy muy rudo, ella muy fina, superficial, educada en el formalismo madrileño, en el culto de las apariencias, trasunto fiel de la tontería remilgada de su papá y de todos los Peces...» Recuerda cómo te volabas cuando yo te decía esto, recuerda también los elogios que hacías de la chica. Entre ella y su padre, con adulaciones y marrullerías, te habían trastornado la cabeza... «Nada, nada, tonto. Que te has de casar, y que te has de casar, y que te has de casar... ¿Qué entiendes tú de mujeres? Pepa es un ángel, y en la intimidad te prendarás de ella». Yo tenía ya ideas propias, pero conservaba el hábito de sacrificarlas a las tuyas. Me sentía niño ante ti, como cuando me sentabas sobre tus rodillas. Nada me afligía tanto como disgustarte... «¿Con que te empeñas en que me case, mamá querida? Pues allá voy, te obedezco, soy tu esclavo... ¡Prueba terrible y cara! Pago con mi felicidad mi patente de hijo sumiso... En efecto, aquello salió como debía salir: no necesito recordártelo. Mi mujer y yo fuimos, desde los primeros días, de una incompatibilidad desesperante. Todo lo que a mí me desagradaba, gustábale a ella. Su presunción, su frivolidad me atormentaban más que la sequedad de su alma. Me ofendía con sus trajes, con su incesante callejeo, con sus artificios, con su desamor y con sus mimos y patatuses cuando no la complacíamos en cualquier estúpido capricho. Lo que pasé, mamá, lo que sufrimos, ¿cómo ha podido olvidársete? Escapamos de aquel suplicio gracias a la pulmonía que se la llevó. ¡Y todavía el mamarracho de don Manuel Pez aseguraba que yo maté a disgustos a su pobre niña! ¿Te acuerdas del día en que nos liamos de palabras en el comedor de esta casa, y arremetí a él y por poco le ahogo? Ese Pez y otros como él nulidades huecas, fariseos y escribas de este dogmatismo imbécil de las conveniencias sociales, han sido los determinantes de mi conducta rebelde y de mis aficiones anárquicas. Cuando me quedé viudo, considereme indultado de una terrible condena, y dije: «ya no obedezco más...» Pues te diré, ya que aquella lección no te curó de tus mañas autoritarias, que Dulce es la antítesis de mi mujer. Esta, y no aquella, merecería ser la madre de tu nieta. Esta, y no aquella, endulza y alegra mi vida. Esta, y no aquella, debiera reinar en nuestra casa, al lado tuyo. Pero no cederás en esto, lo sé. Primero correrán las montañas, y los bueyes pastarán en las nubes, y las aves darán de mamar a sus polluelos... No, no me eches la culpa de que se te haya trastornado el corazón. Culpa más bien a tu carácter absorbente y despótico, que no admite ni la desobediencia más leve, ni la réplica, ni siquiera la opinión de los demás. Encontreme atado con mil lazos, algunos legítimos, otros no; quise romper los que más me oprimían, y tirando, tirando se rompieron todos. Soy revolucionario por el odio que tomé al medio en que me criaste, y a las infinitas trabas que poner querías a mi pensamiento. Te lo expliqué mil veces, y nunca lo quisiste entender. Volveré a explicártelo cuando estés mejor, y puedas oírme sin peligro».
Doña Sales no dormía. Deseando conciliar el sueño, y librarse de aquel suplicio de la voz interna, apretaba los párpados, evocaba el descanso y el olvido, poniendo en práctica para ello ciertas recetas de higiene cerebral, como rezar tantos o cuantos Padres nuestros y Avemarías, hacer sumas y restas, o contar cifras altas. Pero ni por esas. El verbo interior saltaba por encima de todo aquel fárrago aritmético y piadoso con que ahogarlo se pretendía, y clamaba de esta suerte:
«¡Cualquier día me engañas tú a mí con esa humildad de farsa! ¡Quién sabe si, aparentando quererme y respetarme, habrás traído a casa contigo a esa mujerzuela!... Puede que en estos momentos la tengas escondida en tu cuarto o en otra habitación de la casa... No, no, esto sería el colmo. A profanación tan grande no te atreverás; y si te atrevieras, Braulio y Leré no lo consentirían... Pero ¡bah! como yo me muera, seguro es que te faltará tiempo para meterla aquí, y ponerla al frente de la casa, gobernándolo todo, personas y cosas... Dios mío, ¿esto cabría en lo humano? ¡Mi Ción en poder de esa...! ¡Mi casa...! No, no, no quiero pensar tal disparate. Toda la sangre se me lanza al pecho en terrible catarata, y me ahogo, se me paralizan los miembros, se me acaba la vida. Dios mío, Virgen Santísima, libradme del infierno de esta idea. Si me muero, que muera en paz. Alejad de mí la cólera; que no espire, no, rabiando».