Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo III - La vuelta del hijo pródigo

de Benito Pérez Galdós


Como subsiste indeleble hasta la vejez la señal de la viruela en los que han padecido esta cruel enfermedad, así subsistió en la complexión psicológica de Ángel Guerra la huella de aquel inmenso trastorno. Siempre que se destemplaba moralmente, confundiéndose en su naturaleza el acíbar de una pesadumbre con el amargor de la bilis, y se acostaba caviloso y algo febril, despuntaba en su cerebro la terrible página histórica, alterada quizá conforme a ley del tiempo, pero sin que faltaran en ella ni el hombre del cabello erizado ni los infelices sargentos pataleando entre charcos de sangre. Y aquella noche, después de caído desde el piso más alto de la casa en construcción, y cuando otra vez lentamente sabía ¡cosa extraña! con las piernas embutidas en el cuerpo, tuvo la siniestra visión... Su angustia y pavor eran los mismos que en los días de su niñez, cuando sobrecogido y temblando entre las sábanas, le atormentaba la reproducción de lo que había visto. El grado último, irresistible, de la opresión cardiaca determinaba el despertar. Lanzó un ay lastimero, y abrió los ojos, revolviéndose en el sillón. Al propio tiempo, alguien le tocaba al hombro. En aquella transición nebulosa de la falsa a la verdadera vida, vio al abrir los ojos, algo que le obligó a cerrarlos inmediatamente, un brillo tembloroso como de lentejuelas que se mueven al sol... Volvió a mirar, dudando si era ficticia o real la impresión recibida, y...

-¡Ah! Leré... No creas, estaba despierto; sólo que...

-¿Quiere usted que le traiga chocolate?

-Ante todo, ¿cómo está mamá? -preguntó Ángel restregándose los ojos.

-No ha pasado mala noche. Algunos ratitos de molestia. Ya sabe que anda usted por París, y que ha telegrafiado, y que va a venir a escape. Más tarde se le dirá que está en camino.

-Eso es, y que vengo por los aires... montado en una escoba.

-Lo que importa es evitarle un golpe, una sorpresa peligrosa. De aquí al mediodía, puede usted hacer el viaje de París a Madrid.

- Bueno, bueno; me someto a lo que queráis... Pero con la niña no necesitamos de esos estudios. Tráemela al momento.

-¡Eh! ¿qué es eso? ¿Ya empieza el despotismo? (Con gracejo y bondad.) Dentro de un ratito la levantaré. Es muy temprano.

-Me la traes enseguida.

-Poco a poco. ¡Qué genio tan vivo! La niña es impresionable, como su papá, y además muy charlatana. Por mucho que se le predique, será difícil evitar que lleve a la abuelita el cuento de que su papá está aquí.

- ¿Pero qué farsa es esta? (Sulfurándose.) ¿También quieres impedirme que vea a mi hija? Leré, no me saques la cólera. Aquí mando yo, quiero decir, en lo que concierne a la niña, manda su padre. Obedéceme, o te armo un escándalo.

-¡Ay, qué genio de hombre! Tenga usted calma. Yo lo arreglaré. Ante todo, ¿quiere café o chocolate?

-¡Veneno... es lo que me das tú con tus prohibiciones estúpidas! (Paseándose por la habitación.) Soy un extraño en mi propia casa, y me tratan como a un huésped importuno. Te digo que me traigas a Ción, o voy por ella.

En esto entró Braulio, recién salido de las ociosas plumas, y quiso buscar una componenda.

-Vamos, Ángel, hazte cargo de las circunstancias. Verás a la niña en cuanto haya estado un ratito con su abuela. Procuraremos entretenerla por acá; para que no nos estropee la comedia que hemos de representar. Ven al comedor, donde ya tenemos a nuestro don León Pintado tomando su chocolate.

De muy mala gana pasó Ángel al comedor, protestando de tanta disposición restrictiva, y de tanta traba y expedienteo, y allí tuvo el disgusto de ser abrazado por el canónigo toledano, quien, servilleta en pescuezo, se levantó para salir a su encuentro, diciéndole:

«Angelito de mis entretelas, ven acá. ¡Qué grata sorpresa, y qué medicina para tu madre! Eso del brazo no es nada ¿verdad? Siéntate, y... pecho al soconuzco. ¿Con que otra vez por aquí?... Alleluia. Has hecho bien, hombre, bien, bien, en venir a consolar a tu pobre madre y a reconciliarte con ella. Alleluia. Habrá indulgencia plenaria y olvido de lo pasado».

Aunque Pintado no le era simpático, agradeció Ángel sus frases cariñosas y de concordia. Tenía el canónigo gran predicamento en la casa, y su actitud tolerante era señal de que las cosas irían por buen camino. Jamás, la verdad sea dicha, hicieron buenas migas el hijo y el confesor de doña Sales, pues aquel tenía de éste mediano concepto, juzgándole un vividor, amigo de arreglos y de no llevar nunca las cosas por la tremenda, más atento a su propio interés que al rigor de las ideas, y por esto le toleraba como un anal atenuado, que preservaba de mal mayor. Natural de Illescas, deudo y protegido de los Guerras y los Monegros, había sido capellán de las Micaelas en Madrid, y de esta posición obscura lleváronle las influencias de doña Sales y de sus amigos y parientes a la silla del coro metropolitano, en la cual vivía bien a sus anchas, pronto a plantarse en Madrid si su protectora manifestaba deseos de consultarle algo, o en cuanto se empeoraba de sus males crónicos.

Era (como recordará quien conozca la historia de Fortunata) corpulento y gallardo, de buena edad, afable y conciliador, presumidillo en el vestir, de absoluta insignificancia intelectual y moral, buen templador de gaitas, amigo de estar bien con todo el mundo, mayormente con las personas de posición. Mejor tresillista que teólogo, sus admirables disposiciones para aquel juego, así como para el ajedrez, se habían desarrollado en la vida soñolienta y desocupada de la ciudad imperial. Por doña Sales tenía veneración, y habría dado cualquier cosa de precio, verbigracia, su mejor roquete, por reconciliarla definitivamente con el hijo, apretando en la cabeza de éste los tornillos que, según decía se le habían aflojado. Pero es el caso que las exhortaciones del capellán de la familia oíalas Ángel como quien oye llover, y cuando se liaban en alguna controversia de política o de moral, Pintado salía con las manos en la cabeza, aun cuando en muchas ocasiones la razón estaba de su parte. Pero, lo que pasa: así como a un combatiente no le vale de nada el arrojo si carece de brazos, a Pintado maldito de lo que le servía la razón, no teniendo razones.

Contestó Guerra con frases de pura fórmula a las afectuosas de D. León, y ambos esquivaron entrar en el fondo del asunto, como dicen los discutidores, pues los momentos no eran propicios para disputas graves. La llegada del médico concentró la atención de todos en la enfermedad de la señora: Augusto Miquis consideró que la vuelta del hijo pródigo podría influir lisonjeramente en el estado de doña Sales, siempre que se evitaran las emociones hondas y repentinas; y después de ver a la enferma, volvió al comedor, recomendando cariñosamente a Guerra que se presentase a su madre como dispuesto a variar de conducta, haciéndole en aquel trance delicado el sacrificio de todas las ideas que contrariaban a la pobre señora y afligían su espíritu.

«Bueno, bueno, bueno -decía Guerra media hora después, paseándose en el comedor, con las manos en los bolsillos-. Por, sacrificios míos no quedará.

Y acordándose en aquel instante de la infeliz Dulce, lanzó al espacio un suspiro como un templo, en el cual envueltas iban estas ideas. «¡Pobrecilla!... borrada de mi mente desde que estoy aquí. No, no es justo que yo la olvide... ¡Qué iniquidad! ¡Maldita suerte mía! ¡Que me vea yo en este conflicto diabólico! ¡Que no pueda yo entrar en mi casa sin dejarme a la puerta ideas, sentimientos que no es fácil arrancar de mí! ¡Maldita suerte mía!»

Dijo esta última frase en alta voz y Braulio, que presente estaba, se alarmó. «Ángel, ¿qué estás mascullando ahí? -le dijo-. ¿No hemos convenido en que se acabó todo eso... todo eso que...?»

El buen administrador no pudo concluir la frase. Guerra, que fácilmente se enardecía, parose ante él, diciéndole con desabrido tono: «Braulio, la vida no es fácil más que para los tontos. Bienaventurados los que tienen la cabeza vacía, porque de ellos es la felicidad. Si yo fuera una máquina, no me vería delante de estos problemas.

-¡Problemas! -exclamó Braulio con desdén, pues no conocía más que los de la aritmética-. Pero ¿quién te mete a ti en... eso? Lo que dice D. León: hay que apretarte los tornillos de la cabeza... ¡Problemas! ¿De qué?

-De sentimiento, hijo, de razón, y de... Cuanto más discurro, más se me salen de su tuerca los tornillos estos. El que me los apretara, me haría un grandísimo favor, aunque me dejase más tonto que Pintado, que es cuanto hay que decir.

Disponíase Braulio a contestar, atacándole con las armas del sentido común, no tan al alcance de su mano como él creía, cuando oyeron ambos en el pasillo unas pataditas rápidas y sonoras. Guerra se lanzó a la puerta, y antes que Ción entrara, la cogió en brazos, dándola mil besos y estrechándola contra su corazón. Detrás venía Leré, el dedo en la boca, sonriendo y recomendando silencio y formalidad.

-Cuidadito, Ción con lo que te he dicho. No, chilles ni alborotes. Tu papá te comprará el ajuarito de cocina, si eres buena.

En la exaltación de su cariño, Guerra, tan pronto besaba a la chiquilla, como a la muñeca que traía en sus brazos.


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