Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo II - Los Babeles

de Benito Pérez Galdós


Desde el día de su bautizo hasta que cumplió los veinte años, nada nos ofrece en su existencia Dulcenombre que digno sea de ser contado, salvo algunos accidentes de su educación. Tuvo la suerte de que la alcanzara, allá por los catorce o quince años, una de las etapas más florecientes de la carrera administrativa de D. Simón, quien, investigando el Timbre o el Subsidio Industrial, traía bastante dinero a casa; y gracias a esto la muchacha concurrió algún tiempo a la escuela de Institutrices, donde le enseñaron porción de cosas que no saben la generalidad de las niñas. Pero como las rachas favorables duraban poco, a lo mejor tenía que suspender sus estudios por no ser posible atender al gasto de libros y matrículas, ni tener traje y calzado con que presentarse en la clase. Por esto su saber era incompleto y de retazos; lástima grande, porque disposiciones no le faltaban, ni ganas de instruirse, con la noble ilusión de obtener título y procurarse algún día posición independiente y honrada.

Pero su torvo destino se gozó en echar por tierra aquella ilusión y pisotearla cruelmente, porque tras las breves temporadas de prosperidad vinieron otras larguísimas de miseria y angustia. Hubo meses de espantosa escasez, días de hambre Ugolina, horas terribles en que doña Catalina invocó bramando y corriendo por los pasillos, a todos los Reyes de su tronco dinástico. La familia navegaba por el mar de la vida en medio de un deshecho huracán, y a cada instante tenía que arrojar al agua parte del contenido de la nave para que ésta no se hundiera. Tras de los muebles menos útiles, iban camas, colchones, sábanas, y tras la ropa de abrigo, la que sin serlo sirve para cubrirnos y diferenciarnos de los animales. Ofrecía la casa un cuadro de miseria y desastre, cuyas tintas siniestras y accidentes luctuosos traían a la memoria las ruinas de ciudades, las pestes y hambres épicas cantadas por la musa antigua, sin que faltaran, en medio de tan lúgubres episodios, rasgos cómicos de esos que hacen llorar. Llegaron días en los cuales, habiendo los Babeles vendido o empeñado hasta las camisas, ya no les restaba nada que empeñar o vender. En aquella progresión pavorosa, después de la última prenda de ropa, que por ser la última es la primera guardiana del pudor, ya no quedaba más que el pudor mismo. «Gran cosa es la honra» -pensaba en silencio D. Simón y doña Catalina, aunque no se comunicaban su atrevida idea-. Pero ante la materialidad del vivir, ante el terrible clamor de la sangre, de los huesos, del tejido, pidiendo nutrición, ¿qué significaba la ley aquella indecisa y cuestionable de la honra, adorno, lujo más bien, de las personas cuyos estómagos no están nunca vacíos?

Sucedió, pues, lo que por un fenómeno de gravedad tenía que suceder. Lo moral hubo de sucumbir ante lo físico. La egregia doña Catalina lloró mucho, justo es declararlo, el día en que no tuvo más remedio que acceder a ciertas proposiciones que se le hacían referentes a Dulce, y doliéndose con medio corazón de lo que ésta perdía, con el otro medio saboreaba el alivio de sus angustias, pagando al panadero, a toca teja, tres meses de suministro, al carnicero cuatro, y rescatando algunas ropas cautivas.

Etapa de relativo desahogo. Emperegiladita con ropas tomadas a plazo, que poco a poco iban siendo suyas, Dulce salía de casa algunas tardes y noches, como quien va a su negocio, a veces con cara sombría, a veces contenta. La familia vivía, y la nutrición dejó de ser un concepto teórico en aquel grupo de seres infelices. Días hubo en que hasta se notaban en la casa señales de abundancia, porque, eso sí, los Babeles (era en ellos vicio constitutivo, incapaz de reforma), en cuanto tenían un respiro, echaban la casa por la ventana.

Imposible fijar lo que duraron estos tratos y estos trotes. Lo qué sí se sabe es que una noche entró don Simón en su casa con Ángel Guerra, el cual iba a tratar con él (no conociéndole todavía como le conoció más tarde) de ciertos detalles de conspiración, pues García Babel y su hijo Arístides hallábanse entonces muy metidos en la política rabiosa y desesperada, por no serles posible arrimarse a ninguna otra. Vio Guerra a Dulcenombre, y recíprocamente se agradaron; volvieron a verse a la noche siguiente en otra parte, y la simpatía recíproca se avivó más. El amor, como rara vez sucede, nació de la simiente del vicio, y a los dos días de conocimiento, Ángel propuso a Dulce irse con él, abandonando un modo de vivir que no cuadraba a su complexión moral. Propuesto y aceptado. La joven desapareció de la casa paterna con gran consternación de los Babeles, que la estuvieron buscando desatinados por todo Madrid durante una semana. Por fin, la fugitiva, que al lado de Guerra tenía lo que puede llamarse una posición, tendió la mano a su familia; restableciose la cordialidad entre el raptor y los Babeles, gracias a lo cual éstos recibían los socorros indispensables para matar el gusanillo. Pasó un año en esta conformidad, y al cabo de él, a poco de mudarse los dos tórtolos de la calle de San Marcos a la de Santa Agueda, ocurrió la absurda intentona revolucionaria, la herida de Guerra, su reclusión, etc.... Adelante con los Babeles.


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