Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo I - Desengañado

de Benito Pérez Galdós


La debilidad de su cuerpo y la ebullición mental se manifestaron de improviso en el terreno de la ternura. Llamaba a su compañera para decirle con pueril afán: «Dulcísima, ¿me quieres? ¿Pero me quieres de verdad?» Ella respondía que sí con efusión del alma, añadiendo a la palabra demostraciones materiales que restallaban en la alcoba, porque entre otras particularidades fisiológicas, tenía la de besar de una manera ruidosa y descompasada. Queriendo arrancarle confesiones de más valía, Ángel la interrogaba así: «¿Me quieres por encima de todos y de todo? ¿Me perdonas que te arrancara a tu familia, juntándote con un hombre que está fuera de la ley y que puede dar con sus huesos en el destierro o en el patíbulo?»

Dulcenombre se echó a reír, diciendo que para ella no había más familia que él ni más leyes que la voluntad del hombre amado, y que lo seguiría a cuantas aventuras se quisiera lanzar. Agregaba que el dejar a su familia no era un mérito, pues cualquier género de vida, aun el más deshonroso, valía más que vivir con sus padres y hermanos.

-En eso estamos conformes -dijo Guerra-, y al sacarte de tu casa, te saqué de una leonera; pero si allí no eras más honrada, estabas más libre.

-No me gusta la libertad -se apresuró a decir Dulce-: Me siento mejor sometida, y con el cuello bien amarrado al yugo de un hombre que me gusta por el alma y por el cuerpo. Obedecer queriendo es mi delicia, y servir a mi dueño, siendo también por mi parte un poco dueña de él, quiero decir, esclava y señora... Pero déjame ir un momento a la cocina, que se nos quema el puchero.

Al quedarse solo, Ángel reflexionaba diciéndose: «En medio de tantas desgracias y caídas tengo el consuelo de poseer esta leal amiga, dechado de fidelidad, paciencia y adhesión, que cogí como con lazo en una selva obscura. Mi vida no es tan triste y desastrada como he podido creer, porque esta mujer me la ennoblece, y me colma de consuelos espirituales». Acordábase al punto de su madre y de su hija, y si el recuerdo de la primera causábale cierto terror, al pensar en la segunda se desbordaba en su alma la ternura. Urge decir que Ángel Guerra era viudo, y tenía una niña de siete años llamada Encarnación, a quien amaba con delirio. Su mayor pena en la encerrona a que se veía condenado, y a la cual probablemente seguiría larga proscripción, era verse alejado por tiempo incalculable de su inocente hija; y también le inquietaba la idea de una definitiva ruptura con su madre, a quien respetaba y quería, no obstante la infranqueable diferencia de opiniones entre ambos. Almorzó aquel día sin gana, fumó más de lo conveniente, pidió sus libros, en los cuales leyó algunas páginas sin enterarse de nada, y hastiado del tabaco y de las letras, renegó de su suerte y de los motivos de tan fastidiosa esclavitud. Dulce le consolaba desde la sala con palabras festivas, y amorosas mientras se peinaba sentada frente al armario de luna. Conviene ahora decir que Dulcenombre era bonita, y que lo habría sido más si su natural belleza hubiera tenido el adorno de las carnes lozanas, que por sí solas decoran y visten una figura de mujer. ¡Lástima que fuese más que delgada, flaca, y tan esbelta, que la comparación de su cuerpo con un junco no resultaba hipérbole! Era su rostro de una nobleza indiscutible; el perfil muy acentuado en el corte de la distinción y espiritualidad, cara y silueta dignas de lucir en un teatro con trajes históricos, dignas también de un bajo relieve de alabastro ahumado por el tiempo. Por esto Ángel Guerra bromeaba con su querida, diciéndole que parecía una princesa borgoñona o italiana, sacada de su sarcófago y rediviva por conjuros del diablo. Su mal color, como de leche, y miel de caña mezcladas en buena proporción, abonaba aquel juicio. Tenía entonces veinticuatro años, y representaba treinta, señal de que su hermosura y su juventud tendían a consumirse pronto, como candelas con doble pábilo, y antes de que se acabara en ella la mujer, ya se estaba anunciando la momia.

Nadie pareció por la casa en todo el día. La soledad y abandono en que vivía la pareja fueron de grandísimo consuelo para el revolucionario, que empezó a tener confianza en la impunidad. Su mayor recelo era que Arístides y Fausto, hermanos de Dulcenombre, llamasen a la puerta.

-No vendrán -dijo ella- ¿A qué cuento habrían de venir ahora, si no vienen casi nunca?

-No conoces a tus hermanos, hija mía. Vendrán sólo por el gusto de fisgonear, de molestarme y de venderme, si hubiera quien les diese algo por mí.

-Estate tranquilo. Sólo vendrían en el caso de que yo tardara muchos días en ir allá. Para evitar que nos visiten, pasaré esta noche o mañana si te parece.

-Sí, sí. Y llévales algo para que el mal humor, hermano gemelo de la penuria, no les ponga en ese estado particular del espíritu que engendra el dolo y las traiciones.

Quedó convenido esto, y Guerra descansó largo rato hasta la tarde. Ya de noche, después de comer cuando Dulce había encendido la lámpara, disponiéndose a emplear un par de horas en el arreglo de su ropa, el herido se animó considerablemente. No podía estarse quieto; sus ganas de hablar rayaban en frenesí, y como era aquella la hora de la cháchara y de las disputas con los amigos en el café, o en algún círculo más o menos público, la costumbre imponía su fuero, y el hombre habría charlado consigo mismo, si no tuviera a su querida para componerse un auditorio. Hízola pasar de la sala a la alcoba, llevando la luz, la silla baja, la cesta de ropa y una caja en que tenía los chismes de costura, la cual puso sobre la cama por no haber sitio más apropiado. A la cama saltó también la perra; la lámpara fue puesta sobre la mesa de noche, para que dominara con su claridad todo el grupo, que resultaba simpático. Ángel sentía febril apetito de contar las ocurrencias de la noche anterior, en las cuales había sido actor o testigo, y añadir los comentarios propios de sucesos tan graves. Por momentos se figuraba tener delante a su trinca del Círculo Propagandista Revindicador, y que alguien le contradecía, excitándole más. Cuando un hombre ha presenciado sucesos que pasan a la Historia, aunque sea de contrabando, y que acaloran la opinión, natural es que sienta el prurito de contarlos, de rectificar errores, y de poner cada cosa y cada persona en su lugar. En Guerra hablaban aquella noche el orgullo del testigo que sabe lo que los oyentes ignoran, el amor propio del narrador bien informado, y el coraje del revolucionario sin éxito.

Atención.

-Mira tú, querida, yo te aseguro que el general Araña estaba comprometido, aunque con reservas. Un amigo suyo, paisano, fue a nuestras reuniones de la calle de la Estrella y de la calle de la Fe, y nos dijo: «Señores, si el general Araña, al estallar el movimiento, se presentara ¿qué harían ustedes?» A lo que respondió Campón: «Pues nos pondríamos todos a sus órdenes». A pesar de este ofrecimiento, no contábamos con el general Araña, ni con el general Socorro, a no ser que desde el primer momento tuviéramos asegurado un triunfo indiscutible.

Pues verás otra cosa. Los periódicos censuran el movimiento por descabellado, fíjate bien, y dan por cierto que lo realizaron los ochenta hombres a caballo de Simancas y las dos compañías de infantería de Cerinola. Lo que hay es que estos infelices fueron los únicos que tuvieron arranque para cumplir lo pactado. Yo te aseguro, como si lo hubiera visto, que en un patio del cuartel de la Montaña estuvo formado el batallón de Andujar. Los sargentos y los oficiales nuestros lo habían arreglado bien; pero... lo que pasa en estos casos... entra el coronel, y ya tienes perdida toda la fuerza moral de los sargentos. «¿Qué es esto, voto al rayo?» «Nada, mi coronel, que supimos que había jarana, y estábamos preparando a los chicos para salir a sostener el orden». (Estupefacción de Dulce.) Pues verás otra mejor. En los Docks, teníamos conquistada la artillería. ¿Recuerdas que, cuando vivíamos en la calle de San Marcos, fue un domingo por la tarde a casa un muchacho, militar, y al otro día otro? A ti te chocó que habláramos solos más de una hora, y te enojaste porque no te quise decir de qué habíamos hablado. Pues eran sargentos de artillería. Yo les trabajé lo mejor que pude. Otros había que de meses atrás venían catequizados por amigos nuestros. Me consta que desde las diez, los sargentos habían hecho vestir a los chicos, y les tenían acostados en sus camas, bien tapaditos con las mantas, esperando la hora. Pero... la de siempre, hija mía, resultó lo mismo que en la Montaña, los oficiales se impusieron, y allí no se movió nadie.

-Pero dime -le preguntó Dulce-, ¿estabas tú en todas partes para saber lo que en todas partes pasaba?

-Lo que yo cuento a ustedes, señores -dijo Guerra con solemnidad, desvariando-, es el Evangelio... Perdona, hija, creí que hablaba con... aquellos. ¡Cómo me echarán de menos esta noche... y qué de mentiras se contarán en el corrillo!

Dio un gran suspiro, para volver de nuevo a su febril y desordenada relación del suceso.


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Ángel Guerra (Segunda parte)