Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo I - Desengañado

de Benito Pérez Galdós


De la cual salió súbitamente, y como de un salto, media hora después, porque no vale que el cuerpo tome la horizontal, cuando las ideas se obstinan en ponerse en pie; ni vale que los músculos fatigados se relajen y apetezcan la quietud, cuando la sangre se desboca y los nervios se encabritan. Lo primero de que el herido se hizo cargo fue de la soledad en que se encontraba, pues Dulcenombre había salido. Sintió en torno suyo la impresión triste de la ausencia del ser que a todas horas llenaba la casa con su tráfago, diligente y amoroso.

«¡Qué buena es esta Dulce -pensó-, y qué vacías; qué solas, qué huérfanas quedan las cosas cuando ella se va!». Al pensar esto, como volviera a sentir el zumbido del insecto, se inflamó de nuevo en ira y deseos de destrucción. «O ha resucitado ese miserable -se dijo-, o ha venido otro a ocupar la plaza». Mas era un ruido puramente subjetivo, efecto de la debilidad y de la excitación de los nervios acústicos. El reloj de San Antón dio las ocho, y Ángel, después de contar cuidadosamente las campanadas, quedase con la duda de haber acertado en la cuenta. Los rumores de la calle se desfiguraban y acrecían monstruosa mente en su cerebro: el paso de un carro se le antojaba rodar de artillería, y los pregones alaridos de combate, los pasos de los vecinos en la escalera, movimiento de tropas que subían a ocupar el edificio. Felizmente, el chirrido del llavín en la puerta anuncié el regreso de Dulce. Alegrose Guerra al oírlo como niño abandonado que se ve de nuevo en brazos de la madre.

-Hija mía -la dijo al verla entrar con su pañuelo por la cabeza y su mantón obre los hombros-. Si no vienes pronto, no sé qué es de mí. Me abrumaba la soledad.

-Te dejé, dormido, monín -replicó ella, abalanzándose sobre la cama para acariciarle con ternura-. ¿Por qué has despertado? ¿Qué tal te encuentras? Y el bracito, ¿te duele?

-El brazo está como dormido, como muerto; no siento más que unas cosquillas... que suben hasta el hombro... y la sensación de que la parte herida es grande, tan grande como todo mi cuerpo. Tengo fiebre y bastante alta, si no me equivoco.

En el mismo instante, una galguita esbelta cuyas patas parecían de alambre, saltó sobre el lecho. Y empezó a acariciar al herido. Dulce cuidó de que el inquieto animal no lastimara el brazo enfermo, para lo cual le dirigió una admonición muy expresiva y graciosa. Por segunda vez apuntó la idea de traer un médico; pero Guerra se opuso terminantemente, quitando importancia a su herida. En cambio, pudo convencerle de que aquella fingida noche en que estaba, con las maderas cerradas y la luz encendida, más propicia era a la tristeza lúgubre que al descanso reparador. Y se apagó la vela y se abrieron las maderas; pero con la claridad solar, Guerra se excitó más, mostrando ganas de levantarse y apetito insaciable de charla. Mucho le contrariaba que Dulce no le hubiese traído periódicos, y ella prometió bajar más tarde, en cuanto los sintiera vocear. La pobrecilla se hubiera partido en dos de buena gana para poder atender a la cocina y a la alcoba, al puchero y al hombre. Iba y venía con celeridad no inferior a la de la galguita, y después de trastear allá dentro, volvía, para engolosinar a su amigo con una palabra cariñosa, para arroparle y acomodar el brazo sobre el cojín. Al pasar por la salita, no dejaba de dar un empujón a las butacas y sillas, poniéndolas en su sitio; de arreglar lo que desde la noche anterior permanecía revuelto; de pasar rápidamente un paño por lo más cargado de polvo, y sintiendo mucho no poder hacer limpia general, corría a la cocina, donde diversas faenas la reclamaban. Dígase de paso que la habitación era pequeñísima, que no tenía gabinete, sino tan sólo sala de un balcón, y alcoba separada de aquélla por puerta de cristales; que estas dos piezas uníanse por pasillo nada corto a la cocina y comedor, cuyas ventanas daban al corredor del patio. La casa era de estas que pueden llamarse mixtas, pues en la fachada había cuartos de mediana cabida, de ocho a diez duros de inquilinato; en el fondo, patio con corredores de viviendas numeradas, de cincuenta a ochenta reales. Una sola escalera servía el exterior como el interior de la finca, situada en la corta y solitaria calle de Santa Águeda, que comunica la de Santa Brígida con la de San Mateo.

Dulcenombre consiguió de Ángel que consintiese en estar encerrado un rato para poder abrir el balcón de la sala, y barrer, limpiar y ventilar ésta. Concluida la operación en un periquete, la joven, escoba en mano, fue a dar un poco de palique a su amante:

-¡Ay, hijo mío, qué cosas decían en la plazuela! que habéis sido unos tontos, y que no sabéis hacer revoluciones.

-Dicen la verdad; unos por inocentes, otros por traidores, todos merecemos el desprecio de las placeras.

-Pues anoche, a eso de las diez y media, toda la vecindad del patio salió de los cuartos, como las hormigas en tiempo de calor, porque se corrió la voz de que había gran trifulca. Yo me asomé a la escalera, y uno decía que verdes, otro que maduras. Contó no sé quién que la caballería sublevada había pasado por la calle de la Puebla dando gritos, con un oficial a la cabeza, que, revólver en mano, se desgañitaba diciendo que viviera la República. ¿Es verdad esto? Pues luego cada persona que llegaba a la casa traía una papa muy gorda. Uno que Palacio estaba ardiendo por los cuatro costados, otro que diecisiete generales se habían echado a la calle...

-¡Diecisiete rayos! -exclamó con furor el enfermo-. Alguno había comprometido, es verdad; pero estos comodones se quedan detrás de la puerta viendo la función, y si sale bien se llaman a la parte, si sale mal corren a presentarse al ministro de la Guerra.

-En medio de aquel barullo, yo me hacía la tonta, como si nada supiera, y me asombraba de cuanto me decían. Hoy, en la plazuela, he oído que fracasasteis antes de empezar, y que no habéis hecho más que chapucerías.

¡Chapucerías! Voy creyendo que en la plazuela nos juzgan como merecemos. Mira, Dulce, si no nos hubieran faltado los de los Docks, qué sé yo...

-El tío Pintado, el escarolero... tú no le conoces... aquel vejete que tiene su cajón al lado de San Ildefonso... Pues me contó que él ha sido, tremendo para estas cosas de revoluciones, y que el cincuenta y tantos y el no sé cuantos, él solo con cuatro amigos cortó la comunicación de la Cava Baja con la calle de Toledo, y que la tropa tuvo que romper por dentro de las casas. En fin, te mueres de risa si le oyes ponderar lo héroe que es. En su cajón había esta mañana un corro muy grande, y él, con ínfulas de maestro, os criticaba, porque en vez de encallejonaros en la estación de Atocha, debisteis iros a la Puerta del Sol y apoderaros del Principal.

-Tiene razón. ¡Si es de sentido común...!

-Dijeron allí también que habíais matado tontamente a dos generales o no sé qué, y que los patriotas de hoy no servís más que para ayudar a misa.

-También es verdad. Merecíamos ser apaleados por los de Orden Público, o que los barrenderos de la Villa nos ametrallaran con las mangas de riego. ¡Desengaño como éste...! Paréceme que despierto de un sueño de presunción, credulidad y tontería, y que, me reconozco haber sido en este sueño persona distinta de lo que soy ahora... En fin, el error duele, pero instruye. Treinta años tengo, querida mía. En la edad peligrosa, cogíame un vértigo político, enfermedad de fanatismo, ansia instintiva de mejorar la suerte de los pueblos, de aminorar el mal humano... resabio quijotesco que todos llevamos en la masa de la sangre. El fin es noble; los medios ahora veo que son menguadísimos, y en cuanto al instrumento, que es el pueblo mismo, se quiebra en nuestras manos, como una caña podrida. Total, que aquí me tienes estrellado, al fin de una carrera vertiginosa... golpe tremendo contra la realidad... Abro los ojos y me encuentro hecho una tortilla; pero soy una tortilla que empieza a ver claro.

Al llegar a este punto, sintió el herido gran debilidad, que reparó con un poco de café. Como sintiese también alguna molestia en el brazo, no quiso diferir la aplicación del emplasto. Dulce salió en busca de la medicina, tardando como una media hora, y al volver se trajo un rimero de periódicos, que Ángel desfloró, recorriéndolos con ansiosa y superficial lectura, para cazar la noticia verdadera en aquella selva de informaciones precipitadas. Como tenía más fiebre que apetito, y parecía natural que al enfermo le sentara mejor el buen caldo que los periódicos, Dulce cortó la ración de estos y activó el puchero, que era substancioso, riquísimo, con su poco de gallina, su jamón y vaca con hueso. Deslizose toda la mañana, sin que nada ocurriese de particular. Después de recorrer ligeramente parte de la prensa, sintiose Ángel fatigado; mas sus intentos de dormir fueron inútiles. Cerraba los ojos, y en vez de aletargarse, el cerebro reproducía fielmente las escenas de la tarde anterior, precursoras de la descabellada intentona de la noche. Veíase en el cafetín de Nápoles, concertando con el capitán Montero ciertos detalles del plan, fijando la hora exacta. Él, Guerra, secreteaba a su amigo las órdenes del brigadier Campón, que había de ponerse al frente de los sublevados. Montero respondía de los sargentos; pero ponderaba la dificultad de sacar del cuartel las tropas, burlando al coronel y a los oficiales.

Todo dependía de la temeridad y arrojo del capitán, que era de la piel del diablo.

Abría Guerra los ojos, y de la representación del hecho pasaba su pensamiento bruscamente al desairado fin de su aventura. «Todo es humillante -decía-, en este fracaso, hasta la herida que he recibido. La muerte o una herida grave hubiera correspondido a la intención; pero esta puntada en el brazo no me permite considerarme víctima, ni héroe, ni nada. Para que todo resulte chabacano, hasta mi herida... apenas me duele... Y ahora se me ocurre: ¿que habrá sido de aquel desdichado Campón? Los periódicos dicen que abandonó el tren, al saber que tampoco los de Alcalá respondían, y a estas horas andará fugitivo, dado a todos los demonios, hasta que le cacen los monárquicos. Le fusilarán, por no haber sabido escurrir el bulto cuando vio venir la mala. ¡Pobre Campón! No me atrevo ya a decir que es glorioso dar la vida por esta idea; no me atrevo a clamar venganza. La idea está tan derrengada como sus partidarios, y no puede tenerse en pie».


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