El doctor Centeno: 56

El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Fin del fin: IV editar

Iba a salir D. José, cuando una figura singular interceptó la puerta. Él y los dos muchachos se asustaron, porque la persona que entraba, si no era alma del otro mundo, lo parecía. Iluminada de frente por la luz que en la cocina había, brillaba su rostro de barnizada muñeca, y eran sus ojos como cuentas de vidrio, y tenía fúnebres apariencias su delgado cuerpo rígido, con la blanca falda y el negro mantón...

«¿En dónde está mi sobrino? -preguntó sin dirigirse a ninguno-. Me llevaron un recado diciendo que está gravísimo. ¿Se le puede ver?...».

Y sin esperar respuesta, dando algunos pasos hacia dentro, prosiguió así:

«¿Y la dueña de este palacio dónde está? ¿No hay escobas aquí? Está esa escalera que da asco. Pues las paredes de la sala, también tienen qué ver».

-Señora -le dijo Arias, ofreciéndole una de las dos sillas-, tenga usted la bondad de sentarse...

-Gracias... Estoy horripilada... No puedo ver tanta suciedad.

Cirila entró en aquel momento.

«¿Es usted, señora -le dijo doña Isabel pasando sus vidriosas miradas por las cenefas de papel que adornaban los vasares-, la dueña de este palacio?...».

-¿Palacio?... Señora, por fuerza está usted tocada.

-Y dígame usted... ¿no hay por aquí escoba, ni estropajo, ni jabón?... Diga usted, grandísima puerca, ¿no le da vergüenza de que la gente entre aquí, y vea esta falta de limpieza?...

Atónita un momento Cirila, no sabía qué contestar... Las circunstancias no eran propicias a una discusión sobre el uso del estropajo. Venía del cuarto del enfermo que estaba muy mal... Quizás faltaban pocos minutos para la conclusión de sus padecimientos...

«Señora -balbució Cirila-, ocúpese usted de su sobrino... que está... ¡pobrecito!, en las últimas...».

-Tengo mucho horror a esta enfermedad. ¿En dónde está mi ángel?.. Le veré un momento... ¡Infeliz niño!... Estoy furiosa con el desaseo de esta casa. ¡Qué inmundicia! Esto es el alcázar de la grosería. Vean ustedes cómo me figuro yo que ha de ser el Infierno: un lugar infinitamente privado de agua.

Poleró entró muy alarmado, diciendo:

«No conviene que la señora pase en este momento...».

Ruiz entró en el cuarto. El pobre Miquis, acometido de un fuerte paroxismo, parecía que agonizaba. Felipe no se movía de su lado.

«No hay nada que hacer, -observó Cienfuegos sollozando-. ¿A qué martirizarle, si no se ha de conseguir nada?».

Entre tanto, Poleró y Cirila entretenían a la señora. La criada de esta, que la acompañaba, había entrado también en la cocina, mas tampoco quería sentarse...

«Mucho horror tengo de esa enfermedad -volvió a decir la Godoy-, pero yo quiero verle... ¡Oh!, si asearan la casa, si lavaran esto, si limpiaran tanto polvo, y tanta mugre y tanta basura, el pobre angelito sanaría».

Querían detenerla; pero salió al pasillo y acercose a la puerta de la sala. Allí se detuvo aterrada, vacilante entre el deseo de entrar y el escrúpulo o temor que sentía del contacto del enfermo. Poleró acudió junto a ella, temiendo que se desmayara... Pero no fue así. Desde la puerta miró la tiíta el lastimoso cuadro, y todo su amor no fue bastante a vencer su repugnancia. En la mano derecha tenía un finísimo pañuelo que se llevaba a los ojos para secar sus lagrimas.

«Hace muchos años que no lloro -dijo a Poleró-, hace muchos años. Esto me desmenuza el corazón... y no es mi corazón de carne, es de hierro que late. Los desengaños me lo endurecieron; pero el dolor se quedó dentro...».

Y en la mano izquierda tenía otro pañuelo mojado en vinagre que acercaba a la nariz...

«Si no fuera por esta precaución me infestaría, ¿no es verdad, caballero?... No puedo resistir este espectáculo... ¡Pobre Alejandro, pobre niño mío, pobre ángel de mis entrañas!...».

Lágrimas y vinagre se confundían en su rostro.

«Retírese usted, señora» -indicó Arias.

-Pase usted aquí... al salón de embajadores, -dijo Poleró, no queriendo destruir la idea de palacio que tan encajada estaba en la mente de la Godoy.

-¡Oh!, sí... me retiro... Que Dios le sane pronto y le vuelva la robustez y la alegría. Ya sabía yo que pasaría esto. Lo supe hace tiempo. Yo lo sé todo.

Ruiz, cuando volvió a la cocina, se acercó a ella y con gravedad insufrible le dijo:

«Señora, en ausencia de la familia, yo me atreví a disponer que nuestro pobre amigo recibiera los consuelos de la Fe... Mi opinión, no obstante, no tuvo apoyo en los demás señores aquí presentes; y yo, no queriendo tampoco insistir en ello, por no ser de la familia, me lavé las manos...».

-¿Se lavó usted las manos? -dijo la tiíta reparando en las extremidades del astrónomo-. Pues no se conoce. Las tiene usted que parecen manos de gañán. Pero, ¡Jesús!, no le da a usted vergüenza de enseñar esas uñas...? ¡Ay!, ¡qué horror! Estoy toda revuelta. Y se atreverá usted a dar esa mano a una señora?... Quiten para allá. Todos son unos bigardos... ¡Qué chicos los de hoy! No se les puede mirar, ni sentir, ni tocar... ¡Qué manazas, qué greñas sin peinar, qué barbas de chivo! Quiten para allá...

A cada frase aplicaba a su nariz el pañuelo del vinagre... El de las lágrimas se lo había metido en el bolsillo.

«¿Por qué no se sienta usted, señora?».

-Estoy bien... -decía recogiéndose el vestido para que no le tocara ningún mueble ni objeto de los que en la pieza había-. No me siento, no. Sabe Dios lo que habrá en esas sillas... Habrá aquí poblaciones...

-Si la señora quiere pasar a mi casa -manifestó D. José Ido con urbanidad-, allí tendrá un asiento más cómodo. Tenemos una butaca...

-Buena estará también... ¡Ay qué palacios estos!... Hay salones que parecen cocinas inmundas... Prefiero mi choza... ¿Es usted el médico que asiste a mi sobrino?

-No, señora -replicó Ido del Sagrario con un registro de voz que parecía el aleteo de una mosca-. Soy profesor de instrucción primaria, con título y...

-Porque si fuera usted el médico le diría que puede estar tranquilo. Alejandrito no se morirá; yo lo sé, yo lo he visto... Alejandrito no tiene más que un fuerte mal de amores; así lo dicen las acepciones de amor, desvío, mudanza, mujer morena... Con que no se aflijan, señores; lo digo yo que he nacido en Jueves Santo.

Mirábanse Poleró y Arias, aguantando la risa, y a pesar del dolor que les embargaba, a veces no la podían contener.

«Pero siéntese usted, señora...».

-Que no me siento... Y si pudiera no tocar el suelo con mis pies... Es muy tarde, y Teresa y yo no tenemos costumbre de andar de noche por esas calles. Nos retiramos.

-Uno de nosotros la acompañará a usted.

-¡Oh!... no... gracias. No se molesten... Cuiden bien al pobrecito enfermo y avísenme mañana de su mejoría... Aseo, aseo, agua y jabón es lo que aquí hace falta.

En aquel mismo momento, cuando ya la Godoy estaba casi en la puerta de la cocina para marcharse, oyose en el pasillo rumor de agitado coloquio. Dos mujeres disputaban en voz baja; la una era Cirila, la otra su hermana; la primera, que había salido con una luz para buscar algo en uno de los cuartos oscuros, decía: «No entres; está muy mal. Estos señores no permiten... Más vale que te vayas». Federico Ruiz, desde que oyera estos cuchicheos, vio llegada la coyuntura más bonita para el acto de ejemplaridad que anhelaba realizar. Por fin, gracias a él, los buenos principios iban a tener cumplida satisfacción en aquella casa; por fin, la malicia y la impureza iban a tener correctivo en la más solemne de las ocasiones. Salió prontamente, y encarándose con la tal, echole de buenas a primeras esta indirecta:

«Oiga usted, señora, haga usted el favor de salir de aquí. En nombre de la familia, yo...».

¡Eh! -dijo Poleró- no hacer ruido. Ruiz, no se acalore usted, le tengo más miedo a su celo que a un cañón Krupp.

Salieron todos del estrecho pasillo de la casa al larguísimo y no muy ancho que era ingreso común de los diversos cuartos. Allí la claridad competía con las tinieblas; pero Cirila, que también salió, ganosa de aplacar a D. Federico, llevaba la luz y alumbraba las figuras todas, movibles y agitadas, cuyas sombras se extendían a lo largo de las paredes y salían hasta la escalera.

«No se puede tolerar -dijo Ruiz, con acento de calorosa honradez- que en estos momentos críticos, en este trance aflictivo, venga usted a escarnecer con su presencia...».

-Sr. de Ruiz -observó Cirila incomodándose, pero sin atreverse a alzar la voz-, es mi hermana; y esta casa...

-No hay casa que valga, no hay hermana que valga... -clamó el astrónomo poniéndose furioso, o simulando el enojo por el gusto que tenía de enojarse-. Si usted me levanta el gallo, ahora mismo llamo una pareja. Y esta señora se va a la calle ahora mismo. Pronto... ¿Pues qué?, ¿después que ha sido la causa de la perdición de nuestro desgraciado amigo, ha de venir a turbar la paz de sus últimos momentos, y a insultarnos a todos...?

-No alborotar, no hacer ruido -volvió a decir Poleró, creyendo que la expulsión se debía verificar con menos bambolla-. Está con la moralidad como chiquillo con zapatos nuevos.

Pero a Ruiz le gustaba el aparato escénico, y siguió perorando de esta suerte:

«Representamos a la familia... y en nombre de la familia... ¡en nombre de lo más sagrado...!».

¡Con qué énfasis señalaba su dedo la escalera! La tal no dijo una palabra. Dirigiole una mirada que lo mismo era de enojo que de burla. Pero no se movía; no parecía dispuesta a obedecer.

-Para evitar cuestiones -gruñó Cirila, empujando suavemente a su hermana-, más vale que...

En esto llegó doña Isabel. Su sombra pasó por encima de las sombras de los demás. Parose, miró a todos uno por uno, después a la tal... La admiración túvola suspensa un instante, y sus ojos de muñeca de porcelana y vidrio no se hartaban de contemplar la otra muñeca, de carne y hermosura, torneada con gallardía y barnizada de expresión melancólica.

«Esta señora, -dijo Ruiz-, es la perdición de nuestro amigo... ¡Preséntase aquí en estos críticos momentos! O ella o nosotros...».

Con espontaneidad, que resultaba graciosa, se escaparon de los labios de la Godoy estas palabras:

«María Santísima, ¡qué mujer tan guapa!».

Tomando la luz de manos de Cirila, acercola al hermoso rostro de la mujer aquella, el cual, iluminado, resplandeció como sol de belleza dentro de aquel círculo de semblantes vulgares. Desdén y burla, contenida pena y amargura echaba de sus fulmíneos ojos la tal. De sus labios, ni una sola sílaba.

Dejando la luz, doña Isabel lanzó un gran suspiro. Siguió observando.

«¡Gracias a Dios que veo aquí una persona limpia...! Y eso que las manos no están muy lavadas que digamos... Usted es de las que no cuidan más que el palmito...».

Bruscamente tomó un tono como de alborozo infantil para exclamar:

«Princesa... no me lo dejes morir».

Absortos los presentes, no observaron que sus ojos brillaban como esmeraldas sobre rieles de plata. La tal seguía muda; mas la expresión de su cara variaba... Casi, casi se iba a reír.

«La señora es de la familia -dijo Cirila señalando a la Godoy y mirando a Ruiz-, y ya ve usted cómo no hace esos aspavientos».

-Pero la señora -objetó Ruiz-, se ha escapado de un manicomio.

Doña Isabel, perdido ya hasta el último asomo de claro discurso, dio tres vueltas sobre sí misma y en cada una tocaba el brazo de la tal, repitiendo:

«No le dejes morir, no lo dejes morir».

Aterrado de aquella escena, Arias tomó la mano de la señora para encaminarla a la escalera. La criada quiso también llevársela... Adiós, Isabel Godoy; adiós, pitonisa, burladora del tiempo, émula de la eternidad, cuyos senos mides, cuyos secretos exploras, virgen madre de todos los desatinos, maga, sibila, vestal, momia llena de gracia, archivo de la superstición y sacerdotisa del estropajo. Llévante unos demonios inocentes, infantiles, muy limpios, parecidos a los ángeles, como te pareces tú a una pura ninfa de los tiempos que no volverán.

Al poner el primer pie en el peldaño de la angosta escalera, acompañada de Arias, le dijo al oído, en el tono vulgar de una observación corriente:

«Al pobrecito enfermo le sentará bien la presencia de tan hermosa medicina. Los ojos matan ¡ay!, los ojos también curan... y resucitan. Que la vea... Se pondrá bueno al instante; lo sé, lo leo bien claro en las acepciones de reconciliación, cariño mutuo, castidad».

Bajaba precedida de su sombra, que iba reconociendo los escalones, por si no estaban seguros... Desapareció en la espiral tenebrosa como si se la tragara la tierra.

En el pasillo largo, continuaba la escena aquella cuyos actores eran: Ruiz en el foro de los principios morales, la tal en el de la pasiva resistencia a los dichos principios. Poleró, en segundo término, murmuraba:

«No hay cosa más cargante que un moralista que no sabe dónde pone el púlpito».

-Ya, ya se está usted marchando de aquí, -decía Ruiz-. No tengo que añadir una palabra más.

Y ella no hacía más que retorcer las puntas de su pañuelo, y estirarlo luego y volverlo a torcer. Cuando el moralista alzaba mucho la voz, los ojos de ella fulguraban desprecio y cólera. Después, cansada de enredar con el pañuelo, se puso una punta de él en la boca, y tirando fuerte se aplastaba el labio inferior, mostrando sus blancos dientes y sus encías rojas.

«Más vale que te vayas -le dijo Cirila-. Así no tendremos cuestiones».

-¡Que traigo una pareja!

-Sosiéguese usted, hombre de Dios.

-¡Que la traigo!...

La tal tiraba tan fuerte de su pañuelo, que sacó de él una tira con los dientes. Sólo con mirar a Ruiz, sin proferir una palabra, sabe Dios las perrerías que le dijo:

-Vaya, vaya, -dijo Poleró empujándola con suavidad y llevándola consigo-. Ahora no puede usted verle... Acábese esto de una vez.

Cirila se retiró, dejando la luz a Ruiz. Cienfuegos alejose también. La inflexible figura del astrónomo permaneció en medio del pasillo, con la luz en una mano, señalando con la otra la salida y término de aquel luengo conducto. Era la estatua de la moral pública alumbrando el mundo, y expulsando al vicio del cenáculo de las buenas costumbres. La consabida le echó unas tan atroces rociadas de desprecio, todo con el mirar, nada con la palabra, que casi casi hicieron conmover en su firme asiento a la iracunda estatua; y se fue despacio, con irrisorios alardes de dignidad. Daba pataditas, y en la escalera marcaba los peldaños con insolente cadencia... Abur, espanto de las edades, viruela de los corazones, epidemia social, brújula del infierno, carril de perdición, vaso de deshonra, rosa mustia, torre de las vanidades, hijastra de Eva, tempestad de males, hidra corruptorísima. Carguen contigo los diablos feos y llévente, con tu séquito y corte de pecados, a donde no te volvamos a ver.


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