El doctor Centeno: 08
Pedagogía : III
editarTambién dice la chismosa Clío que el temperamento de D. Pedro Polo era sanguíneo, tirando a bilioso, de donde los conocedores del cuerpo humano podrían sacar razones bastantes para suponerle hostigado de grandes ansias y ambicioso y emprendedor, como lo fueron César, Napoleón y Cromwell. Sobre esto de los temperamentos hay mucho que hablar, por lo cual mejor será no decir nada. Quédese para otros el fundar en el predominio de la acción del hígado el genio violentísimo de nuestro capellán, y en el desarrollo del sistema vascular, así como en la superioridad de las funciones de nutrición sobre las de relación, la intensidad de sus anhelos, su fuerza de voluntad incontrastable. Cierto es que si se hubiera dedicado, como su paisano, a conquistar imperios, los habría ganado con rapidez. Habiéndose metido, por la fatalidad de los tiempos y de las circunstancias a instruir muchachos, los instruía por los modos y estilo que el otro empleó en domar naciones. Y no comprendía Polo la enseñanza de otra manera. Se le representaba el entendimiento de un niño como castillo que debía ser embestido y tomado a viva fuerza, y a veces por sorpresa. La máxima antigua de la letra con sangre entra, tenía dentro del magín de Polo la fijeza de uno de esos preceptos intuitivos y primordiales del genio militar, que en otro orden de cosas han producido hechos tan sublimes. Así, cuando movido de su convicción profundísima, descargaba los nudillos sobre el cráneo de un alumno rebelde, esta cruel enseñanza iba acompañada de la idea de abrir un agujero por donde a la fuerza había de entrar el tarugo intelectual que allí dentro faltaba. Los pellizcos de sus acerados dedos eran como puncturas por las cuales se hacían, al través de la piel, inyecciones de aquella sabiduría alcaloide de los libros de texto.
Gran auxilio prestaba a D. Pedro el pasante D. José Ido, mayormente en el arte de escribir. Polo escribía mal, y su ortografía era muy descuidada. Ido lo ayudaba también en las lecciones, y hacía leer a los pequeñuelos, mas con tan delgada voz y entonación tan embarazosa, que para articular una sílaba parecía pedir prestado el aliento al que estaba más próximo. Los chicos, desde el mayor al más pequeño, respetaban y temían tanto a D. Pedro, que ni aun fuera de la clase se atrevían a hacer burla de él; pero al pobre Ido lo trataban con familiaridad casi irreverente. Las paredes del callejón de San Marcos estaban de punta a punta ilustradas con el retrato del señor de Ido en diferentes actitudes, y eran de ver lo parecido del semblante y la gracia de la expresión en aquellos toscos diseños. No faltaban explicaciones y leyendas que decían: Ido diendo a los toros; y por otro lado: Ido del Sagrario calléndosele los calzones. Porque este pobre calígrafo tenía las carnes tan flácidas, que toda su ropa parecía escurrirse, y que cada pieza, desde la corbata a los pantalones, estaba más baja del sitio que le correspondía. Otra cosa que daba motivo así a las cuchufletas como a las ilustraciones, era el cartílago laríngeo o nuez del pasante, el cual era grandísimo. Entre las pinturas murales, que representaban casi siempre escenas de toros, había una cuyo letrero decía: el toro, perdone ustez - me le enganchó de la nuez...
A este hombre probo, trabajador, honrado como los ángeles, inocente como los serafines, esclavo, mártir, héroe, santo, apóstol, pescador de hombres, padre de las generaciones, le trataba D. Pedro delante de los chicos con frialdad y sequedad; mas cuando estaban solos le abrumaba a cortesanías y piropos, como este: «es usted más tonto que el cerato simple», dicho con desenfado y sin mala voluntad. O bien le saludaba así: «Cierre usted esa boca, hombre, que se le va por ella el alma». Y era verdad que parecía que el alma estaba acechando una ocasión para echársele fuera y correr en busca de mejor acomodo.
Los capones y pellizcos, los palmetazos y nalgadas, las ampliaciones de orejas, aplastamiento de carrillos, vapuleo de huesos y maceración de carnes no completaban el código penitenciario de Polo. Además de la pena infamante de las orejas de burro, había la de dejar sin comer, aplicada con tanta frecuencia, que si las familias no sacaban de ella grandes ahorros era porque no querían. Todos los días, al sonar las doce, se quedaban en la clase, con el libro delante y las piernas colgando, tres o cuatro individuos que se habían equivocado en una suma o confundido a Jeroboan con Abimelech, o levantado algún falso testimonio a los pronombres relativos. Los autores de estos crímenes no debían alcanzar de nuestro Eterno Padre el pan de cada día, que todos piden, pero que sólo se da a quien lo merece. Bostezos que parecían suspiros, suspiros como puños llenaban la grande y trágica sala. Isaías no habría desdeñado llorar tan dolorosas penas, y hubiera hallado algún sublime acento con que pintar aquellos desperezos tan fuertes, que no parecía sino que cada brazo iba a caer por su lado. A menudo las páginas sucias, dobladas, rotas de los aborrecidos libros se veían visitadas por un lagrimón que resbalaba de línea en línea. Pero esta forma del luto infantil no era la más común. La inquietud, la rebeldía, el mareo, la invención de peregrinas diabluras eran lo frecuente y lo más propio de estómagos vacíos. Quien gastaba su poca saliva en mascar y amasar papel para tirarlo al techo; quien dibujaba más monos que vieron selvas africanas; quien se pintaba las manos de tinta a estilo de salvajes...
Cuando la clase concluía, allá a las cinco de la tarde, después de diez horas mortales de banco duro, de carpeta negra, de letras horribles, de encerado fúnebre, el enjambre salía con ardiente fiebre de actividad. Era como un ardor de batallas, cual voladura de todas las malicias, inspiración rápida y calorosa de hacer en un momento lo que no se había podido hacer en tantas lloras. Una tarde de Enero, un chico que había estado preso sin comer y sin moverse en todo el día, salió disparado, ebrio, con alegría furiosa. Sus carcajadas eran como un restallido de cohetes, sus saltos, de gato perseguido, sus contorsiones, de epiléptico, la distensión de sus músculos, como el blandir de aceros toledanos, su carrera, como la de la saeta despedida del arco. Por la calle de San Bartolomé pasaba una mujer cargada con enorme cántaro de leche. El chico, ciego, la embistió con aquel movimiento de testuz que usan cuando juegan al toro. El piso estaba helado. La mujer cayó de golpe, dando con la sien en el mismo filo del encintado de la calle, y quedó muerta en el acto.