El doctor Centeno: 10

El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Pedagogía : V editar

«¡No, si no te he de pasar nada; si te he de brear y batanear y curtir, hasta que seas otro y no te parezcas a lo que fuiste!... Haz cuenta de que naces. ¿Dices que quieres aprender y ser hombre?, pues ahora te las verás conmigo».

Esto decía Polo a su nuevo alumno, recogido por caridad un domingo por la tarde, en momentos de satisfacción digestiva. Se vieron, se hablaron, se comprendieron, simpatizaron y de la simpatía salió el siguiente contrato: D. Pedro sería maestro de su criado y el criado sería discípulo de su amo. Perfectamente... A la familia le hacía falta un chiquillín que desempeñase recados, barriese casa y escuela, que a veces no podían con más polvo, y prestara además otros servicios. Doña Claudia se veía negra muchas veces para poder repartir a domicilio los papelitos en que hacía constar las participaciones que esta o la otra persona tenían en sus jugadas. Marcelina recibió a Felipe con benevolencia. ¡Cuántas veces había dejado de mandar un recado importante a las monjas por no temer quien lo llevara! Agradó a todos el muchacho, y como llevaba la buena ropa que le había dado Miquis, casi casi parecía un paje, un caballerito... Señaláronle para su vivienda un cuarto, o más bien garita, en los deshabitados desvanes de la casa, los cuales, aunque llenos de trastos y polvo y telarañas, fueron para él mejores que cuantos palacios puede soñar la fantasía.

Hasta aquí muy bien. ¡Grande, inesperada fortuna del héroe, que decía gozoso: Ahora no hay quien me tosa. ¡Si la Nela me viera en medio de tantos santos, blandones, murumentos y animales!... Y era verdad que en compañía de todo esto se hallaba, porque los sotabancos del caserón de Aquila Fuente servían a las monjas para depósito de objetos inútiles o de otros que no tenían hueco en la sacristía, y allí había cantidad de imágenes, las unas rotas, las otras desnudas, aparejos de funeral y diversas piezas del monumento de Semana Santa en cartón y madera. Los animales eran los que acompañan y simbolizan a tres de los Evangelistas, piezas enormes y algo pavorosas, cuya vista daría miedo a quien no tuviera corazón tan esforzado como el de Felipe.

Los primeros días pasaron bien. En la escuela, la torpeza del neófito no causaba sorpresa al maestro ni a D. José Ido, por estar el chico en estado completamente primitivo o cerril. Ni en el servicio doméstico había tiempo aún de juzgarle, porque su ignorancia de todas las cosas le disculpaba de su inhabilidad. Si no sabía el destino de los objetos más usuales, como una bandeja, la badila, el molinillo de café, ¿cómo se le podía inculpar equitativamente de no traer lo que se le pedía, de equivocarse casi siempre y aun de romper alguna cosa? Marcelina llevaba con cierta resignación sus desaliños, le aleccionaba con paciencia y le alentaba con discretos plácemes cuando era puntual. Menos tolerante Doña Claudia exageraba las faltas de él y ponía las manos a la altura de sus anteojos siempre que la criada, muerta de risa, venía a contar alguna fechoría o gansada del pobre Felipe. Porque Maritornes, preciso es decirlo para que cada cual tenga su verdadero puesto, lo había declarado guerra a muerte desde el principio, y muchas cosas que él hubiera hecho bien las hacía mal porque ella le confundía con sus gritos y le atropellaba con sus lenguarajos. No habían pasado tres semanas, cuando Doña Claudia decía a todo el que la quisiera oír: «¡Qué cosas tiene mi hijo!... Habernos traído aquí este... Lo que digo, es un número sin premio».

Una cualidad buena reconocían todos en Felipe, y era que jamás contestaba a las reprimendas, ni se daba por aludido de los pellizcos, coscorrones y demás argumentos en vivo que en la escuela y en la cocina se le hacían. Todo lo llevaba con paciencia aquel estoico pequeño de cuerpo. Si no llegaba a decir, como el otro, que el dolor es bueno, en su interior lo diputaba justo y merecido, y a solas lloraba de rabia, encolerizado contra sí mismo, o se ponía de hoja de perejil, ponderándose su torpeza y brutalidad... ¡Si aquello parecía arte del demonio! Él procuraba salir airoso de todo, y todo le salía lo peor posible. ¿De qué le valía poner en cada faena sus cinco sentidos y aun alguno más? Notaba en sus manos una tosquedad que las hacía ineptas para todo lo que no fuera cargar espuertas de tierra. Mal o bien, ya se iba haciendo a manejar platos y tazas; pero cuando le ponían una pluma entre sus tiesos y duros dedos; cuando le sentaban delante de un papel rayado y le mandaban trazar... ¡Dios de los pequeños, Dios de los débiles!, ¡qué sudores, qué congojas, qué doloroso esfuerzo! La mano se le ponía rígida y trémula; era una mano de cartón que, en vez de sangre, estaba llena de cosquillas. Para someterla a la voluntad, el angustiado alumno alargaba el hocico, hacía trompeta de sus labios, distendía todos los músculos de su cuerpo, contraía los dedos de los pies... Ni por ésas; sólo conseguía mancharse de tinta hasta el codo, y en tanto el infame palote no salía. Daba grima ver aquel trazo curvo, erizado de púas como un cardo... Y cuando, al fin, parecía que iba saliendo un poquito más derecho... ¡cataplúm!, un coscorrón del pasante le hacía soltar el papel para llevarse la mano a la parte dolorida y rascársela cuanto permitieran las iracundas miradas de D. Pedro... Nueva tentativa, nuevo fracaso, acompañado de esta lluvia de flores: «Burro, eso no es escribir, eso es dar coces...».

En lectura iba bien. Pero cuando, pasado algún tiempo, le pusieron a desflorar los elementos de las artes y ciencias... ¡Dios misericordioso, amparo de la ignorancia!... Nada, nada, Polo y D. José Ido convinieron unánimes en que carecía absolutamente de memoria y entendimiento. No había fuerza humana que pudiera hacerle decir bien ninguna de aquellas sabias definiciones que compendian la sabiduría de nuestros libros escolares. No son para contados los testimonios que levantaba y los trastrueques que hacía al intentar decir que el participio es una parte de la oración que participa de la índole del verbo y del adjetivo. En otras definiciones se trabucaba más por no conocer el valor y significado de las palabras. ¡Flojita cosa era para él saber lo que es Gramática! Re-córcholis, si no sabía lo que es arte... si no sabía lo que quiere decir correctamente... Por algo, sí, por algo, Dios de justicia, pensaba el pobre Centeno que fabricar ciertas definiciones y asar la manteca eran cosas harto parecidas.

Luego venía la Historia Sagrada con sus cáfilas de nombres, sus genealogías, sus guerras, sus episodios patéticos y trágicos. Aquello era otra cosa. Aun en insulso extracto, la historia de Israel ofrece interés a la infancia. Pero el entendimiento del pobre Centeno no estaba hecho, no, para retener tanto y tanto nombre de individuos y pueblos. Deploraba la fecundidad de Jacob, y las tribus le traían a mal traer, porque confundía una con otra, o le colgaba un parentesco al más pintado. Él no sabía de linajes, ¡contra!, y lo mismo daba Juan que Pedro. Un día cometió un desliz bíblico-mitológico achacando a Nabucodonosor excesos y desmanes del Señor de Júpiter, y al ver que todos se reían, dijo con mucho desenfado: «lo mismo da; tan pillo era el uno como el otro».

La algazara que produjo esta observación fue tan grande, que D. Pedro tuvo que dar zurribanda general para imponer silencio, aunque él mismo no contenía la risa.

Venía luego la Doctrina Cristiana. Al fin, al fin se iba a lucir. Como que ya sabía él algo, y aun algos de cosa tan buena, santa y admirable, de que se deriva la máquina toda del humano saber. Pero a las primeras de cambio, ¡Dios de los tontos!, empezó mi sabio a desbarrar. Érale imposible retener en la memoria las respuestas que comprenden y definen los altos principios del Cristianismo. Cuando las cláusulas eran breves y sencillas, menos mal; mi hombre las espetaba de corrido; pero ¡ay!, cuando venía una de aquellas cosas hondas, largas, enrevesadas y oscuras que guardaba el librito en sus últimas hojas, ya era Felipe hombre perdido... Allá iban proposiciones que harían estremecer de espanto a los Santos Padres. ¡Risas, escándalo y patadas en la clase! No se ha visto ni verá más atrevido heresiarca. ¡Decir que la gracia es un ser divino que nos hace esclavos del demonio!... ¡Ciérrate, boca nefanda!

Un día, que fue de los más infelices que tuvo Centeno en la casa de D. Pedro, a los tres meses de haber entrado en ella; un día en que todo lo dijo mal y lo hizo peor, y echó por aquella boca los más horribles despropósitos que pueden oírse, D. Pedro tuvo una idea entre humorística y sanguinaria que al punto quiso poner por obra como saludable escarmiento y visible lección de sus alumnos. Porque cuando el tal D. Pedro, siempre tan serio y ceñudo, con aquella cara de juez inexorable y aquella expresión de patíbulo, tenía humoradas, eran éstas ferozmente irónicas, verdaderas caricias de puñal, como los epigramas de Shakespeare. Cogió a Felipe, me le puso de rodillas sobre un banco, le encasquetó en la cabeza el bochornoso y orejudo casco de papel que servía para la coronación de los desaplicados. Luego, en el airoso pico de esta mitra colgó un cartel que decía con letras gordas, trazadas gallardamente por D. José Ido: EL DOCTOR CENTENO.

¡Dios de Dios, qué risa, qué estruendo, qué ovación! Aquel día tenía D. Pedro humor burlesco. Su alma de pedernal echaba chispas, y de su verbosidad chancera brotaban cuchillos. De sus chistes resultaba el escarnio. Paseándose delante de la víctima, con la palmeta en la mano, decía: «Este señor vino a Madrid para ser médico. Como es tan aprovechado, tan sabio, tan eminente, pronto le veremos con la borla en la cabeza... Ánimo, hombre, no llores... No hay carrera sin trabajos... Ya estás a medio camino. Si sabes más que ese tintero... Serás médico: tómale el pulso a la pata de la mesa».

¡Risas, confusión, aplausos, bramidos! D. Pedro era el maestro más gracioso...


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