El doctor Centeno: 32

El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


En aquella casa : IV

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A vivir en esta sociedad y entre tales personas quiso la Providencia llevar a Felipe, después de pasarle por la escuela y familia de don Pedro Polo. Ella se sabrá por qué lo hacía. Hubo dimes y diretes entre Virginia y el manchego Alejandro sobre la admisión de Felipe en la casa. Era muy desusado, en verdad, que los huéspedes tuviesen sirvientes, y un estudiante con escudero no lo había visto Virginia en todos los días de su vida. Pero a Miquis no había quien le quitara de la cabeza el proteger a su querido Doctor y facilitarle medios de aprender alguna cosa. Tocado de una como demencia filantrópica, estaba decidido a pagarle hospedaje, como lo hizo, celebrando formal convenio con su patrona... No faltaba en la buhardilla un huequecito ni en la mesa de la cocina un plato más o menos lleno. Convenido y realizado. Siempre que aprontase un diario de seis reales por cabeza de criado, D. Alejandro podría llevar a la casa todos los Doctores que quisiera.

Por de pronto, Centeno estaba contentísimo, y no se habría cambiado por los mortales más dichosos, ni por los que se hartan de honores y ganancias en elevados puestos, ni por los que vuelven de América cargados de riquezas. ¡Verse entre tanto señorito listo, entre estudiantes que hablaban y contendían a todas horas sobre cosas de sabiduría, y además de esto comer bien, no recibir porrazos, no ver a Doña Claudia!... esto era como vivir en la gloria y ver colmadas las más atrevidas ambiciones.

Fuera de Cienfuegos, ninguno de los compañeros de Miquis sabía el origen del repentino engrandecimiento de este. Quién lo atribuía a inesperada herencia, quién a lotería o hallazgo. Y que la cosa era gorda no podía ponerse en duda, porque las liberalidades del manchego casi rayaban en sardanapalescas. Por mañana y tarde no cesaba de convidar a los amigos en el café; había saldado las cuentas con el mozo, con cierto usurero a quien Arias llamaba Gobseck, y se puso en paz con otros británicos de menor cuantía. Entre los del cotarro, que se formaba en un rincón del café, se hizo corriente y como proverbial, siempre que se proyectaba teatro, diversión o merienda, la frase: «Miquis paga».

Y para no ser el último en gozar del provecho de su opulencia, el manchego se lanzaba ¡oh sibaritismo!, a la vida de gran señor, proporcionándose unos lujos, señores, unas tan grandes pompas mundanas... ¿Qué hizo nuestro hombre? Pues tomar para su vivienda exclusiva el gabinete de la esquina, que no se daba sino a dos o tres que vivieran juntos y pagaran el máximum de pupilaje. ¡Qué gusto vivir él solo en aquella habitación regia, donde había una cama semidorada, alfombra mosaico hecha de distintos pedazos de fieltro y moqueta, consola de caoba con cajas que fueron de dulces, un espejo de los de ver visiones y dos grandes láminas compuestas de retratitos fotográficos de todos los alumnos de un curso final de Medicina o Derecho! Para rematar dignamente su señorío, conveníale tener un servidor, ayuda de cámara, o si se quiere secretario particular y del despacho, y para todos estos menesteres le venía de molde el insigne Felipe, que era listo, activo, obediente y le manifestaba un afecto que ya frisaba en idolatría.

Con esto cumplía Alejandro dos fines: el egoísta de ser amo de alguien, y el nobilísimo y cristiano de amparar al chico y ponerle al estudio. Convinieron en que le daría libros y le matricularía en un Instituto. ¡Qué gustazo tener un paje a quien mandar, a quien dar gritos, a quien decir a toda hora: «Felipe, tráeme esto... ven acá, anda allá... muévete...». Lo peor del caso era que, pasados dos días de la entrada de Felipe en la casa, este resultó ser criado de todos y todos eran sus amos, porque sin cesar le mandaban a la calle con este o el otro recadillo. No era la última en aprovecharle Virginia, que vio en el chico una buena ayuda de su negocio. Cuando no le ponía a limpiar cubiertos, me lo mandaba por carbón; ya le llevaba consigo a la compra, ya, en fin, le hacía barrer la casa. No tenía, en verdad, un momento de sosiego. Era, pues, muy común que Alejandro llamaba a su criado, y que este no respondiese. El impetuoso amo se ponía furioso, y sus gritos y aspavientos casi se oían desde la calle: «le voy a matar... esto no se puede sufrir». Pero todo concluía cuando entraba D. Basilio Andrés de la Caña, diciendo:

«Permítame usted Sr. de Miquis... Me tomé la libertad de mandar a Felipe por una cajetilla».

O bien era Alberique quien decía:

«Si fue a traerme tinta china y cerveza...».

A esta comunidad de los servicios de Felipe correspondía la comunidad del lujoso gabinete de Miquis, pues los huéspedes amigos le tomaron por suyo. Era el casino de la casal el disputadero, Ateneo, Bolsa, club, salón de conferencias, el Prado y el Conservatorio, porque allí se charlaba, se fumaba, se discutían cosas hondas, se leían los autores sublimes, se contaban aventuras, se escribían versos, se leían cartas de novias, se tiraba al sable, se hacían contratos y se cantaban óperas. Contentísimo estuvo Alejandro algún tiempo en medio de aquel bullicio; pero al fin, tan larga y fastidiosa era la invasión en su cuarto, que se llegaba a cansar. Algunos días se encerraba con llave y se estaba solo largas lloras. Poleró y Zalamero, acercándose a la puerta, tocaban suavemente. «¿Cómo, ya esa escena?» le decían... Desde fuera le oían recitar versos, y daban palmadas, gritando: «¡bien, bravo; que salga el autor!».

No está de más decir que tanto Poleró como Arias y Sánchez de Guevara se permitían bromas, a veces pesadas, con Felipe; pero este lo llevaba todo con paciencia. Lo que no parecía era el estudio, ni las prometidas matrículas.

«Tiempo tienes todavía -le decía Arias viéndole impaciente-. A tu edad, yo no sabía ni leer. Estás aventajadísimo, y casi casi eres un pozo de ciencia».

Le hacían preguntas de Historia sagrada y profana, de Aritmética y Gramática, para reírse con lo que contestaba. Era, en efecto, divertidísimo oírle.

-Tiene tinturas de todo este Doctor -indicaba Zalamero, riendo-. A poco más estará en disposición de hacer oposiciones a alguna plaza de tintorero.

-Lo que es este -decía Arias- va a ser algo.

-Donde ustedes lo ven, este va a hacer dinero... Formal...

Pero Octubre corría y se pasaba la mejor sazón para sentar plaza de soldado raso en los ejércitos del bachillerato. Cienfuegos y Arias fueron los que un día decidieron a Miquis a matricular a su criado... Gracias a Dios, ya tenemos a mi señor D. Felipe en el Noviciado, metiéndole el diente al latín. La enseñanza primaria era en él tan incompleta como se ha visto, pero ¿qué importaba?, mejor.

Para lo que allí había de aprender, más valía que entrara limpito de toda ciencia, pues que limpito había de salir, Vedle cómo apechuga con su latín y con la abominable Gramática, de la cual, maldijéralo Dios si entendía una sola palabra. A aquel latín debiera llamársele griego por lo oscuro. Ni él se explicaba para qué era aquello, ni a qué cuento venía en el problema de su educación. Y confuso, lleno de dudas, se atrevía, en su rudeza, a protestar contra la mal enseñada y peor aprendida jerga, diciendo:

«Yo quiero que me enseñen cosas, no esto».

¡Cómo se reían sus amos con estos disparates! Pero él se esforzaba en cumplir sus deberes académicos, aprendiéndose de memoria aquel traqueteo de sílabas que componen la declinación, y pensaba así:

«Vamos a ver en qué para esto».

Apenas le dejaba Virginia el vagar necesario para ir diariamente tres horas al Instituto. Estudiaba un poco por las noches, pero de muy mala gana, porque francamente... Vamos, que se le indigestaba el latín... Era un narcótico, y le bastaba coger el libro para caerse de sueño. Como Alejandro, desde que era rico, entraba ahora avanzadísima de la noche, Felipe pasaba el tiempo durmiéndose en una silla, o visitando y acompañando a los amigos de su amo en sus respectivos cuartos. Cuando estaban en el café, gozaba el Doctor lo indecible yendo de cuarto en cuarto y examinando y registrando libros y apuntes de clase. Los libros de Sánchez de Guevara le producían pasmo, mareo, vértigo. Ver sus páginas era como asomarse a insondable y misterioso abismo. ¡Re...contra!, ¿qué querían decir aquellas letras separadas por palitos, comas y tanto rabillo por acá y por allá? Luego había unos números montados sobre otros números y letritas chicas por arriba, encima de palitroques que parecían grúas. Él miraba, miraba, volvía páginas, y luego observaba los apuntes que el cadete hacía con lápiz, en los cuales había los mismos signos, la propia mescolanza de guarismos y letras. A, palito, B, y todo por el estilo. Era para volverse loco. ¿Y aquello era la matemática? ¿Y para qué servía la matemática? Felipe alargaba el hocico husmeando el aire... ¡Vaya con Dios!, ¿para qué ha de servir, re-contra-córcholis, sino para saber todo lo que se sabe?...

Pasaba luego al cuarto de Cienfuegos, y de todos los libros que sobre la mesa había, se iba derecho a uno que tenía láminas; pero ¡qué láminas! Inspiraban a Felipe una especie de horror sagrado y curiosidad febril. ¡Ave María Purísima! Allí había vientres abiertos, tripas sanguinolentas, cráneos levantados como se levanta la tapa de una fosforera. Era algo como lo que cuelga en los ganchos de las carnicerías... Con el alma en los ojos, Felipe leía los letreritos... Páncreas... estómago... Más adelante: bronquios. «Sopla, pues esto es los gofes». Músculo ciático. Y se tentaba el cuerpo diciendo: «Aquí está. Estas figuras son lo propio de nuestro cuerpo». Se pasaba así las horas muertas, absorto, hasta que entraba Cienfuegos y le sorprendía; se enfadaba un poco; pero desenojándose pronto, decíale:

«Ve a ver si Guevara tiene cigarrillos».

Los libros de D. Basilio no ofrecían maldito interés, y Felipe les habría arrojado al fuego si le dejaran. La Deuda del Tesoro y el déficit. Este folletito estaba encima de un voluminoso libro. ¿A ver? Presupuestos de 1862-63... ¡Vaya unas papas! El señor de los prismas no tenía en su cuarto más que un Calendario del Zaragozano y una novela de a peseta, cuya mugrienta cubierta estaba llena de redondeles de sebo, señal de que Montes apagaba la luz con el libro. Muchos volúmenes y apuntes tenía Zalamero; pero ¡qué cosas tan insulsas! Nunca pudo Felipe sacar sustancia de aquello. La Cuarta Falcidia... Los Testamentos. ¿Qué le importaban a él los testamentos?... La mesa de su amo contenía revuelta colección de obras diferentes; pero había tanto libraco en francés... ¿A ver? Balzac, Scribe... ¿De qué trataría aquello? Le pe...re Gori... Gori... Memo...moires, memorias de Deux jeunes... de Diógenes querría decir... El demonio que lo entendiera. Centeno no acertaba a comprender para qué leía su amo aquellas tonterías... Don Víctor Hugo... Ruy Blas... esto sí era claro. Schiller... Don Carlos... también clarito. Seguían muchas comedias o dramas en verso castellano. Aquello era otra cosa. Leía mi doctor las primeras escenas, pero luego se cansaba, porque, a su parecer, todas decían lo mismo.

Poleró, que le tenía cariño, le llamaba:

«Ponte a estudiar, Felipe. No le revuelvas los papeles a tu amo. Ven a mi cuarto... Siéntate aquí, a mi lado. Coge tu libro».

Y él se ponía a estudiar Analítica y Mecánica. El Doctor leía también un poco; pero aburrido muy pronto, salía y entraba para matar el fastidio.

«Estate quieto. Me estás distrayendo. Mira que te pego... ¿Quién anda ahora por el pasillo?».

-El señor de Zalamero.

-¿Pero estaba en casa Zalamero?

-Sí, señor. Ahora salía del cuarto de la patrona.

Poleró rompió a reír. Endeble tabique separaba su cuarto del de Zalamero, y en él daba algunos golpes el maligno catalán diciendo:

«Zalamerín, ¿estabas en casa?».

No respondía el otro. Mas Poleró, saliendo al pasillo, se ponía a toser fuerte.

«Ejem, ejem».

Y Sánchez de Guevara respondía desde su cuarto con iguales toses. Arias aparecía también tosiendo.

«Vete al comedor -decían a Felipe-, y mira a ver si está Alberique».

-¿Qué ha de estar? La señora le dio dinero para que fuera al café..

Cuchicheos, risas, reunión de los tres en el cuarto de Poleró, y redobles en el tabique, sin lograr que Zalamero responda. Felipe, mensajero de Cienfuegos, entra de súbito:

«Dice D. Juan que si alguno de ustedes tiene cigarrillos...».

-Toma dos... ¿Ha entrado D. Leopoldo?

-Sí señor. Está en su cuarto remendando la levita y pegándose botones.

-¿Y D. Basilio?

-Ahora entra.

Oíase el resoplido de aquel señor, que hasta en el respirar revelaba autoridad. Salía Poleró al pasillo, para trastearlo un poco:

«¿Qué ha habido hoy, D. Basilio?».

-Nada. Siguen con el delirium tremens. De Santo Domingo hay muy malas noticias. Esto no tiene atadero. A todos lo digo y no me hacen caso. Con su pan se lo coman. Yo no sé lo que va a venir aquí... no sé. Me asusto, créalo usted... Ahora tengo entre manos un trabajo, que me parece ha de meter ruido. Pruebo con números... porque todo lo que no sea números es música... Pase usted a mi cuarto y le enseñaré...

-Otra noche... Estamos aquí con mucho cuidado. ¿Sabe usted que Zalamero se nos ha puesto malo?

-¿Sí? ¿Y qué es?

-No sabemos. Entre usted en su cuarto... nosotros no nos quiere decir lo que tiene.

Entra D. Basilio en el cuarto de Zalamero, y al poco rato sale y hace este diagnóstico:

-Está delirando... Me ha despedido a cajas destempladas... ¿No llaman ustedes un médico?

-Cienfuegos dirá.

-Porque... Buenas noches, jóvenes. Con permiso de ustedes, me voy a mis habitaciones.

Las habitaciones de D. Basilio eran el cuarto más oscuro y estrecho de la casa. No era mejor el de D. Leopoldo Montes, que, al decir de Felipe, estaba disimulando los deterioros de su ropa para poder salir bien compuestito y reluciente al otro día. Poleró y Cienfuegos le visitaban a aquella hora para sorprenderle y avergonzarle; pero él, siempre en su papel, escondía rápidamente los chismes de costura y afectaba ocuparse de ordenar papeles.

«¿Cuándo es ese viaje a París?».

Aquel viaje era la muletilla de todos los días, porque Montes lo estaba anunciando siempre.

«Creo que no pasará del jueves. Aquí tengo dos partes que he recibido esta mañana... El jueves o viernes a más tardar».

Después que le mareaban un rato, se iban a la puerta del cuarto de D. Jesús Delgado, anhelosos de descubrir el misterio de sus ocupaciones epistolares. El huésped taciturno trabajaba aún: se oía el rasguear de su pluma y los suspiros que daba.

De pronto salía Guevara al pasillo:

«A ver si dejan estudiar. ¡Qué ruido!».

Reuníanse los tres en el cuarto de Arias, que se estaba acostando, y hablaban de Zalamero:

«Vaya con el moderadito. Un hombre que defiende a los Paúles...».

-El año pasado había aquí un huésped... ¿Le alcanzaste tú, Guevara? Aquel Romero, andaluz. Daba de palos a Virginia y a Alberique... ¡qué escenas!... Felipe.

-Señor.

-¿Ha entrado Alberique?

-Ahora llega. Voy a abrirle la puerta.

Oíanse pasos de elefante.

«Hola, amigo Alberique... ¿no sabe usted lo que hemos tenido aquí?».

-¡Qué... verbo! ¿Qué?

-Fuego. Por poco nos quemamos todos.

-¿En dónde, Verbo?

-Ya está apagado...

-Váyanse ustedes a... ¿En dónde está mi cuarto? ¡Felipe, condenado Verbo!... trae luz; no se ve.

-¡Arre! -murmuraba Felipe empujándole hacia el gabinete matrimonial.

Abrían la puerta, le empujaban dentro y... buenas noches.

«¿Pero ese Miquis no viene todavía? Es la una».

-Pobre Miquis. Ya sé dónde está. Nada, nada, se lo beben, se lo sorben... -Acabará mal.

Y quebrando el diálogo, subdividiéndolo hasta llegar a frases y palabras sueltas pronunciadas en este o el otro cuarto, se iban retirando, cada cual al suyo. Uno se acostaba y seguía leyendo; otro, después de cumplir con las matemáticas, hacía rezos de Balzac y se encomendaba a Víctor Hugo; todos tenían aficiones literarias. Por último, reinaba el silencio del sueño en la casa, y muy tarde, sobre las dos o las tres, entraba Alejandro. Sus primeras palabras eran siempre: «Felipe, acuéstate».

Y él permanecía en vela, leyendo o escribiendo. Se acostaba de día y casi nunca se levantaba antes de las cuatro. La hora de sus trabajos era la madrugada, hora febril, hora de caldeamiento cerebral y de emancipación del espíritu. Dormíase Felipe en el sofá, y a lo mejor despertaba asustado oyendo a su amo declamar...


Vive Dios, que es tal hazaña
digna de un Téllez Girón...



Como ecos, repercutían en su cerebro las rimas de la redondilla:galardón... España. Y se volvía a dormir para despertar de nuevo alarmado con estos gritos:


¡Hola!... ¡prendedle!... ¡traición!
¡Necio, atrás!... ¡Italia es mía!



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