El doctor Centeno: 18

El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Pedagogía : XIII

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En la clase, al día siguiente, Felipe temblaba más que de ordinario. Pero contra su creencia, Polo no le tomó lección, ni le aplicó ningún castigo. Podría creerse que se proponía no mirarlo y como figurarse que no existía. Estaba el señor triste, fosco, entenebrecido y como avergonzado. Lo poco que tenía que decir decíalo en voz baja, y desparramaba miradas sombrías y recelosas por toda el aula. De rato en rato veíasele apretar los dientes y juntar uno contra otro los labios, cual si quisiera hacer de los dos uno solo. Aun de lejos podían observarse en la piel de su cara movimientos y latidos enérgicos, ocasionados por la contracción de los músculos maxilares. Pensaría cualquiera que el buen capellán se mascaba a sí mismo.

Por último, llegó Felipe a sentirse lastimado del poco caso que su amo y maestro hacía de él. Aunque le tirase de las orejas y le diera alguna bofetada, habría preferido que D. Pedro le tomase lección, y que le mirara y atendiera. Aquel desdén era quizás una forma extraña y traicionera de la ira. Felipe tenía presentimientos, y sentía en su alma un desasosiego inexplicable. Pero aún le quedaba mucho que ver, y ocurrirían casos con los cuales había de llegar al último grado su sorpresa. Por la noche, Doña Claudia, mientras se comía su salpicón, reprendíale por haber dejado de hacer una cosa. Él, callado, oía la terrible plática sin contradecirla. Considerad su asombro cuando vio que D. Pedro salía a su defensa. ¡Cosa fenomenal, inaudita y tan peregrina como la alteración de las órbitas celestiales!... D. Pedro, ya dispuesto para salir, bastón en mano, paróse ante su madre, y dijo estas benévolas y santas palabras:

«¡Qué diantre!, si no lo ha hecho será porque no habrá tenido lugar».

Después le miró. ¿Era indulgencia, era temor lo que en el rayo de aquella mirada había? ¿Era el más terrible de los odios o traición, debilidad, cobardía, el agacharse de la fiera herida? Fuese lo que quiera, Felipe, inocente, lo interpretó como señal de amistad. Púsose muy contento, y le dieron ganas de contestar de mala manera a Doña Claudia, mandándola a paseo.

También aquella noche salió a la calle a traer de la botica aceite de beleño que la señora usaba para combatir el ruido de oídos. Dice Clío que por las noches le zumbaban a Doña Claudia en el órgano auditivo los números de la lotería, y que para aliviarse de esta molestia se ponía algodones mojados en cualquier droga narcótica. Cuando Felipe salió y dijo la Cortés a su hija: «Parece chanza; pero lo podría jurar. En los oídos me suena el 222... créelo que me suena».

Felipe no pudo ver sino breves instantes a Juanito; pero este tuvo tiempo para hablarle del encuentro de la noche anterior, y añadió esta observación maligna:

«A mamá le conté lo que vimos. ¿Hijí, sabes lo que dice mamá? Que tu amo es un buen peje, y las chicas esas unas cursis».

Indignadísimo y avergonzado Felipe, sólo contestó a su amigo dándole un empujón hasta ponerle en medio del arroyo. Que no se pegaran aquella noche, fue prueba evidente de su cordial y sólida amistad. Felipe no podía pensar nada malo de su maestro, a quien tenía por el mejor y más completo de los hombres, sin que alteraran esta opinión la crueldad y saña de que eran víctimas los alumnos. Y tan gratamente impresionado estaba el ánimo del buen Doctor con las palabras que en su defensa había dicho don Pedro aquella noche, que subió al desván pensando en él y representándose una escena, un lance en que los dos, maestro y discípulo, eran muy amigos y se contaban cariñosamente sus respectivas cuitas y aventuras.

Antes de acostarse se puso la cabeza del toro y jugó larguísimo rato. Algunas figuras quedaron en disposición de ir a la enfermería... «¡Oh! -pensaba él-. Si me atreviera... si me vieran entrar con mi cabeza de animal... ¡María Santísima!... ¡Pues sí me atreveré! D. Pedro no me dirá nada. Es mi amigo y me quiere mucho... Si sabe que llevo allá mi cabeza, se reirá y... porque hoy por ti y mañana por mí... Todos pecamos».

Al día siguiente Doña Claudia dio un grito ¡ay!, y con tanto énfasis señaló un punto de la Lista grande, que le hizo un agujero pasando su dedo a la otra parte. El 222 había tenido un premio pequeño, tan pequeño que no valía la pena de celebrarlo con grande algazara. No obstante, el feliz suceso era tan raro, que la señora alborotó la casa.

«Anda, corre, vuela -dijo a Felipe después de comer-. Lleva la lista a doña Enriqueta (la fotógrafa) y a Amparo. ¡Pobre Amparo!, ¡cuánto me alegro!, le han tocado seis pesetas. Diles que mañana se cobrará y que vengan a recoger su parte».

Aquella mañana en que debía cobrarse el capital ganado (obra de ciento sesenta reales) llegó con la puntualidad de todas las mañanas que se convierten en hoy, haya o no en ellas cantidades que ganar o perder. Era jueves, día de medio asueto en la temporada de verano. Por la tarde los chicos se iban de paseo, y D. José Ido descansaba de sus hercúleas tareas... Era jueves, y Andrés Pasarón, el hijo del tendero de ultramarinos, había pegado en una tabla del solar el cartel risueño de azul y oro que decía: «Corría extralinaria a munificio de la Munificencia», con toda la relación de los toros, diestros, ganaderías, divisas, suertes y demás pormenores cornúpetos... Era jueves, y toda la clase se había dado cita en el solar. El día era espléndido, risueño como el cartel y también de azul y oro. El alma de Felipe despedía centelleos de esperanza, de temor, de miedo, de alegría. Andaba por la casa afanadísimo, desplegando una actividad febril para desempeñar en poco tiempo todos los servicios que le correspondían aquella tarde.

Había formado propósito de escaparse si no le dejaban salir. Estaba frenético. Su anhelo era más fuerte que su conciencia. ¡Ay!, tarde de aquel día, ¡qué hermosa eras! Eras un pedazo de día, rosado y nuevecito, lo más bello que se había visto hasta entonces salir de las manos laboriosas del tiempo... Creyó Felipe que se le abría el Cielo de par en par cuando D. Pedro llegó a él y le dijo, sin mirarle de frente:

«Felipe, ya has trabajado bastante. Toma dos cuartos y vete a dar un paseo».

¡Estupor!... Felipe creyó que el Ángel de la Guarda se encarnaba en la persona tremebunda y leonina del señor de Polo... Echó a correr, temiendo que su maestro se arrepintiera de tanta benevolencia. Subió como un rayo al desván... ¡Oh, toro!, bendito sea el padre que te engendró, el escultor que te hizo y San Lucas divino que te tuvo a sus pies. ¡Pobre San Lucas!, por el boquete que tenías en tu cuerpo cabía ya todo el de Felipe. La Fe estaba acribillada. ¡Pobre Fe!, no contabas con las acometidas de este Doctor maldito, cuyos agudos y formidables cuernos podrían llamarse Martín Lutero el uno y Calvino el otro. Para ensayarse, Centeno hizo gran destrozo aquella tarde, derribó, apabulló, destripó, tendió, aplastó. No quedó títere con cabeza, como se dice comúnmente, ni barriga sana, ni cuerpo incólume, ni ojo en su sitio, ni boca de su natural tamaño y forma. Daba compasión mirar tanto estrago. Él, mientras más destrozo hacía más se encalabrinaba. Se volvía feroz, brutal. Después... ¡a la calle!

Bajó pasito a pasito a la casa a ver quién estaba allí y si podía salir sin que le notaran. Desde la puerta de la cocina vio a Doña Claudia y a Marcelina, ambas de manto, que hablaban con D. Pedro. ¡Iban a salir! Doña Claudia daba dinero a su hijo y le decía: «seis pesetas para Amparo, que vendrá a recogerlas; lo demás para Doña Enriqueta... Nos vamos a ver a las de Torres. Parece que la pobre Doña Asunción está expirando...». D. Pedro no decía nada, y dejaba las pesetas sobre la mesa del comedor. Pausada y lúgubremente, cual sombras que se desvanecían, salieron la madre y la hija.

No se sabe la hora ni el momento preciso en que hizo su aparición en el redondel aquella cosa inesperada, admirable, verdadera. Imposibles de pintar el asombro, la suspensión, el alarido de salvaje y frenética alegría con que Felipe fue recibido... Hubo mucho y delirante juego, pasión, gozo infinito, vértigo... después, cuando menos se pensaba, policía, guarda, escoba, caídas, dispersión, persecución, golpes... Así acaban las humanas glorias. Viose una víctima por el suelo, hecha añicos, una cabeza partida en dos, en tres, en veinte fragmentos. Por aquí un cuerno, por allá un pedazo de cráneo, más lejos medio hocico. El guarda recogió los dispersos trozos en un pañuelo, y tomándolo cuidadosamente con la mano izquierda, con la derecha agarró al criminal y se dispuso a llevarle a la presencia del maestro para que este hiciera ejemplar justicia. La partida se dispersaba por la calle de la Libertad, dando gritos, silbidos y alilíes. Felipe, sobrecogido y aterrado, no podía con el peso de su conciencia.

Cuando el guarda llegó a la casa-escuela, encontró al fotógrafo en la puerta y le dijo:

«He llamado tres veces, y no abren. Parece que no hay nadie».

Enterado inmediatamente de la fechoría de Felipe, dijo aquel gran hombre las cosas más sesudas acerca de la moral pública y privada.

«Ahora recuerdo -añadió-, que te vi salir a las tres, con un bulto envuelto en un pañuelo, y dije para mí: 'si habrá robado algo ese perillán...'. Ahora, ahora, amiguito, te las verás con tu amo».

Subieron y llamaron. Transcurrido un largo rato, el mismo D. Pedro abrió la puerta... ¡Tremenda escena! Felipe rompió a llorar con vivísimo desconsuelo. El guarda hablaba, el fotógrafo hablaba, D. Pedro hablaba. Todos, todos, le abrumaban a gritos, apóstrofes y acusaciones; pero él no podía responder nada. El fotógrafo se permitió estirarle una oreja, diciendo:

«Principias mal... mal. ¿A dónde llegarás tú con estas mañas?»

Lo peor del caso fue que en éstas llegaron Doña Claudia y Marcelina. Pronto se informaron las dos del nefando suceso, y por poco me le descuartizan allí mismo, pues si esta le tiraba de un brazo, aquella le sacudía el otro con furor de justicia.

D. Pedro estaba serio y patético. No le decía injurias, pero no le disculpaba; no le llamaba «ladrón sacrílego» como Marcelina, pero tampoco profería una sílaba en su defensa.

Por último, se atrevió Felipe a balbucir alguna excusa. Más que defenderse, lo que intentaba era pedir perdón. Pero aún no había abierto la boca, cuando las dos mujeres clamaron a una: «No se le puede creer nada de lo que diga; no abre la boca más que para decir mentiras».

Felipe se calló, y he aquí que D. Pedro afirmó con prontitud:

«Es cierto; no dice más que mentiras, y nada de lo que hable se le puede creer».

Parecía que el formidable maestro revolvía en su mente una determinación grave. De repente dijo con sequedad:

«Felipe, ahora mismo te vas de mi casa».

-¡Ahora mismo! -repitió Doña Claudia.

-¡Antes ahora que después! -regurgitó la fea de las feas, que habiendo subido al desván, volvía espantada de los destrozos que en las cosas santas hiciera Felipe.

Y más pronta que la vista volvió a subir y tornó a bajar con un lío de ropa, que entregó al criminal, diciéndole:

«Aquí tienes tus pingajos».

-Ni un momento más.

Felipe lloraba tanto, que las lágrimas le llegaban ya a la cintura. El retratista dijo estas atinadas palabras:

«Con las cosas santas no se juega».

Y se marchó. El Doctor salió a la antesala o recibimiento, donde estaba la puerta de la escalera y se dejó caer en el suelo. No tenía fuerzas para tenerse en pie, pues con tantas lágrimas parecía que se le echaban fuera todas las energías de la vida. Desde allí veía parte de la sala donde estaban sus amos, enfurecidos contra él y haciendo comentarios sobre su horrible crimen. De pronto oyó una voz dulce, amorosa, celestial, voz que sin duda venía a la tierra por un hueco abierto en la mejor parte del Cielo. La voz decía:

-Don Pedro, D. Pedro, perdónele usted.

-No puede ser, no puede ser.

Protestas de las dos señoras, acusaciones y recargadas pinturas del feo delito... Pero la voz, constante y no vencida, repitió:

«Perdónele usted... cosas de chicos...».

Felipe estaba tan agradecido que hubiera adorado a la voz aquella, como se adora a las imágenes puestas en los altares. El condenado a muerte no mira al Crucifijo con más esperanza, con más unción, con más gratitud que miró él a la persona que palabras tan cristianas decía.

Polo, cuyo semblante expresaba inexplicable desasosiego, salió a donde él estaba y le dijo con estudiada entereza:

«No hay perdón, no puede haber perdón. Vete pronto».

Y se volvió adentro... Silencio. Felipe oyó un suspiro, expresión lacónica y hermosísima de un alma que se sentía impotente para hacer el bien que deseaba... Otra gran pausa... Parecía que se retiraban todos a las habitaciones interiores. Desplomábase con lenta caída el día sobre la tarde, la tarde sobre la noche, y la casa se oscurecía gradualmente.

Esperó Centeno un rato. En la soledad era su pena más acerba, su contrición más grande. No tenía fuerzas para marcharse. Quería morir abrazado a aquel suelo y besando los ladrillos de la casa en que había hallado un asilo, sustento, y el pan del alma, que es la instrucción... Sintió pasos. Vio aparecer una hermosa y celestial figura, la Emperadora, la de la voz que pedía misericordia por él; y fuese o no la tal una beldad perfecta, a él, en tan crítico instante, se le representó como superior a cuanto en la tierra había visto, hermosura de mundos soñados y de regiones sobrenaturales. Por la ventana entraba la luz del crepúsculo. Sobre ella se destacaba la soberana belleza de aquella mujer, rodeada de rayos de oro, echando de su frente fulgores de estrellas. Su ropaje, que sin duda era de lo más vulgar, se le representaba a él compuesto de arreboles o centelleo de pedrerías, y teñido de tintas irisadas, todo sublime, imaginativo y propio de tan extraño y admirable caso. La Emperadora le miró sonriendo y le dijo con voz de serafines:

«No quieren perdonarte... ¡Pobrecito!... ¿En dónde pasarás la noche?... Hijo, ten paciencia, y Dios te amparará».

En sus manos blancas y hermosas traía manzanas, pedazos de pan, pasteles y otras cosas dulcísimas de comer.

«Toma esto -le dijo-. No llores tanto. Ten paciencia. ¿Qué le vamos a hacer?... Con esto puedes remediarte esta noche».

Después le pasó sus dedos finísimos y frescos por la barba. Él estaba tan ardoroso que aquellos dedos le parecían de mármol. Aún hizo ella más. Con su pañuelo, que olía a delicadas esencias, le limpió las lágrimas. Después...

Felipe la vio retroceder, mirar hacia la sala, como temerosa de que la espiaran. Volvió junto a él. Metió la mano en el bolsillo, sacó una cosa que relucía y sonaba. De sus dedos salían rayos de plata. Centeno estaba absorto, pasmado, y de su alma se amparaba lentamente un consuelo inefable, una paz deliciosa, una gratitud que, sobreponiéndose a los demás sentimientos, los sofocaban y al fin triunfaban de su honda pena.

La Emperadora dio un gran suspiro. Era un alma abrumada que no podía echar de sí esta idea: «¡Qué mal hacen en no perdonarte!».

Y luego le tomó una mano, que él tenía cerrada; se la abrió, no sin esfuerzo de sus delicados dedos; le puso en el hueco una cosa, cerrándosela luego y apretando los dedos de él; y al concluir, le dijo:

«Con esas seis pesetas te arreglarás por ahora... No te puedo dar más».

Felipe se fue.


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