El doctor Centeno: 45
Fin : I
editarTodo el mes de mayo se pasó en alternativas de engañosa mejoría y de recrudecimiento del mal, resultando un alza y baja sintomatológica, con oscilaciones no menos bruscas que las de los fondos del enfermo. Días hubo en que, cubiertas con esplendidez las principales atenciones, aún sobró lo bastante para poner un duro en la mano fría, y flaca del apóstol de la escritura; pero otros, teñidos de la mañana a la noche de un lúgubre color de tristeza, no traían consigo más que necesidades, disgustos con Cirila, apuros y carencias de lo más preciso. Fue por San Isidro cuando recibió Alejandro carta de su padre, en la cual se manifestaba ya el buen señor enterado de la vuelta que habían tomado los dineros de la tiíta. Vivísimo enojo resaltaba en todas las frases de la carta. El iracundo padre, pidiendo cuentas del uso de aquel capital, declaraba al niño su resolución de no mandarle un cuarto más en todo el año. Al Toboso habían llegado noticias de la desaplicación del estudiante dramaturgo, de su vida vagabunda, de sus costumbres equívocas y poco dignas, por todo lo cual estaba el buen D. Pedro echando chispas. Concluía la tremebunda carta diciendo al rebelde hijo que en vista de que no estudiaba, de que era un perdido, no se gastaría más dinero en su carrera; que después de los exámenes de junio, si es que se examinaba, tomara el camino del Toboso, donde se le tenía preparada una hoz para segar, una azada para romper tierra y un bielgo para aventar, únicos instrumentos adecuados a la corrección de su holgazanería.
Afligidísimo leyó el joven la epístola, siendo cada palabra de ella puñal que le abría las entrañas agravando su profunda dolencia. ¿Qué contestaría? Optó aquella vez por el mejor partido, que era confesar su falta y pedir perdón. Se disculpó diciendo que había tenido una larga enfermedad; pero a renglón seguido incurrió en la torpeza, ya muchas veces cometida, de ocultar su verdadero estado por no disgustar a su madre. Anunció que se había restablecido, que ya iba a clase y que esperaba examinarse y salir bien. Así lo creía el pobrecito, que antes perdería la vida que la esperanza, y era tan ciego que hacía proyectos para la semana próxima, contando con restablecerse, prepararse en cuatro días, como lo había hecho otros años, examinarse, y después irse tan contento a su pueblo a acabar de ponerse bueno.
Para que fuera mayor su tormento, presentose un día Torquemada, el prestamista a quien Arias llamaba Gobseck, y con buenos modos, más con perversa intención, le exigió el pago de cierta suma. Alejandro sentía un dogal que le estrangulaba. No sabía qué contestar y se contradecía a cada momento. «La semana que entra, el mes que entra... Precisamente estaba esperando... No tuviera cuidado el Sr. Torquemada...». Este embozaba con taimadas razones su exigencia. Aquel dinero no era suyo. Era de un señor que se lo había confiado para emplearlo, y el señor lo necesitaba para ir a tomar baños. Volvería al día siguiente; volvería todos los días, mañana y tarde... ¡Poder de Dios, qué hombre! Si no se le pagaba, pondría dos letritas al señor D. Pedro Miquis, a ver qué determinaba... A Alejandro se le helaba el sudor sobre la frente, y se le ponía un dogal muy apretado en el cuello.
«Felipe, chiquillo -decía a su criado, cuando el buitre les dejaba solos-. Es preciso hacer un esfuerzo. Abre la cómoda, saca toda mi ropa, empéñala, que por ahora no la necesito, y para cuando pueda levantarme ya tendré con qué sacarla... A ver si te dan aunque no sea más que lo bastante para pagarle a Torquemada los intereses».
Centeno obedecía en silencio; pero al pasar revista a la ropa observaba que faltaban muchas piezas; preguntaba por ellas a Cirila; pero esta se hacía de nuevas, y hasta se sorprendía mucho de ser interrogada sobre cosas con las cuales nada tenía que ver. «Allá tú», decía a Felipe con lacónica malicia. La ropa blanca estaba reducida a la mitad. Felipe hacía recuentos y comentarios; pero Miquis, impaciente por terminar, cortaba las cuestiones, diciendo:
-No me marees más. Me duele horriblemente la cabeza. Lleva lo que haya y saca todo lo que puedas.
Y cargaba Felipe el lío, y salía y tornaba, y sin dar tiempo a que Alejandro dispusiese del dinero allegado por tan fatal medio, se presentaba Torquemada para llevárselo todo, lamentándose de que la cantidad no fuera mayor, y anunciando su grata visita para dentro de cuatro días. Dios grande, ¡qué hombre!
Apartado este peligro, se presentaban amenazadores otros muchos, y entre ellos el de no tener para las medicinas, ni para lo poco que allí se comía. Cirila, impasible, dijo una mañana: «Como no me vuelva yo dinero... Hoy sí que no puedo hacer nada. Ni la lumbre puedo encender. Bonito genio tiene el carbonero. ¿Oyó usted el escándalo que armó esta mañana por lo mucho que se le debe?...».
-Felipe...
-Señor.
-Hijito, por Dios... haz un esfuerzo. Échate a la calle... Hoy tendrás suerte; me lo dice el corazón.
Felipe salió desalentado y triste aquel día. Sentía un cansancio moral que le abrumaba. Aquella escuela de iniciativa y de voluntad era superior a sus años, y de vez en cuando la naturaleza juguetona y pueril se rebelaba contra los quehaceres graves y contra la pesada carga de deberes más propios de hombre que de niño. Salió a mediodía y estuvo vagando por las calles más de una hora, discurriendo qué camino tomaría y a qué amigos embestiría en tal ocasión con la insoportable arma de sus peticiones. No se le ocurría nada; estaba aquel día torpísimo, con desmayo muy grande en su voluntad; pasaba revista mental de personas, sin hallar en ninguna probabilidades de un feliz resultado... ¡Si tuviera la suerte de encontrarse en la calle un bolsillo de dinero...! Miraba a las baldosas; pero no vio en ellas ningún bolsillo. ¡Si encontrara quien le diera trabajo, pagándole sus servicios...!
Pensó en Mateo del Olmo; pero este le había dicho que si volvía otra vez a su casa haciéndose el tonto para pedir cuartos, le tiraría por la ventana a la calle. ¡Doña Virginia...! Sí, buena estaba la señora... Cuando fue ella misma a llevar las chuletas a D. Alejandro, había encontrado en el cuarto de este a una... ¡a la tal!... y se retiró escandalizada. Tenía que oír doña Virginia... El D. Alejandro era un perdido y no había que acordarse más de él. Estaba rodeado de gente de mal vivir, y lo que se le daba era para mantener... cállate, boca.
A pesar de esta mala disposición de la excelsa patrona, Felipe fue allá. ¿Quién sabe si alguno de los señoritos...? ¡Ay, Dios mío! Buena se puso Virginia cuando le vio entrar. No le echó por la escalera abajo porque no dijeran... Día más desgraciado que aquel no lo había visto Centeno en su vida. ¡Vaya unas caras que ponían los huéspedes! Es que verdaderamente estaban cansados de tanta y tanta postulancia. Cienfuegos desde que Miquis había llamado a otro médico, no iba por allá, y además estaba, como siempre, en malísima situación. Los demás no tenían voluntad de dar o carecían de dinero. «Esto ya es vicio -dijo Poleró-. Si su padre no le mandara, vamos... pero él tiene sus mesadas... Aunque le diéramos millones, lo mismo que nada. Aquello es un tonel sin fondo. Felipe, vete a la Casa de la Moneda, única que puede surtir a tu amo. En la tuya hay por fuerza muchas bocas de chupópteros... ¡Pobre Alejandro!, ¡pobre chico! Al fin ha de ir al hospital y será lo mejor para él». Casi lo mismo dijeron los demás. De la mano de ninguno de ellos se desprendió ¡ay!, el rocío de un solo cuarto.
Fuese a la calle muy descorazonado, y dio, durante media hora, vueltas y más vueltas por el barrio, pensando, discurriendo, cavilando... ¿Sobre quién dejaría caer el filo de su cortante sable?... ¡Ah!, ¡qué idea!, si se atreviera... Si se atreviera a dar un ataque a D. Pedro Polo... Pero ¡quia!, con el genio tremebundo de este señor... A buena parte iba... Con todo, ¿por qué no había de probar? Si D. Pedro le decía que no, bueno; si por el contrario se hallaba en situación favorable, en uno de aquellos momentos en que parecía que se ablandaba y se derretía la masa durísima de su genio... ¡Nada; a él! Quien no se atreve no pasa la mar. ¡A D. Pedro, y salga lo que saliere!
Dirigiose a la calle de la Libertad; pero tan poca confianza tenía y tanto miedo de presentarse a su antiguo amo y maestro, que retardaba el paso, y ya en la puerta, volvió atrás y se entretuvo dando tiempo al tiempo, asustado del momento que anhelaba... ¡Cobarde! Sintiendo al fin arranques de energía, afrontó la penosa situación. ¡Adentro! Cómo le temblaban las manos, cómo le palpitaba el corazón! Subió y llamó. Era la hora en que D. Pedro, ya bien comido y bebido, acostumbraba entretenerse un rato en su cuarto, fumando y hojeando algún libro de clase... Desde que la criada abrió la puerta, sintió Felipe la voz de Marcelina, y esto le fue de tan mal augurio, que se habría vuelto a la calle, si al mismo tiempo no oyera la del maestro, diciendo: «¿quién es?».
El mismo Polo salió al recibimiento. ¡Sorpresa! Felipe como un muerto... ¡Con qué ganas apretaría a correr escalera abajo!
-¡Felipe!... ¿tú por aquí? Pasa, hombre... ¡Jesús!, derrotadillo estás...
Estas palabras, dichas con benevolencia, lo volvieron el alma al cuerpo.
-Que entres, hombre. Parece que me tienes miedo. ¿Qué es de tu vida?
D. Pedro le llevó a su cuarto. Felipe le miraba, regocijándose de haberle encontrado con buen genio. Daba gracias a Dios de que no estuvieran delante, mientras él hacía su petición, ni la madre ni la hermana del cura, pues de ambas temía desfavorables informes... ¡Vaya que estaba aquel día de buenas el león! Para que todo fuera lisonjero, D. Pedro le facilitaba la penosa exposición de su cuita, saliéndole al encuentro con esta hidalga y familiar frase:
-Ya, tú estás mal y vienes a que te socorra.
Felipe dio un gran suspiro. Bien comprendía que ninguna palabra sería más elocuente. En pie, la roja boina en la mano, no apartaba los ojos del suelo. El rubor le quemaba el rostro.
-No me coge de nuevas que estés tan mal. Desde que saliste de mi casa no habrás hecho más que vagabundear. Eres un perdido, un pillete de esas calles, y no teniendo ya quien te dé, no encontrando ya en donde merodear, vienes a que yo te ampare...
Felipe sintió que materialmente se le desprendía la cara y se le caía al suelo. Hizo con ambas manos un movimiento encaminado a evitar esta catástrofe anatómica. Comprendió que era preciso decir algo. El silencio le acusaba.
-No, señor... -murmuró-, yo no soy vago... Estoy sirviendo a un caballero...
-¿Y ese caballero no te da salario, no te da ni siquiera de comer?
-Sí, señor... pero -balbució Felipe, aturdidísimo y sin saber cómo explicar el extraño y nunca visto caso de su miseria.
-A ver, explícame eso.
-Es que mi amo no tiene nada... está pobre...
-¿Quién es?
-Un estudiante.
-Nunca he visto estudiantes que tengan sirvientes. ¿Es, por ventura, hijo de reyes?
Felipe estaba cortado. Su garganta oprimida no daba paso a la voz ni al resuello. Las ideas se le escapaban por un gran boquete abierto en su cerebro. Empezó a hacer pucheros.
-No, con llanticos no me convences... Mientras no me expliques bien qué amo es ese, y por qué está tan miserable... ¿Y tú para quién pides, para ti o para él?
-Para él.
D. Pedro rompió en franca risa. Haciendo juego con él, en contrario, Felipe lloraba como una Magdalena.
-Si usted no me quiere creer... -decía entre sollozo y sollozo...
-Pero si no me has explicado nada...
Y seguía llorando, llorando. Cada ojo era un río inagotable. D. Pedro, mejor dicho, el caimán de la escuela, le miraba sonriendo con cierta ferocidad escudriñadora, detrás de la cual quién sabe si se escondía la compasión.
Limpiándose las lágrimas con ambas manos, a puñados, Felipe suspiró estas palabras: «Adiós, Sr. D. Pedro», y dio media vuelta y salió del cuarto, encaminándose a buen paso hacia la puerta de la escalera. Por el recibimiento iba, cuando la voz del maestro, iracunda, gritó: «¡Doctorcillo!».
Este retrocedió.
-Demuéstrame tu necesidad -le indicó entra ceñudo y compasivo-, hazme ver que no pides para vicios y para entretener tu vagancia, y entonces te daré...
Felipe no respondía nada. Ya no lloraba.
-Pruébame...
¿Y cómo lo había de probar el desventurado? Pensó decir a Polo que se diera una vuelta por la malhadada casa de la calle de Cervantes, para que se convenciera, por el testimonio de sus ojos, de la verdad del lastimoso cuadro; pero esto le pareció ineficaz. D. Pedro no había de ir allá.
-A ver, habla...
-Adiós, Sr. D. Pedro -volvió a decir el Doctor, dando otra vez la media vuelta para retirarse.
-Haz lo que quieras... Bueno, hombre, abur. ¿Y a dónde vas con tu cantinela?
Felipe se detuvo y le miró bien.
-Voy a ver si me quiere socorrer -dijo- una persona que ya otra vez me socorrió...
-¿Quién?
-La señorita Doña Amparo.
D. Pedro, súbitamente, se volvió para la pared. Así no pudo ver Felipe su palidez, que era como la del bronce que quiere ser plata.
Haciendo que miraba un mapa, Polo exhaló estas palabras:
-¿Cómo fue eso?... ¿cuando?
-El día que me marché de aquí, la señorita doña Amparo, que tiene tan buen corazón, me dio seis pesetas que se había sacado a la lotería.
D. Pedro empezó a revolver papeles sobre la mesa, quitando cosas de su sitio para llevarlas a otro. Se hacía el distraído, refunfuñando:
-¿Es eso verdad?... ¡Qué cosas te pasan, hombre! ¿Con que seis pesetas...?
No miraba a Felipe, ni este podía advertir en el rostro de su maestro señales de interior borrasca. El caimán se metió la mano en el bolsillo. Sonó dinero. Era como el roce y frotamiento de metálicas escamas. Felipe fue todo ojos. Una de las manos de D. Pedro contaba sobre la otra, pasando y repasando monedas.
-Toma siete -le dijo la domada fiera, poniendo un montoncillo sobre la mesa.
-Dios se lo pague, D. Pedro, y le dé mucha salud a usted y a toda su familia.