El doctor Centeno: 41
Principio del fin : IV
editar¡Y qué bien durmió aquella noche! Las doce serían cuando Felipe se aventuró a despertarle. Toda la tarde estuvo charla que charla, y habría salido a la calle, si Cienfuegos no se lo prohibiera por estar el tiempo frío y amenazando lluvia. Como tenía algún dinero, mandó traer comida de la fonda. ¡Lástima grande que el apetito le faltara! Era muy extraño que apeteciera este y el otro plato y que en el momento de verlo delante, le entraran tan invencibles repugnancias. Esto le ponía triste, y decía: «¿Sabes tú, Felipe, una cosa que yo creo que comería con gana?, pues cañamones. Si mi tía me mandara... Creo que con esto me volverían las ganas de comer y me pondría bueno».
Benditos platos traídos de la fonda, no os podrías quejar del desaire que el amo os hacía, porque en cambio, el criado os trataba con grandes miramientos. Así estaba él de nutrido y saludable, y así echaba aquellos colores, pregoneros de su naturaleza vigorosa y de un organismo admirablemente regularizado.
Al anochecer quejose Alejandro de frío, y se acostó. No había acabado de hacerlo, cuando alguien llegó a la casa, preguntando por él. Felipe salió a enterarse. Era una mujer...
«¡Ya, ya sé! -dijo Miquis turbadísimo, cuando Felipe le dio cuenta de la visita-. Enciende luz; di a esa persona que entre, y vete enseguida».
Felipe vio su demacrado rostro encenderse con llamarada de rubor, cual hoja seca que arde, y sus ojos chisporrotearon gozosos.
Al punto entró la mujer, señora o lo que fuese. Pero la puerta quedó entreabierta y Centeno atisbó desde el pasillo... ¡Vaya, que era arrogante y hermosa! No se la debía tener por señora, porque ninguna que tal nombre merezca, se presentaría en visita con aquel mantón pardo, de un color como café con leche, y con un pañuelo de seda negro y rojo por la cabeza, puesto con donaire, haciendo como un cucurucho prolongado sobre la frente. A la sombra de este pañuelo brillaban con expresión de acecho los ojos de aquella ninfa, que eran amorosos y traicioneros, como en verso decía Miquis, hablando del mirar de la Carniola. Lo de las flechas que tanto usan los poetas venía bien allí; más eran flechas untadas de caramelo envenenado. ¡Bonito aire el de la tal, y qué bien calzada!
Todo esto lo observó Felipe en un instante, asombrado, primero de la hermosura y luego de la voz de aquella mujer. ¿Qué lenguaje hablaba? Ya... era que se comía la mitad de las palabras y las otras las remataba con un dejo... ¡ay!, si era una andaluza... El metal de voz era un poquito ronco; pero la dicción, no por eso resultaba menos lánguida y suspirante.
Felipe, oído... La tal se acercaba al lecho de Miquis y le tomaba la mano. Él, turbado sin dada de la alegría de verla, le decía que se sentara, lo que ella hizo de muy buena gana, porque estaba harto fatigada. Hablando, hablando, ella le llamaba niño, cosa que a Felipe le pareció muy razonable, porque su amo estaba física y moralmente en situación de ser llevado en brazos, y aun de que le dieran biberón.
Oído, Felipe... La tal charlaba, charlaba en su graciosa lengua andaluza... ¡Tanto tiempo sin verle! No hacía más que pensar en él... ¡pobrecito! Era menester que se pusiera pronto bueno... Ella estaba muy disgustada. Le pasaban unas cosas... pero unas cosas... No podía vivir. Aún creyó entender Felipe que lloriqueaba algo. Lo que su amo decía, no llegaba a los sutiles oídos de Centeno, porque la voz de Alejandro era, a consecuencia del mal que padecía, como un soplo fugaz, imperceptible para todo el que no estuviera a su lado.
Media hora larga duró la conferencia. La tal se fue. La patrona, el marido de la patrona y algunos huéspedes salieron al pasillo a verla, y la despidieron con cuchicheos. Felipe, al volver junto a su amo, viole un tanto preocupado, pero no triste. De repente le entró una gran locuacidad, y como si hablara con persona que tuviese antecedentes del asunto en que él pensaba, dijo a Centeno: «La pobre sigue en poder de aquel bárbaro, que la atormenta y la tiene pereciendo».
«Es preciso traer azúcar» -dijo Felipe, atento al cuidado del enfermo.
-Es verdad.
-¿Cuartos...?
-Busca por ahí. ¿No habrá en mis bolsillos? Felipe, sabedor de que en la mesa de noche tenía su amo un gran paquete de duros y pesetas, fue a buscar allí lo que necesitaba; pero Alejandro le detuvo con estas palabras:
«No, si ya no hay nada. Busca en los bolsillos del pantalón».
El Doctor, sin dejar de pensar en la vuelta que había tomado la plata depositada en la mesa de noche, empezó a buscar en todos los huecos de la ropa.
«No hay ni un sacramento».
-Pídelo a Doña Pepa. Tráete también caramelos... Oye, y cigarros. Por más que diga Cienfuegos, no puedo dejar de fumar.
Al poco rato volvió Felipe con lo pedido, y además La Correspondencia. Su amo dormitaba; pero luego se despabiló y estuvo despierto casi toda la noche. Hablaba, entre tos y tos, del drama, de las cosas atrevidas y justicieras que hacía el Duque y de las atroces llamaradas que echaba el Vesubio. Entre el follaje de esta verbosidad, puso Felipe la flor de una observación que hizo sonreír a Alejandro:
«Esa que ha estado aquí esta tarde -dijo-, es la Carniola».
-¡Y que está padeciendo las mayores amarguras bajo el poder de un Jacques Pierres...!
-¡Qué pillo! Y puede que le pegue...
-Es un salvaje... ¡Si yo no estuviera clavado en esta maldita cama...!
No dijo más sobre el particular... Como el tiempo seguía malo, continuó prisionero algunos días. La tal volvió a visitarle, y en aquella segunda entrevista, que fue también de noche, el enfermo estaba levantado. Hablaron larguísimo rato con animación y mutuas expresiones de afecto. Ella contaba suplicios, disgustos y privaciones horribles. Él la consolaba y anunciaba mejores días... ¡Oh!, pues si él no estuviera enfermo, todo iría bien. La tal echó de sus bonitos ojos un par de lágrimas, y dijo mil pestes de Jacques Pierres. Al manchego se le partía el corazón. Lo peor de todo era que la tal no podría venir más a verle... Para salir a la calle necesitaba decir mil mentiras... Y luego ¡venía con un miedo!... Pues si el bárbaro llegaba a descubrir que ella... De seguro que le cortaría la cara, y era lástima que una cara tan linda... ¡Lástima también, ¡ay Dios mío!, que Alejandro no tuviera salud y mucho dinero para poner eficaz y pronto remedio a tamaños males!... En fin, adiós, adiós...
Aún hubo una tercera visita, corta y de pocas palabras. Después de ella, Miquis escribió una carta a Torquemada pidiéndole dinero. El maldito prestamista no se lo mandó. ¡Paciencia! Cuando pudiera salir a la calle, Alejandro se lo pediría de palabra con razones persuasivas que no podía interpretar la pluma de un poeta.
A Felipe, justo es decirlo, no le eran indiferentes las gracias y gentileza de aquella desconocida amiga de su amo, a la cual daba, por no saber otro, el nombre de la Carniola. Esta, al salir, le echaba siempre un par de miradas, y al entrar casi tres. Grabáronse en la memoria del muchacho las facciones de ella, su andar arrogante y la expresión aquella indefinible que se asociaba, por mágico contacto de las ideas, a los poéticos lances del drama de Miquis.
Cierto que Felipe, no era hombre todavía; pero lo sería pronto, y él con la imaginación se anticipaba a la edad. Estaba, pues, como poseído de cierto idealismo contemplativo y platónico, que se recrudecía al ver a la tal. Una noche, mientras su amo dormía, estaba él desvelado y pensando en ella, viéndola claramente con todas sus gracias y perfecciones. Encendida su fantasía, y lleno su corazón de un gozoso entusiasmo, se le ocurrió a mi hombre la cosa más extraña... Pero no, no califiquemos así lo que es producto natural de infantiles caletres, y confesemos que lo que se le ocurrió a Centeno era muy adecuado a su edad de transición y a su escogido espíritu.
Veamos. ¿Por qué no había de ser él también poeta? ¿Por qué no había de hacer también sus versos, como los hacían todos los chicos en llegando a su edad? ¿Y quién sabía si estaba destinado a ser un autor notable como su señor, y aun a escribir un drama tan hermoso como El Grande Osuna, que iba a ser el asombro del mundo? Era menester probarlo. Notaba como una llamarada dentro de su cabeza, y siempre que se acordaba de aquella hechicera y arrogante Carniola, oía como susurro de rimas en sus orejas, y sentía dentro una cosa como ganas de llorar, ganas de reír... Manos a la obra. Estaba inspiradillo, y muy tonto había de ser si no conseguía componer dos docenas de versos y cantar en ellos la preciosidad de aquella mujer. Ya, ya sabía él que todo estaba reducido a barajar unas cuantas palabras bonitas y a ponerlas bien puestas aquí y allá, haciéndolas sonar como cascabeles.
Su amo dormía: sentose Felipe, cogió la pluma y ¡zas!... allá te van renglones. ¡Quia!, esto no suena. Otra vez, borra y vuelve a escribir. No sale... Ahora...Gentil señora, de beldad bella y hechicera... ¡Oh!, esto no sonaba. A ver ahora. Cuando las auras... Esto de las auras era de lo más majo que usan los poetas.Cuando las auras gimen ¡ay!, y gimen... ¡Magnífico! Lo malo era que no podía seguir adelante, a ver qué salía de tanto gemido. Otro esfuerzo. Al mirar esos ojos, cual luceros... Bien, bien: ¡qué bien sonaba el cual!... Echando rayos hechiceros... Que me queman cual encendidos... ¿Qué pondría para rimar? ¿Carniceros? No, esto no parecía palabra de verso. Además, debía ser cosa que quemara, que ardiera, como, por ejemplo, braseros, y mejor pebeteros, cosa de fuego y de buen olor al mismo tiempo.
La composición quedó hecha a las doce. Felipe se reía a cada verso escrito o borrado. A veces juzgábase hábil poeta, a veces absolutamente inepto para el difícil arte de la versificación. Por último, la idea de que su amo pudiera ver al día siguiente aquella su invención, llevole a considerar sus versos como los más chabacanos que se podían imaginar, y avergonzado los hizo pedazos, dejando para más adelante y cuando supiera algo de retórica, el hacer nuevo ensayo de sus facultades imaginativas.
Al día siguiente de esto repitiose la visita de que inspiraba secretamente al Doctor sus ardientes pruritos de emular a Petrarca.
Oído, Felipe, que aquel día la conferencia fue más acalorada que nunca. El manchego sin ventura deploraba la vaciedad de sus cajas, que le ponían en el desairado trance de no poder atender a las cuitas pecuniarias de la hermosa Carniola y librarla de la feroz tiranía de aquel Jacques Pierres a quien los turcos debían hacer picadillo... Mostrábase ella muy alarmada de que el aventurero descubriese las visitas que ella hacía a su Duque, y recelaba que no pudieran verse más... Para remediar esto se le había ocurrido un plan. ¡Qué acertado pensamiento! Bien para él y bien para ella.
Oído, Felipe, que va a decir el plan. La tal tenía una hermana, casada con el mayoral de una ganadería. Vivía este matrimonio en casa humilde, pero aseada, y le vendría bien tener un huésped para ayudarse. ¿Por qué no se iba Alejandro a vivir con aquella feliz pareja? Estaría solito y mejor asistido que en aquella casa, que parecía escuela de danzantes, en aquella leonera, donde le robaban y no le cuidaban bien. No sería huésped, sería el amo, y la bendita hermana de la Carniola no sería su patrona sino su ama de llaves. ¡Qué comodidad y qué proporción! El mejor resultado de esto sería que la tal podía ir siempre que quisiera a ver a su hermana, porque el caribe no se opondría a ello, y así podría ver a Alejandro todos los días, y aun cuidarle en su enfermedad...
Oído, Felipe, que tu amo se arrebata, y aprueba el plan y reniega de Doña Pepa, y hace depender el mejoramiento de su salud de un cambio de domicilio. ¡Si en aquel cuarto no hay aire que respirar! Sí, sí: y la tal se entusiasma también, y dice que la casa de su hermana cae a unos jardines que parecen los cármenes de su tierra, llenos de pajarillos. ¡Y cómo entra el sol por aquellas ventanas! El piso es altito, eso sí, ciento diez escalones; pero una vez arriba...
Quiso la suerte o la desdicha de nuestro héroe tobosino que se anticipara a sus proyectos la llamada doña Pepa, hembra de mal genio y peor catadura. Tiempo hacía que estaba disgustada de tener en su casa un huésped herido, según ella, de enfermedad funesta y pegadiza. La casa perdía mucho en su opinión de saludable con esto, y ya algunos señores estudiantes de Veterinaria habían lanzado la peligrosa especie de marcharse. Teniendo ciertos puntos y ribetes de humanitaria, la doña Pepa, no quería decir a Miquis, así desabrida y secamente, «le echo a usted por enfermo...». Discurría un hábil pretexto, y vinieron a dárselo las visitas de aquella tal, a quien lo mismo ella que su marido diputaron por una cualquiera. ¡Vaya unas amistades que tenía el D. Alejandro! No, en casa tan honrada no se querían visitas de tal naturaleza, ni la opinión de la escogida pléyade de huéspedes podía ser expuesta a las calumnias y dicharachos de la vecindad. En estos o parecidos términos, manifestó doña Pepa a Miquis sus propósitos, corteses, pero claritos.
«Yo pensaba marcharme -dijo él-. En esta casa no hay aire respirable».
Y sin pérdida de tiempo empezó a disponer todo para la mudanza, apretándole a ello el deseo de gozar pronto de la vista de aquellos jardines, de la alegría de tanta luz y aires tan puros. ¡Qué suerte tenía y qué motivos de alabar a la Providencia!