El doctor Centeno: 38
Principio del fin : I
editarOída la sentencia, se quedó el manchego un tanto perplejo y triste. Después de larga pausa, abrió meditabundo el cajón de la cómoda, donde guardaba su tesoro, sacó los restos de él, contó... ¡Tristísimo caso!, ¡del pingüe caudal que le diera su tía no le quedaba ya cantidad suficiente para liquidar cuentas con Virginia! ¡Qué lastimosas sorpresas ofrece el destino a los hombres ricos!... ¿Pero por qué había de acobardarse? ¿Por ventura el crédito no equivale a dinero? Alejandro tenía crédito, y al punto, en caso tan apurado, iba a hacer uso de él. Salió con prisa, volvió más tarde con dos mil realejos muy bonitos en cuatro billetes de a quinientos. No necesitaba tanto; pero bueno era estar preparado para las contingencias de un cambio de domicilio.
Hay días terribles, hay horas que debían ser borradas de la tabla del tiempo. ¡Por dónde se le antojó aquella tarde al bueno de Cienfuegos entrar en la casa con cara de ajusticiado, ponerse delante de su amigo, y dirigirle palabras que, por lo cavernosas y lúgubres, bien podrían salir del frío hueco de una tumba!
Nada, nada, el sin ventura Cienfuegos había formado propósito nada menos que de pegarse un tiro aquella misma tarde. Que sí, que se lo pegaba. No tenía más remedio; era cuestión de honra. Él era muy pundonoroso, y no podía sobrevivir a su deshonra... Porque como su familia no le mandaba nunca un cuarto, había hecho uso de cierta suma que le confiaran... del dinerillo perteneciente a unos huérfanos... En fin, llegaba el momento de entregar aquella cantidad. ¡Eran las cinco... las cinco!, y desde las cuatro le esperaban en el café. ¿Quién?, los papás de los huérfanos; los papás no, los tíos... Total, él se pegaba un tiro, tan fresco, y... nada, que se lo pegaba. ¡Cosa muy triste en verdad renunciar a la vida por cuarenta y ocho duros, tres onzas!... pero como ningún amigo le quería dar nada, por lo mucho que debía a todos... ¡Y qué casualidad y qué desconsuelo!, el mes próximo tendría tres mil reales... pero seguros, seguros como si los llevara en la mano. Su tío, el boticario de Barajas, le había comprado su tanto de hijuela... Lo malo era que como se iba a pegar aquel tirito, no podría disfrutar de los tres mil reales...
ALEJANDRO.- (con hidalgo movimiento del ánimo y de la mano). Toma.
CIENFUEGOS.- (balbuciente, pálido y tocando con las pantas de los dedos lo que le daban). Puedes estar seguro de que el mes que entra... ¿Qué mes es? ¡Ah! Diciembre... sí, sí, seguro. No será en los primeros días, ¿sabes?, sino allá del 10 al 12...
Eran las cinco y media. Arregladas las cuentas con Virginia, salió Miquis de la casa. Felipe trajo al mozo que había de cargar el baúl, y él mismo llevó a la espalda su petate, que a la verdad le pesaba poco. La casa a donde fueron a parar era conocida de Alejandro, por haber visitado muchas veces en ella a un estudiante manchego, de quien era amigo. La nueva patrona no quiso admitir a Felipe, porque allí, dijo, no se necesitaban criados, ni habían visto nunca que ningún huésped los tuviese. Sólo en calidad de tal, y pagando como su señorito, podía el Doctor ser admitido. Pero ni él tenía un solo real, ni su amo, ya caído de la cumbre de la prosperidad a la sima de la escasez, podía atender al pago de dos hospedajes. Con todo, el generoso tobosino, en la breve conferencia que amo y criado tuvieron a solas, dijo: «Sí, yo te pago: creo que tendré dinero». Prudente y previsor Centeno, adivinó con su instintiva perspicacia las dificultades de lo porvenir.
«No -murmuró-, yo me voy a vivir a una posada que conozco en la calle de las Velas. Es donde van los mieleros de la Alcarria».
La casa aquella en que se hospedó Miquis era barata y detestable. Vivían allí estudiantes pobrísimos de Medicina, Farmacia y Veterinaria. Las habitaciones parecían madrigueras y la comida rancho.
«Me estaré aquí unos pocos días -pensó el joven-, hasta encontrar otra cosa mejor».
Tan mal le supo la comida el primer día, que determinó pagar sólo el cuarto y comer fuera. Esta vida libre, nómada, irregular, le enamoraba. Según estuviese el bolsillo, así comían él y Felipe, regalada o miserablemente, un día en la fonda, otro en un ventorrillo de las afueras, a veces en inmunda taberna de la calle del Grafal o en alguna pastelería de Puerta Cerrada. Ver caras distintas, y gustar distintos sabores y aliños de comida era una delicia para ambos. ¡Libertad, variedad, sorpresa! Este era el principal goce de aquella errante vida.
Inseparables de la vagancia fueron ¡ay!, los apuros. Alejandro vivía del crédito y de combinaciones. Cuando se le acabó el crédito, cada vez que necesitaba dinero, empeñaba una pieza de ropa, y las tenía muy buenas. Felipe era el encargado de estas comisiones, y las hacía con diligencia y hasta con inocente alegría. Llegó a tener conocimiento con todos los prestamistas de Madrid, y ya sabía dónde daban más.
Alejandro, desde que adoptó la vida libre, no volvió a poner los pies en la Universidad. Agotadas las ropas, empezó a malvender en los puestos de libros, todos los que había comprado. La grande y la pequeña literatura, Víctor Hugo y Paul de Kock, Balzac y Pigault Lebrun, Manzoni... todos, en suma, fueron saliendo en lúgubre procesión, marchando a los desvencijados estantes de los baratillos, donde los recibían por la tercera parte de lo que allí mismo costaran. Tras esta familia simpática fueron displicentes los libros de Derecho, rotos y sucios, con los pliegos revueltos, liándose a bofetadas unos con otros. Últimamente no le quedaban a Alejandro más que un par de volúmenes de que no quería separarse, y la ropa que tenía puesta.
Levantábase siempre muy tarde, iba al café, donde estaba charlando hasta cerca de la noche. Felipe esperábale en la puerta del Sol, y se iban juntos a buscar dónde habían de comer. Separábanse luego, porque Alejandro iba solo a sus excursiones nocturnas. En la casa, ya muy tarde, le aguardaba Centeno; hablaban del drama que se iba a representar, y luego el amo se dormía. A veces Centeno se iba a su domicilio, a veces se quedaba en el de su amo, durmiendo en el suelo sobre una veterana alfombra.
Por la mañana, lo primero que hacía Miquis, antes de pensar en levantarse, era deplorar su falta de fondos. La pobreza aumentaba de un modo alarmante, acompañada de terribles compromisos y sofocos. Felipe consideraba con espanto aquella penuria, y no comprendía como, habiendo Miquis recibido de su casa algún dinero, estaba ya tan esquilmado. ¿En qué gastaba los duros?... Hacía tímidas preguntas sin obtener respuesta... Miquis, sin decidirse a abandonar el lecho, se devanaba los sesos discurriendo a qué amigo pediría, y qué argumentos eran más fuertes para apoyar su petición. Por último daba en el quid, y escribía una esquela, que Felipe se encargaba de llevar. ¡Cuánto desengaño!, ¡qué horripilantes negativas! Alguna vez, entre cien, se daban casos de resultado satisfactorio. Entonces volvía Felipe lleno de gozo, que se le traslucía en el semblante.
Llegó por fin un tiempo en que Alejandro tenía que esquivar la presencia de sus amigos, porque estos empezaban a mirarle de mal modo. El infeliz no se presentaba en parte alguna donde no viera caras de ingleses. Algunos, que no lo eran, le tenían en poco por su desordenada vida y el aspecto de miseria y abandono que iba tomando en su vestido. El estado rentístico empeoraba rápidamente, y sus deudas eran tantas y tan perentorios los vencimientos y compromisos, que el dinero que le enviaba su padre se le desvanecía en las manos, apenas cobrado, cual si fuera cosa de encantamento.
Tuvo Alejandro que guardar cama ocho días de diciembre, porque un fuerte catarro de pecho que le acometía todos los meses le atacó en aquel con tanta fuerza, que a poco más degenera en pulmonía. Felipe le acompañaba día y noche, procurando distraerle y apartar su ánimo de las tristezas. Para Alejandro verse sepultado en una cama, sin poder vagar por las calles, ir a los cafés y a otras partes adonde por las noches solía acudir, era grandísimo tormento. Hasta su exaltado optimismo se enfriaba entonces; casi casi tenía dudas de la próxima representación del drama, y se le reproducían con dolorosas punzadas los remordimientos por haber gastado el dinero de los juros.
Impaciente por curarse, echose a la calle antes de tiempo, y cuando apenas podía tenerse en pie. No quiso presentarse en ningún círculo de amigos, por vergüenza de que le vieran en lastimoso estado de ropa y con las botas descosidas. Al ver de lejos a cualquiera de sus antiguos compañeros, se apartaba para no encontrarle, o retrocedía o se metía en un portal.