El doctor Centeno: 51

El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Fin : VII

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Cuando volvieron a la casa, ambos estaban satisfechos de sí mismos. Cada cual en su vivienda atendió a sus urgentes necesidades. A Miquis le habían acompañado por la tarde Rosita y su muñeca. Cirila entraba de vez en cuando para preguntar al enfermo si se le ofrecía algo; y como los sentimientos caritativos no están excluidos en absoluto de ningún ser humano, el que respondía al nombre de Cirila tuvo, en aquel día de escasez, decaimientos de su rigor característico; quiero decir que se desmintió a sí misma, descolgándose, como suele decirse en modo vulgar, con una taza de caldo y otras frioleras, traídas de la bien provista cocina de Resplandor. Véase por dónde no hay maldad completa, ni seres homogéneos y redondeados como piezas que acaban de salir de manos del tornero. Aquel optimista furibundo que a todos aplicaba la medida de sus propios sentimientos, tuvo arranques de gratitud tales, que de ellos a la apoteosis no había más que un paso. «¡Qué buena es esta mujer! -decía-. Ese maldito Aristóteles, que de todo piensa mal, no comprende su mérito».

Por la noche le dio una fuerte congoja. Iniciado aquel síntoma algunos días antes, no se había presentado aún de una manera tan grave. Era realmente como un simulacro de agonía, porque el aliento le faltaba. ¿No había aire en el cuarto? Aquellas doloridas cavidades de su pecho se contraían con ansioso esfuerzo, anhelando funcionar sin conseguirlo. La atmósfera se detenía en su boca, y dentro del tronco, fugaces sensaciones de cuerpos extraños atravesados lo producían malestar dolorosísimo. No podía hablar; sólo podía quejarse; y cuando su breve aliento le concedía el goce de un par de palabras, era para extraer alguna idea del inagotable depósito de su bendito optimismo, que en él hacía las veces de vida, las veces también de la salud ausente.

«La suerte... -murmuraba como quien expira-, la suerte que esto no es nada, según dice Moreno. Es la resolución de este fuerte catarro... También consiste mi ahogo en que no hay aire en la habitación. Aristo... dame aire, hijo, aire».

Seguían a tan penosos trances una atonía, un estado comático, en el cual, si sus sentidos estaban desacordes, descansaban sus pulmones, funcionando con relativa facilidad. Faltábale en absoluto la palabra; disfrutaba de la vista y oído; sus percepciones eran vivaces, aunque falsas; sus ideas, las ideas de todos los momentos de su vida, pero engrandecidas por un sentido hiperbólico, deformadas por la amplificación romántica; sus imágenes las reales, pero coloridas de vigorosas tintas, todo metafórico y trasladado a los patrones de lo ideal, conservando, no obstante, sus originales elementos de verdad. Sus entreabiertos párpados daban paso a un mirar vago, soñoliento; veía claramente la habitación, grande, riquísima, llena de luz y alegría, con gallardas columnas de pórfido, techo a lo pompeyano, pavimento de lustrosos mármoles de colores. Por la gran ventana del fondo, que daba a una desahogada logia, se veía paisaje de tejados, cúpulas, miradores y campanarios; en el fondo el Vesubio con su cima humeante y sus laderas de negra lava. Pebetero del cielo, exhalaba aromas de poesía, perfumando él espacio y la mar, desde las costas Mauritanas hasta las de Provenza. El Tirreno y el Adriático se llenaban también de aquella emanación hermosa, y a lo lejos humareda semejante a una nube anunciaba el Mongibelo. ¡Qué cielo más azul y qué mar, más propio de tritones que de barcos! Blancas velas brillaban en su inmensidad cerúlea, renovando en su elegante ligereza, los ramilletes con alas, los pájaros nadantes y los peces emplumados de la fantasía calderoniana. Eran las galeras del Duque que volvían cargadas de despojos de venecianos y de orientales riquezas...

La lujosa estancia estuvo desierta hasta que entró una mujer. ¡Qué guapa! Era morena, de gentil presencia, ojos garzos. Sus miradas eran lenguaje ininteligible para el que no entendiese de amor apasionado y febricitante; no tenían sentido sino para quien supiera mirar del mismo modo y tener algo de inmortalidad que llevar del alma a los ojos; eran miradas en que centelleaba ese fulgor divino, que dejaría de serlo si pudieran verlo los topos... Iba vestida la señora aquella, no al uso napolitano ni al oriental, ni con la abigarrada pompa croata o albanesa, sino a la moda de Madrid en 1864, y con afectada elegancia... ¡Qué bien la veía Alejandro, y qué claramente comprendía su situación! Era la Escena Undécima del acto cuarto. El Virrey acababa de ser preso por los emisarios secretos del Duque de Uceda. Aquel excelso ambicioso que había tenido el sueño sublime de alzarse con el reino de Nápoles, de domar a Venecia, de conquistar todas las tierras de aquel hermoso país, formando el reino de Italia y anticipándose en dos siglos y medio a los planes de Cavour, había sido vendido por los mismos que le ayudaron. Bedmar, su cómplice en Venecia, retrocedía asustado; D. Pedro de Toledo, gobernador de Milán, le denunciaba a la corte de España; esta enviaba al Cardenal Borja para hacerse cargo del mando, y exoneraba al Grande Osuna, cargándole de cadenas para llevarle a España como reo de lesa majestad. Sólo era fiel el bromista Quevedo. Fiel era también la Carniola.

En la escena XI, Catalina entra buscando al Duque; ha oído ruido de voces y armas, viene aterrada y pavorida, presagiando desdichas... Dice con admirable calor los versos:


¿Dónde iré de esta suerte,
tropezando en la sombra de mi muerte?


Va de un lado a otro de la escena, dominada por contrarios pensamientos. Quiere matarse y quiere seguir al Duque... También ella tiene sueños locos, y por un momento se ha creído próxima a ser Reina y señora de la Italia toda. Guarda interesantes papeles del Virrey, en los cuales está toda la máquina de la conjuración. Rara vez hay trama teatral sin un paquete de papeles en que está la clave del enredo, y de estos papelitos, si son o no descubiertos, depende que los personajes se salven o se pierdan. El nudo de toda combinación dramática está en salvar a alguien. Este sistema ya interesa poco y ha pasado a las óperas.

Alejandro ve a la tal, indecisa, expresando su perplejidad en resonantes versos. Lo particular es que ella le mira a él, le mira, sí, con lástima profunda, y sus ojos parece que arrojan toda la compasión necesaria a consolar al género humano, por siglos de siglos. Se acerca a su lecho, le mira más de cerca. Él no puede moverse, ni decir nada. ¡Oh!, si pudiera, le diría dos o tres endecasílabos llenos de poética elocuencia. Por el fondo de la habitación ve Alejandro discurrir inquieto a su secretario el gran Quevedo, que también se llama Aristóteles, Centeno, Flip. El secretario no dice nada, y prepara en silencio una cocinilla de latón... En tanto la Carniola, después de mirar al poeta con dulcísima piedad, tira del cajón de la mesa que está junto a la cama, y examina con atento estudio lo que hay dentro. No hay nada: recetas, algún botecillo, dos o tres piezas de cobre. Ciérralo, y vuelve a mirar a su Duque. Este la ve entonces alejarse. Es el ideal, que le ha visitado en carne mortal un momento, y después se desvanece, dejándole consolado. Desde la puerta le mira otra vez con la misma lástima, con el mismo sentimiento de amor inefable... ¡adiós!

Quevedo sale con ella al pasillo, y secretean las siguientes palabras:

«Dice el médico que en una de éstas se quedará. Si le dan tres o cuatro congojas más, no las resiste».

Por las mejillas del gracioso Quevedo corrían lágrimas, y la Carniola, la hermosura ideal, dio un gran suspiro. Cirila hubo de llegar en el mismo instante y ambas entraron, en la cocina, donde la ideal buscó y halló al fin una silla rota en qué sentarse. Estaba cansada, ¡qué escalera!

«¡Pobrecito! -murmuró-. ¡Parte el corazón verle!».

-Si tira una semana, será mucho tirar.

-Lástima de chico... ¡es tan bueno!... es un ángel...

-Hija, qué le vamos a hacer... La voluntad de Dios...

-Tanto pillo con salud, y este pobrecito ángel...

-¡Qué guapa estás!... -exclamó de improviso Cirila, ávida de hablar de otra cosa-. ¿Vas a los Campos?

La tal hizo un mohín de disgusto...

Luego empezaron a disputar sobre cuál de las dos debía dar a la obra ciertas cantidades. Felipe oyó desde el pasillo estas cláusulas.

-Tú me prometiste para hoy... Esto no se puede aguantar... Tú a mí... ¿Pero ese hombre?... ¿Has visto al Duque?... Está tronado... Todo me lo juega... Es un perdido... Estoy abochornada.

En tanto Miquis, pasado un rato de turbación, se daba cuenta de la salida de su gallarda heroína. Ya sabía él donde estaba. Había ido a recoger los famosos papeles de la conjuración... pero, ¡qué terrible lance!, se los había sustraído bonitamente el traidor veneciano, Barbarigo... El Duque estaba perdido, más que perdido. Puesto ya en este trabajo de rumiar su obra, repitió Miquis clara y distintamente todo el trágico final de ella.

La Carniola halla medio de introducirse en el calabozo donde aquellos enemigos, los secuaces del cardenal, han encerrado al pobrecito Osuna. Este, por una serie de coincidencias que en el curso de la obra están muy bien justificadas, cree que la Carniola lo ha vendido, entregando al Duque de Uceda su secreto de soberanía italiana, y cuando la ve entrar en la prisión, la increpa y le dice mil herejías. Ella se defiende. Todo lo que dice contribuye a condenarla más en el ánimo de Téllez Girón, que la acusa a ella y a Jacques Pierres, su primitivo amante. Enfadada como leona, la tal hembra pone por testigos de su inocencia a Dios y a San Jenaro, patrono de Nápoles... Preséntase Jacques Pierres, que está preso en otro calabozo, y va a ser ajusticiado. Este caballerete se la tiene jurada a la Carniola, por la trastada que le hizo abandonándole por el Duque, y ve en aquel momento la más bonita coyuntura de su venganza. A él le van a matar. ¿Qué le importa un pecado más? Dice mil mentiras al Virrey, y le presenta una carta que en cierta ocasión, (allá en el primer acto), escribió Catalina a Barbarigo. La carta es un testimonio de aparente culpabilidad. Pasa aquí algo semejante al pañuelo de Otelo y a la carta de Desdémona a Casio. El Duque se ciega, saca su daga y la mata... Ella muere gozosa, bendiciéndole, diciéndole que le quiere mucho, y que en la otra vida reconocerá él su error y se unirán en indisoluble lazo, con otras cosas dulces, tiernas y poéticas, que hacían estremecer de estético goce las entrañas del poeta. El tal Jacques dice lo que viene tan a pelo en casos semejantes, y es: «¡¡estoy vengado!!...». Cuando le vienen a buscar para llevarle al patíbulo, el Duque le dice que se vaya pronto; después se inclina sobre el cadáver de la tal para darle besos y decir que la mató para que no pueda ser de otro, y añade que le harían también un favor en quitarle a él de encima el peso de la vida y el agonioso fardo de su itálico sueño.

Cuando Miquis volvió en sí de aquel estado, dijo con toda su alma:

«¡Qué terceto de ópera! Me parece que lo estoy oyendo, con música de Verdi... ¡Y se hará; tarde o temprano se hará!... Habrá Il Magno Ossuna, como hay Il Trovatore y Simone Bocanegra».


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