El doctor Centeno: 30

El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


En aquella casa : II

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Puesta la mesa y llegada la hora, iban entrando los huéspedes y cada cual ocupaba su sitio. Hubo temporada en que se reunieron veinte, la mayor parte jóvenes. Siempre había tres o cuatro señores graves que daban respetabilidad a la mesa y a la casa. Entre los jóvenes distinguíanse los estudiantes, y no faltaba algún empleado o pretendiente. De los señores que se denominaban fijos, merece principal mención uno que habitaba la casa desde que la estableciera Doña Virginia. Su fijeza era ya proverbial, su persona y circunstancias dignas de estudio. Había sin duda misterio en aquel señor tan circunspecto y prudente, que nunca decía esta boca es mía, sequito, canoso, correcto y urbano. No molestaba a nadie y se pasaba la vida en su cuarto escribiendo y leyendo cartas; no salía jamás como no fuera para ir al correo, ni recibía más visitas que la de un cierto sujeto, apoderado de la familia, que venía una vez al mes a pagar el hospedaje y a enterarse de sus necesidades. Se llamaba D. Jesús Delgado, y cuando decían «a comer» era el primero que franqueaba la puerta del comedor, y se paseaba un rato esperando a que vinieran los demás. Rara vez se le oía el metal de voz, y cuando este sonaba era para preguntar a la criada o a Virginia si había venido el cartero. Contrastaba con este señor, en lenguaje y modales, un D. Leopoldo Montes, andaluz, medio empleado y medio pretendiente, medio literato, medio propietario, medio agradable y medio antipático, hombre que de todo hacía un poco y de todo nada, que a veces parecía acomodado, a veces más pobre que las ratas, fachendoso, verboso, ampuloso, y que, por contera de su huero carácter, tenía la flaqueza de suponerse amigo de cuantos personajes crió Dios. También observábamos en la vida de D. Leopoldo algo de misterio, porque no se le conocía empleo, y sin embargo solía decir: «hoy, al salir de la oficina...» y otras cosas que ponían en grande confusión a los que lo escuchábamos. A este le llamaban el Señor de los prismas, porque en su lenguaje petulante, hablando de cuanto hay que hablar, usaba de continuo la frase: «mirando tal o cual cosa bajo el prisma». En toda discusión política de las que un día y otro se trababan en la mesa, salían a relucir tantos prismas, que a poco más se vuelven prismáticos la mesa y los huéspedes.

Merece otro lugar aquí D. Basilio Andrés de la Caña, persona mayor, de suma importancia, de un peso tal que se podría creer que a todos les hacía favor en estar allí y que, por descuido de la fortuna, no se sentaba en la poltrona de un ministerio. Lo que decía en las disputas de la mesa, considerábalo él mismo como la cifra y resumen de la sabiduría, y no debía ser puesto en duda. Era hombre de edad y sin familia o apartado de ella, redactor de un periódico en la parte más difícil y áspera de cuanto contiene la prensa, que es el ramo de Hacienda. Para atar cabos, conviene decir que este señor era el mismo a quien Felipe Centeno había visto por la ventana de la redacción, admirándole como un ser superior, comprensivo de toda la humana ciencia. Era el mismo que en la memorable noche de febrero, cuando Alejandro Miquis trajo a Felipe a su casa y le dio ropas y comida, había pronunciado las palabras aquellas sentenciosas y solemnísimas, que no sé si recordarán los que esto han leído: «concluirá en San Bernardino».

Había otros de fisonomía moral y física menos caracterizada, y que además no tenían residencia constante en la casa. Un sujeto, que estuvo bastantes años en Filipinas, ocupaba un gabinete sólo por temporadas, pues su residencia habitual era Illescas. Había dos propietarios de la Alcarria que venían alternativamente a negocios y se alojaban en la sala; y además otros que se han desvanecido en la memoria, y si quisiéramos traerlos aquí ocuparían término muy lejano en esta galería de verdad, presidida por la excelsa Doña Virginia, teniendo a sus pies la modesta imagen canina de Julián de Capadocia.

Vamos ahora con la juventud que daba carácter, ruido, alegría y ser y espíritu a la casa. Entre estos descollaba Zalamero, ofreciendo la singularidad de ser un estudiante ordenadísimo, puntual en todo, lo mismo en asistir a clase que en pagar su hospedaje. Estudiaba Leyes, y sólo con su asistencia se ganaba las notas de sobresaliente que era un primor. Su cuarto era el más arreglado de la casa. Tenía la ropa muy bien cepillada, muy bien distribuida en perchas o cajones de cómoda; no conocía deudas, iba a misa los domingos, no alborotaba, no entraba tarde, ni se estaba las mañanas durmiendo, como tantos gandules. Observad ahora las pasmosas armonías que hay en la naturaleza humana. Era Zalamero un buen mozo, de facciones bonitas y correctas, rubio, con el pelo ensortijado, dividido en dos desde el occipucio a la frente por una raya que parecía pintada. Tenía barbita dorada rubia, muy mona. En su hablar era el mismo comedimiento.

Sánchez de Guevara, el de Estado Mayor, era bastante parecido a Miquis en el carácter pronto y revuelto, pero más desordenado aún que el joven manchego. El cuarto del cadete tenía que ver. Por el suelo yacía el uniforme abrazado con la toalla. Se acostaba a dormir, en las noches de invierno, con el ros puesto, y después de leer un rato en la cama, apagaba la luz con la espada. Era guapo chico, muy pundonoroso; se pasaba las noches en vela, engolfado en las matemáticas, haciendo funcionar a muy alta presión esa energía intelectual y volitiva que los alumnos de estas carreras difíciles han llamado potencia empollatriz.

Poleró, catalán tan castellanizado que apenas se le notaba el acento, era también bravo joven, estudiante de Caminos, con poca afición a la carrera; de buena figura, atlético, estudioso por pundonor más que por gusto. Se distraía mucho del estudio y porque se pasaba las horas muertas en los cuartos de sus compañeros charlando de teatros, chicas, política y música. En la mesa se divertía buscando camorra al de los prismas, y tornándole las vueltas para que se enredase en sus propios embustes. Se burlaba con frecuencia de D. Basilio Andrés de la Caña, haciéndole creer que todos respetaban su opinión y que le conceptuaban hombre de gran seso, cuando en realidad le tenían por el mayor majadero del mundo. Era agresivo, pendenciero; gustaba de llevar la contraria, y si, por ejemplo, se hacía en la mesa política progresista, que era lo más común, salía él, como un rehilete, defendiendo el espadón de Narváez. Si por el contrario, alguien abominaba de la revolución, ya la tenían ustedes sacando a relucir las famosas llagas y el padre Claret o Clarinete, que eran la comidilla más salada y gustosa de aquellos días. Espíritu activo, indagador, controversista, Poleró estaba destinado a ser hombre de provecho, como en efecto lo ha sido.

Arias Ortiz, alumno de Minas, era un andaluz serio (ave rara), apasionado de su carrera y de la metalurgia, mas con cierto desorden y falta de método en aquella cabeza, que felizmente han ido desapareciendo más tarde. Le faltaba una rueda, como suele decirse; mas el tiempo y el estudio han completado la máquina de su cerebro, y hoy no tiene más desvarío que el inocente de cultivar la música en sus ratos perdidos, que son pocos. Por las noches compone polkas y toca el piano, como recurso contra la soledad en que vive. Era en aquellos tiempos tan enfermizo, que se retrasaba en sus estudios más de lo que él quisiera; pero ahora, con los aires de Barruelo, con el polvo, el humo y con las polkas se ha fortalecido tanto, que da gusto verle.

A Cienfuegos ya le conocemos. Era hijo de viuda, y seguía la carrera de médico con grandes escaseces y humillaciones. Lo que el infeliz padecía y la hiel que tragaba por esta nefanda ley de relación entre las necesidades y el dinero, no se puede contar brevemente. A veces parecía que desmayaba, y hacía propósito de ahorcar los libros y ponerse a cavar en Barajas de Melo, su patria; pero secreta energía le aguijaba y volvía al remo del estudio, despreciando obstáculos y arrostrando los vejámenes de la pobreza con ánimo estoico. Llegó a adquirir con esto cierta rudeza glacial que algunos tomaban por cinismo. Su sereno desprecio de ciertas conveniencias era más bien como una actitud de defensa contra la desgracia, o bien el egoísmo del combatiente que en nada repara para evitar un golpe. No condenemos a este gladiador de la vida sin admirar antes su fortaleza y sufrimiento, y aquella calma solapada tras la cual se escondía pasmosa agilidad de espíritu.


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