El doctor Centeno: 52
Fin : VIII
editarEl sotabanco en que Miquis vivía (si era aquello vivir), merecía de tal modo en verano los honores de estufa, que allí se podrían criar plantas tropicales. Admirable sitio para observaciones meteorológicas y para estudiar lo irregular de nuestro delicioso clima, pues las temperaturas oscilaban a principios de junio entre los 30 grados y una mínima de 8. Más tarde se observarían allí las de 40, y algo más, que nos trae julio para que tengamos una idea de Zanzíbar y otros amenos lugares del África. Cuando el sol tomaba por su cuenta la delgada pared de la sala, dorándola por fuera con sus rayos, caldeándolo por dentro, resecando el yeso, derritiendo la resina del pino, la respiración se hacía difícil, aún para aquellos que tuvieran sus pulmones sanos. Poníase la tal salita como un horno. Su ventana, que era puerta del Cielo, a ciertas horas parecía serlo del Infierno. No sólo sofocaba el calor, sino el espectáculo de aquel panorama supra-urbano estival, porque verlo era añadir la opresión del espíritu a los sofocos del cuerpo.
Según cuenta el bueno de Aristóteles, cuando se asomaba a la ventana, quemábale el rostro el inflamado aire. El polvo de un cercano derribo traía la ceguera sobre la asfixia, y ofendía los ojos aquella bóveda azul sin el regalo de una sola nube, que con la vivísima luz resultaba de un celeste clarucho y caliginoso. También parecía, calor el silencio mismo de aquellas techumbres, apenas turbado por los lejanos ruidos que de los patios subían. La renovación de las capas atmosféricas sobre las caldeadas tejas, las unas viejas y negruzcas, las otras pardas y terrosas, producía ese temblor del aire que tanto molesta. Pocas chimeneas, de las infinitas que se veían, echaban humo. Rarísimos pájaros pasaban, cual merodeadores vagabundos, en dirección del Retiro. Gatos no parecían por ninguna parte, y sólo en tal cual rincón de sombra se distinguía uno que otro, pensativo y amodorrado. Los ventanuchos por donde respiran las altas viviendas de los pobres, estaban cerrados. Esteras que hacían de cortinas y lonas sucias defendían de los rayos del sol los humildes hogares. Alguna planta medio marchita se defendía en su tiesto, atado a los hierros de un buhardillón, y abajo, en el jardín hondo, los cuatro árboles que lo componían, como que se agachaban para estar más hondos todavía. La fuente dormía la siesta, y apenas estertorizaba un ligero chorrillo, más bien roncando que corriendo. Desde su observatorio, veía Felipe movibles ráfagas rojas en el verdoso pilón de la fuente. Eran los pececillos, ciertamente dignos de envidia, porque no necesitaban ir a baños.
«Quítate de esa ventana, Aristóteles -le decía su amo-. Me sofoco sólo de verte».
-Es que estoy viendo el calor y mirando cómo tiembla el aire. ¡Vaya un día!... Señor, es preciso que busquemos otra casa.
-¿Ya para qué? En cuanto me ponga bien, que será dentro de unos días, nos iremos a la Mancha. Es preciso, Flip, ver cómo se desempeña toda la ropa de verano. Encárgate tú de esto. Allá para el 10 o el 15 de este mes (junio) tomo el tren para Quero, adonde irá mi padre a esperarnos con el coche. Nada, nada, te llevo... Quisiera antes despabilar las primeras escenas de ese nuevo drama, El condenado por confiado. ¡Vaya una obra! Es mejor, mucho mejor que El Grande Osuna. No te digo más.
Inquieto, exaltado, abandonaba la actitud indolente que tenía en el sillón (pues ya no pasaba el día en el lecho, por la gran molestia del calor y el decúbito), y gesticulaba, hostigado de ardiente comezón declamatoria. Felipe tenía miedo de verle así, porque los períodos de excitación, de optimismo y de proyectos, eran seguidos generalmente del desmayo y de aquellos violentísimos ataques de tos que le ponían a morir. Su demacración era ya espantosa; tenía por cuello un haz de cuerdas revestidas de verdosa cera; los huesos salían con deforme y repulsivo aspecto; sus mejillas, cubiertas de granulaciones, se teñían a veces del vinoso color de las rosas marchitas. Pero ¡qué luz echaba de sus ojos en aquellos momentos de fiebre y habladuría! Era aquel destello la cifra de sus proyectos locos, y no desmentía el parentesco con su tía Isabel Godoy, pues echaba de sus pupilas el mismo fulgor de plata y verde que tan extraños efectos hacía en el mirar de aquella insigne señora, dada a la cartomancia.
De buena gana le mandaría Felipe que se callara, porque sabía el daño que le causaba tanta charla; pero ¿por qué privarle de aquel gusto, si el silencio no le había de dar la vida? Centeno le oía con gusto, y aun le daba cuerda para que desahogase su alma llena de tantísima idea, y atestada de riquezas morales e intelectuales.
«Porque en ese drama -decía el enfermo acentuando con brioso gesto la palabra-, voy a presentar una idea nueva una idea que no se ha llevado nunca al teatro, la idea religiosa... Mira, Aristóteles, si supiera que no había de poder escribir esa obra, créelo, del disgusto me moriría...».
-Este verano -dijo Centeno-, cuando vayamos a la Mancha, yo me dedicaré a la caza y usted a escribir su obra. Me parece que ya estoy ¡pim!... matando conejos, y usted ¡pim!... echando escenas y más escenas...
-Poco a poco... yo también necesito de saludable ejercicio... Podemos cazar todo lo que queramos durante el día, y andar por el campo. Siempre me queda libre la noche. Yo, lo mismo trabajo de noche que de día; me es igual. De aquí llevaré hechas algunas escenas, las de la exposición... Mañana, lo primero que has de hacer es traerme papel, que no tengo, y tinta, pues la que hay aquí es como agua. No te olvides.
-No me olvidaré... La semana que entra puede ponerse a trabajar. Ya tengo ganas de ver ese drama... ¡Pero quia! No será mejor que el Osuna. Otro como ese...
Alejandro siguió perorando hasta muy tarde. Acometiole por fin la tos y luego la congoja con tanta fuerza, que tuvieron que administrarle calmantes muy enérgicos para hacerle descansar. Pero con tanto padecer no se abatía su ánimo; antes bien, salía de aquellas crisis más vanaglorioso y atrevido. Generalmente hablaba más, echando a volar por las alturas su imaginación, cuando estaba solo con Felipe.
«Aristóteles».
-¿Qué?
-Di algo, hombre. ¿Qué haces?
-Buscando estas condenadas papeletas de los empeños, que no sé qué vuelta han llevado. Verdad que como no tenemos dinero para sacar tanta cosa...
-¡Dinero...!, ya vendrá, hombre. No hay que apurarse. Mamá me mandará otra letra. La espero todos los días... El dinero viene siempre; a veces tarde; pero es un viajante que no se queda nunca a mitad del camino. Cuando no se la espera es cuando más grata es su aparición. Ahora estamos pobres; pero tenemos lo preciso... Afanarse por dinero es tontería, y guardarlo, tontería mayor. Yo creo que el dinero se ha hecho para esperarlo. La posesión, cópula breve del esperarlo y el ofrecerlo, es un momento de placer fugaz, que vale mucho menos que las delicias prolongadas de la esperanza y la generosidad... ¡Dinero!... Cuando lo tengo, me considero administrador de los que lo necesitan. El placer de los placeres es dar, y varío pedestremente los versos de Quevedo, diciendo:
Sólo a un dar yo me acomodo, que es el dar de darlo todo.
FELIPE.- Pues en eso de dar, creo que hay sus más y sus menos, porque es cosa mala no tener que comer, mientras otros se hartan con nuestro dinero.
ALEJANDRO.- (con iluminismo) Yo miro al tiempo y a la inmortalidad, como dijo el otro. Esos comineros que están siempre haciendo cuentas y contando los pasos que dan, no gozan de la vida. Son inquilinos del mundo y no dueños de él. Un solo bien positivo hay en la tierra, el amor... ¿En dónde está? Hay que buscarlo. Decir buscarlo es lo mismo que decir existencia. Es parte principal del destino humano, si no es el destino todo entero... Te encuentras en mitad de la vida. Por un lado te ves rodeado de conveniencias y trabas sociales; por otro te ves solicitado del amor. ¿Qué haces? Yo lo dejo todo y me voy tras el ideal. Es verdad que no lo encuentro nunca completo y tal como lo sueño; pero voy en pos de él sin cansarme nunca, para entretener con el dulce afán de poseerlo la tristeza que resulta de no gozarlo jamás por entero y con dominio de su total belleza. ¿Oíste lo que hablábamos anoche Arias y yo?
ARISTÓTELES.- (con malicia) Sí señor. El señorito Arias lo decía; que usted se ha hecho mucho daño con eso de querer tan fuerte a las señoras... Ya sabe lo que dice... todos dicen lo mismo. A usted le da muy fuerte, y no repara...
ALEJANDRO.- Tonterías, hijo, tonterías. Si he de confesarte la verdad, tiene el alma necesidades tan imperiosas como las tiene el cuerpo. Negarle la satisfacción de ellas es algo semejante al suicidio, es como el no comer... Y que no me venga Arias con músicas, tratando de persuadirme de que no debo querer a persona indigna de mí por estos o los otros defectos. (Con creciente exaltación.) No; los defectos no existen en la Naturaleza; son hechura convencional de las costumbres y errores de estos instrumentos de óptica que llamamos ojos. El que ve las cosas como aparecen, tiene más de cristal azogado que de hombre, y es el propagandista natural de todo lo ruin, pedestre y brutal que hay en las sombras de la vida... Yo me enamoro de lo que yo veo, no de lo que ven los demás; yo purifico con mi entendimiento lo que aparece tachado de impureza. Cada cual arroja las proyecciones de su espíritu sobre el mundo exterior. (Disparatando.) Hay quien empequeñece lo que mira, yo lo agrando; hay quien ensucia lo que toca, yo lo limpio. Otros buscan siempre la imperfección, yo lo perfecto y lo acabado; para otros todo es malo, para mí todo es bueno, y mis esfuerzos tienden a pulir, engalanar y purificar lo que se aleja un tanto del excelso y bien compuesto organismo de las ideas. Yo voy siempre tras de lo absoluto. Los seres, las acciones las formas todas, las cojo y las llevo a la fuerza hacia aquella meta gloriosa donde está la idea, y las acomodo al canon de la misma idea... Acostúmbrate a hacer esto, y serás feliz. Si no, serás siempre un vulgarote, un practicón, un espejo con sentidos, un hombre pasivo, y te llevará de aquí para allí el impulso de las ideas y de las pasiones de los demás... ¡Oh!, Dios... ¡qué tos!... ¡me ahogo!
A su locuacidad, que era como un síntoma morboso, sucedió el padecimiento propio de su grave mal. Pasó la noche en malísimo estado, y Felipe creyó que se moría. Al día siguiente, Alejandro no hacía más que preguntar a cada instante:
«¿No ha venido?».
Ya sabía Centeno por quién preguntaba, aunque a nadie nombrara, y por consolarle, le decía:
«De esta tarde no pasa. Verá usted cómo viene».
El perseguidor de lo ideal estaba tristísimo con aquel desvío, pues cuatro días pasaron sin que la tal dejase ver su lindo rostro. Aventurose Felipe a preguntar a Cirila, la cual, con mucho misterio, le manifestó su parecer de este modo:
«No me la nombres, Arestótilis... Ahora no vendrá en muchos días. Está en grande... Aquí donde me ves, ni yo misma sé dónde para. ¿Está con el Duque o con ese condenado?... No lo sé, hijo... Averígualo tú, si puedes».
-¿Yo?... que carguen los demonios con ella.
Aquella misma noche, al volver de la calle, dijo el filósofo griego a la sin par Cirila:
«La he visto, señá Cirila. Iba más guapa... ¡Qué mujer! Le digo a usted que me quedé como un poste. Llevaba un traje todo de seda muy hueco, y un sombrero con muchas plumas. La gente se paraba a mirarla. ¿Lo creerá usted?».
-¿Pues no lo he de creer?... Anda, anda. Si cuando se pone de gala, hay que alquilar balcones... Y no creas... es de buena pasta; sólo que tiene la cabeza del revés. ¡Si vieras cómo llora cuando habla de tu amo y de lo que tu amo ha hecho por ella! Parte el corazón. Si pudiera ser formal, lo sería, ¿pues qué duda tiene? Sólo que uno la quiere llevar por aquí, otro por allá, y ella no sabe qué hacer... Cuantos la ven, hijo, se enamoran de ella...
-Es una diosa -dijo con éxtasis Felipe, acordándose de un verso de El Grande Osuna.