El doctor Centeno: 14
Pedagogía : IX
editarEn la calle de la Libertad, más allá de la esquina de la casa donde la redacción estaba, había un solar vacío, separado de la calle por una cerca de desiguales y viejas tablas. Dentro sólo se veían algunos montones de escombros, media docena de escobas y otras tantas carretillas que dejaban allí los encargados de la limpieza urbana. Tenía la tal valla una puerta que estaba cerrada casi siempre; pero Juanito del Socorro y otros chicos de la vecindad, asistentes a la escuela de D. Pedro, habían hallado medio de colarse dentro, arrancando una tabla y apartando otra; y posesionados del terreno, lo dedicaron a plaza para hacer en él sus corridas.
Habiendo sido admitido un día Felipe a esta diversión infantil, halló tanto gusto en ella, que se hubiera estado todo el santo día en la plaza, sin acordarse para nada de sus deberes escolares y domésticos, ni de D. Pedro, ni del santo de su nombre. Mientras más el juego se repetía, más afición le cobraba, y los domingos por la tarde, si sus amos le permitían salir, entregábase con frenesí a las alegrías del toreo. Saltar, correr, montarse sobre otro, ser alternativamente picador, caballo, banderillero, mula, toro y diestro, era la delicia de las delicias, exigencia del cuerpo y del alma, prurito que declaraba perentorias necesidades de la naturaleza. Días enteros pasaba pensando en el ratito que podía dedicar a la función o representándose los entretenidos episodios y pasos de ella. Y tanto repitieron los chicos aquel juego, que llegaron a organizarlo convenientemente, para lo cual tenía especial tino el gran Juanito del Socorro, sujeto de mucho tacto y autoridad. Era empresario y presidente, acomodador y naranjero. Dirigía las suertes y asignaba a cada cual su papel, reservándose siempre el de primer espada. A Felipe le tocaba siempre ser toro.
Quisieron proporcionarse una de esas cabezotas de mimbres que adornan las puertas de las cesterías; pero no lograron pasar del deseo al hecho, porque no había ningún rico en la cuadrilla, ni aunque se juntaran los capitales de todos, podrían llegar a la suma que se necesitaba. Se servían de una banasta, donde Felipe metía la cabeza. ¡Con qué furor salía él del toril, bramando, repartiendo testarazos, muertes y exterminio por donde quiera que pasaba! A este derribaba, a aquel lo metía el cuerno por la barriga, al otro levantaba en vilo. Víctimas de su arrojo, muchos caían por el suelo, hasta que Juanito del Socorro, alias Redator, lo remataba gallarda y valerosamente dejándole tendido con media lengua fuera de la boca.
Cada cual contribuía con sus recursos y con su inventiva a dar todo el esplendor y propiedad posibles a la hermosa fiesta. No había detalle que no tuvieran presente, ni oportunidad que se escapara a aquellas imaginaciones llenas de viveza y lozanía. Blas Torres, que era hijo de un prendero, se proporcionó una capa de seda con galoncillos de plata. Algunos llevaban capa de percal, y otros se equipaban con un pedazo de cualquier tela. Perico Sáez, que era hijo del carnicero, presentó a la cuadrilla una adquisición admirable y de grandísimo precio: un rabo de buey, que Felipe se ataba en semejante parte para imitar la trasera del feroz animal. Con aquello y la banasta en la cabeza y los bramidos que daba parecía acabadito de venir de la ganadería. Fuenmayor llevaba las banderillas de papel, y Gázquez, que era hijo del estanquero, llevaba una cosa muy necesaria en juego tan peligroso, a saber: tiras del papel engomado de los sellos para aplicarlo a las heridas, rozaduras y contusiones. El chico de la prestamista se había proporcionado una corneta para hacer las señales y algunos cascabeles para las mulas; y Alonso Pasarón, el de la tienda de ultramarinos, que era artista, pintor y tenía su caja de colores para hacer láminas, llevaba los carteles con una suerte pintada en verde y rojo, grandes letras y garabatos en que no faltaba palabra, ni fecha, ni detalle de los que en tales rótulos se usan. Pero de cuanto aquellos benditos inventaron para imitar al vivo las corridas, nada era tan ingenioso como lo que se le ocurrió a Nicomedes, hijo del dueño de una tienda de sedas de la calle de Hortaleza. Este condenado reunió en su casa muchas varas de cinta encarnada; con ellas hacía un revuelto lío, se lo metía en la camisa junto a la barriga, y cuando en lo mejor de la lidia desempeñaba con admirable verdad, vendado un ojo, el papel de caballo, y venía el toro y le daba el tremendo topetazo en el cuerpo, empezaba a soltar cinta y más cinta y a cojear y dar relinchos y a hacer piruetas de dolor, con tal arte, que parecía que se le salían las tripas y que se las pisaba, como suele suceder a los caballos de verdad en la sangrienta arena de la plaza. Para que nada les faltara, también se habían adjudicado unos a otros sus alias en sustitución de los nombres verdaderos. A Nicomedes se le llamaba Lengüita, sin duda por lo mucho que hablaba. Blas Torres, ilustre hijo de una prendera, tenía por mote Trapillos. Felipe respondía por el Iscuelero, y Juanito del Socorro tenía un apodo a la vez popular y respetuoso, nombre peregrino, que declaraba en cierto modo su origen literario. Se le llamaba Redator.
En lo mejor de la pelea se presentaba un individuo de policía o el guarda del solar, y les echaba a la calle... Porque, verdaderamente, ¿qué cosa más contraria a la dignidad de una población que esta batahola de chicos en un solar cerrado, en día festivo, y cuando los mayores se entregan con delirio a las ardientes emociones del toreo verdadero? Los guindillas o polizontes municipales demostraban un celo digno de todo encomio en la corrección de estos abusos infantiles, y el guarda, enojadísimo porque profanaban la virginidad de su solar, la emprendía a escobazos con los lidiadores y... Dios nos libre de que alguno se le rebelara... Por la calle adelante salía corriendo la partida, perseguida activamente por la fuerza pública, y al fin se disolvía, sin más consecuencias y sin ninguna desgracia personal.
Por lo mismo que Felipe no podía disfrutar de este juego sino en breves y angustiosos momentos, robados a cualquier obligación, sus goces eran grandísimos, inefables, y no los trocaría por la gloria eterna. Los sofiones que se llevó por su tardanza en un recado o por sus escapatorias cuando el deber le llamaba a la casa, no son para contados. Pero llegó a familiarizarse de tal modo con el sermoneo y los golpes, que ya no le hacían efecto. Estaba al fin como curtido, y el cuerpo parecía habérsele forrado de duras conchas como las del galápago. Moralmente, su atrofia corría parejas con la insensibilidad dérmica, y el convencimiento de que era malo, incorregible, llevábale a sentir cierto altivo desprecio de los mandamientos de todos los Polos nacidos y por nacer.
Cuando se retiraba de noche a su madriguera, renovaba en su mente con claridad y frescura las gratas sensaciones de la última corrida, y traía a la memoria los puyazos que le dieron, los jinetes que echó a rodar por el suelo, los caballos que destripó y los diestros que hizo pedazos. Oía la bélica trompeta y los gritos de la multitud. hasta el recuerdo del despejo final, hecho a escobazos por el guarda, y aquel desalado correr por la calle, insultando desde la esquina al mismo guarda, tenía dejos gratísimos en su memoria. ¡Oh!, divinas horas, ¿por qué pasáis?
Pronto le ganaba el sueño, y se dormía profundamente, rendido de cansancio. No le permitían usar luz por temor a que prendiera fuego a los trastos almacenados en el desván, y cuando no había luna que le iluminara el paso por aquel tenebroso y fantástico recinto, buscaba a tientas su rincón, y ya se trompicaba en el cáliz de la Fe, ya iba a parar a los brazos de una Virgen o rodaba entre las columnas del monumento.
Si por acaso despertaba a media noche o de madrugada, y era tiempo de luna, le entraba miedo de verse entre tantos señores de cartón, los unos en pie, los otros arrumbados, casi todos muy barbudos y con luengos trajes blancos o negros. Por allí salía un brazo con dorada custodia, por aquí la cabeza melenuda de un león; por allá judíos feroces con los brazos en alto y las manos armadas de disciplinas; caras lívidas y afligidas, y lienzos negros con calaveras pintadas y canillas en cruz. Las primeras noches pasó Felipe momentos de agonía, y los escalofríos y congojas no le dejaban dormir. El terror le hacía apretar los párpados, y la curiosidad le estimulaba a abrirlos. Abría un poquito, y luego al punto cerraba prontamente para no ver más. Poco a poco se fue acostumbrando a ver sin miedo las figuras que poblaban su domicilio, y se connaturalizó al fin con ellas, de tal modo, que llegaron a parecerle individuos de la familia, algo como parientes mudos o callados amigos. No obstante, le desagradaba despertar a media noche en tiempo de luna, porque, o él era tonto y veía visiones, o la Fe soltaba el cáliz y se quitaba la venda de los ojos para mirarle a él, a Felipe, que no se atrevía a moverse ni el espacio de un dedo.
También le puso al principio en gran zozobra un ruido que sentía tras las paredes, así como roce y vibración de una soga, rumor seguido de lejanos tañidos de campana. No tardó en comprender que un tabique le separaba de la parte alta del convento y que por allí pendía la cuerda con que las señoras monjas tocaban a maitines a desusadas horas de la noche. Sentía también Felipe ruido de pasos. Eran las esposas de Jesucristo que bajaban al coro. Una de ellas debía de ser coja, porque claramente se sentía el acompasado toqueteo de dos muletas.
Tempranito despertaba nuestro Doctor. Generalmente no era preciso llamarle; pero a veces, si su cansancio lo emperezaba un poco, subía la criada, y tirándole del cabello, le ponía más despabilado que una ardilla. Se levantaba mi hombre renegando de las criadas madrugadoras, y antes de bajar se daba un paseo por entre sus inmóviles compañeros de domicilio observando las variaciones que el tiempo y el olvido ponían en la catadura de cada cual. A una santa le tenían los ratones medio comida la cabeza. Las telarañas que abrigaban como toquilla el vendado rostro de la Fe, crecían atrozmente, y rostros había lampiños que echaban barbas de polvo; torneados brazos rodaban por el suelo; alas de ángeles y manos de judíos que, aun desprendidas, no habían soltado el látigo. Había rostros apolillados que de tristes habíanse vuelto cómicos y alegres.
Pero lo más interesante para el gran Felipe era un San Lucas, tamaño como dos hombres, bien conservado, y que estaba no enteramente a plomo, sino algo arrumbado sobre San Marcos, el cual, oprimido del peso de su compañero, tenía estropeadas y ajadísimas las ropas. A los pies del primero había un magnífico toro, del cual no se veían más que los cuartos delanteros y la cabeza, tan grande y hermosa como la de los que salen en la plaza. El escultor que tal pieza hizo había sabido imitar a la Naturaleza con tan exquisito arte, que al animal no le faltaba más que mugir. Tenía sus cuernos relucientes, corvos y agudísimos, los ojos negros y vivos, la piel oscura... en fin, daba gozo verle.
De cuanto en el desván había, esta cabeza taurina era lo que principalmente merecía las simpatías, mejor dicho, los amores de Felipe. La quería con toda su alma. Todos los días le quitaba el polvo, y por fin la limpió con agua, dejándola tan reluciente, que era una maravilla de aseo. Un día, mientras la limpiaba, notó en el cuello del animal una grande y profunda hendidura. Sí, la cabeza estaba casi separada del tronco, y bastaba tirar un poco para desprenderla completamente. ¿Se atrevería? Sí; Felipe tiró cuidadosamente y con cierto respeto, y el apolillado cartón se rasgó como un papel.
La cabeza era hueca, cual muchas de carne y hueso puestas sobre humanos hombros. En la mente de Felipe nació una idea... ¡qué idea! Pronto fue luz y norte de su alma... ¡Qué soberbia pieza para jugar al toro! El Doctor metió su cabeza dentro de la del animal y vio que le venía como el mejor de los sombreros... Pero no veía nada. Los ojos no tenían agujeros... Tanto le dominó y subyugó su idea, que aquel mismo día hubo de subir con disimulo el cuchillo de la cocina, y le sacó los ojos al toro. Hizo dos agujeros, con los cuales la cabeza quedó convertida en la más admirable careta que se ha podido ver. ¡Bien, muy bien!
Si él se atreviera... pero no, no se atrevería. Pues si se atreviera, ¡qué golpe!... ¡Si cuando estuviesen los chicos en lo mejor de la corrida se presentara él de repente con su cabeza puesta...! De fijo creerían que habría entrado en la plaza un toro de verdad... ¡Qué sensación, que efecto, qué delirio! ¡Con qué envidia lo mirarían!... Porque él primero se dejaba desollar que ceder su cabeza a nadie... Pero no se atrevería, no...
Gran batalla surgió en su alma, teniéndola muchos días espantosamente turbada. La idea aquella tenía poder bastante para interrumpir su pesado sueño infantil, y se despertaba a media noche creyendo estar en la plaza, haciendo lo que por el día había pensado. De día y dando la lección soñaba también lo mismo, y no se volvía su espíritu a ninguna parte sin llevar consigo la idea tentadora, gozo y tormento de su existencia. Ya, en los breves ratos sustraídos a su obligación, no salía a la calle en busca de Juanito del Socorro (Redator), sino que en dos trancazos se encaramaba en el desván, y poniéndose la cabeza, arremetía al mismo San Lucas, a la Fe, a los rotos telones, y en todo ello, con las repetidas cornadas, abrió mil agujeros y desgarraduras. Por el boquete que el santo Evangelista tenía en su vientre, se le verían las entrañas si algunas hubiera.
Cuando se cansaba de este ejercicio, se divertía de otro modo. Tenía el desván un ventanillo alto que daba a los tejados y buhardillones de la vecindad. Con ayuda de un banco, Felipe subía hasta alcanzar con su cabeza el hueco, se ponía la del toro y se asomaba para ofrecer inusitado espectáculo a los chicos y a las mujeres de la buharda frontera. Él se reía lo increíble, viendo por los agujeros, que eran los ojos del animal, el estupor y miedo de los espectadores, y para dar más carácter a la broma, lanzaba desde el interior de su máscara un prolongado y terrorífico muu... imitando el bramar de la fiera. Los chicos de la vecindad que tal veían se alborotaban, las vecinas se asomaban también, y todo era curiosidad, cuchicheos, asombro y dudas... De pronto desaparecía el toro... expectación. Volvía a presentarse, llenando el marco del ventanucho, y como no se viera rastro de persona, ni se tenía noticia de que allí habitase nadie, crecía la sorpresa de aquella gente y la felicidad del Iscuelero.
«Si se atreviera ¡ay!...» pero no, no se atrevería. D. Pedro le mataría.