El doctor Centeno: 42

El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


Principio del fin : V

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Habiendo mejorado el tiempo, pudo al fin salir a la calle. La primera vez, apenas anduvo cien pasos, tuvo que volverse a casa; pero su fuerza de voluntad y el anhelo de callejear pudieron más que su quebranto, y en los días siguientes tornó a salir y estuvo en el café. Era su aspecto como el de un muerto. Cuantos lo veían, o manifestaban el mayor asombro o tenían que hacer disimulos muy violentos de la mala impresión que les causaba el rostro amarillo, la afilada nariz, la fatigosa voz del pobre estudiante. Este, siempre optimista y engañándose a sí mismo, se anticipaba a las observaciones de los que le compadecían, diciéndoles:

«Si no estoy ya tan malo como crees... Es porque me ves el primer día que salgo a la calle; y la verdad... me he quedado en los huesos. Pero me voy reponiendo, y siento que mejoro rápidamente...».

-¿Y dónde vives ahora?

-Te diré.. No vayas a verme, porque estoy como de paso, en una casa que no es de huéspedes... casa con jardines; quiero decir, que tiene vistas a un jardín... Pero no vayas por allí: hay mucha escalera, y lo probable es que no me encuentres.

El verdadero motivo que Alejandro tenía para alejar a sus amigos del nuevo domicilio, era cierto disgusto o vergüenza de que le vieran allí, pues la verdad era (¡desvaneceos, ilusiones locas!) que no podría el enfermo haber ido a peor sitio, aunque lo rebuscara entre todo lo malo que hay en Madrid. Estaba la tal casa en la calle de Cervantes, mas no bastaban las leyendas biográficas del barrio a hacerla simpática. Se subía a la vivienda de Miquis por una escalera interior, casi tan larga como la del Cielo. Aquello no acababa nunca, y nuestro poeta tenía que sentarse dos o tres veces en los peldaños para poder seguir. Cerca ya de los sotabancos, muchedumbre de sucios chiquillos, que a todas horas jugaban en los descansos, estorbaban el paso, haciendo infernal ruido que ni un momento se interrumpía de la mañana a la noche. En los mismos descansos altos, había un tufo que viciaba el aire y lo hacía irrespirable, porque las vecinas sacaban sus anafres y braseros para encenderlos y pasarlos en la escalera. Abiertas casi todas las puertas sentíase allí hormigueo de gente que por no tener espacio bastante, rebosaba de sus domicilios, y el murmullo mareaba tanto como el tufo del carbón. Las paredes, de arriba abajo y donde quiera que no faltaba el yeso, estaban todas llenas de letreros, mamarrachos y de mil suciedades diferentes.

La primera impresión de Alejandro, al estrenar su domicilio, fue penosísima... Creyó que entraba en una carbonería, porque paredes más negras que las de aquel pasillo no las había visto él en toda su vida. Por aquel suelo de polvorosos ladrillos rojos se arrastraban chicos entecos y miserables, otros gateaban, aquellos corrían como en una plaza, estos hacían procesiones y paradas militares. En las puertas numeradas, no había cordón de campanilla, y casi todas estaban abiertas. Para llamar en las cerradas, se hacía uso de los nudillos. Una vez dentro de su cuarto, que era el número 7, enseñáronle una salita, lo mejor, casi lo único de la casa, de regular tamaño, paredes sin papel, aplanado techo y buenas luces. Eso sí, en vistas, no le ganara ni la torre de Santa Cruz.

Por la cuadrada ventana se veía grandioso país de nubes y tejados, se dominaba toda la parte oriental de Madrid, que es la más hermosa: el Retiro, la aguja del Dos de Mayo, el techo plomizo del Congreso, la mole de Buenavista, las chimeneas de la flamante Casa de la Moneda, y detrás el árido campo donde pronto se había de levantar el barrio de Salamanca. En cúpulas y tejados, veíanse las formas más extrañas y las variedades más caprichosas. Ofrecía el conjunto una crestería chabacana, de recortados picos, aleros, palomares y tantísima chimenea, como negro ejército en desorden, las unas empenachadas de humo, las otras no, muchas torcidas y con el capacete ladeado. Era preciso mirar verticalmente, como se mira al fondo de un pozo, para alcanzar a ver aquellos jardines de que hablaba la tal. Pertenecían a lujosas casas de la calle del Prado, y estaban tan hondos que las más altas ramas de las acacias apenas llegaban al segundo piso. Con esmero y mimo estaban cuidados aquellos sepultados vergeles compuestos de afeitado césped, setos tijereteados, de algunas coníferas y acacias, todo raquítico y achacoso. Era como un hospital de árboles. Los había variolosos, todos llenos de verrugas; los había reumáticos, mancos de ramas; habíalos atacados de alopecia, por lo cual tenían calvicie de hojas, y todos calenturientos, revelaban en su amarillez el paludismo en que vivían. No faltaba tampoco una marmórea fuente que a ciertas horas se emperejilaba con un juego de agua para recreo de los pececillos rojos, prisioneros en el pilón.

No disgustó a Alejandro la estancia aquella desde la cual se veía tanta nube, tanta chimenea, y, con buena voluntad, el hundido jardín. Los muebles habían sido muy buenos, pero estaban estropeadísimos y pidiendo a gritos plumero, agua y estropajo. No había silla que no estuviera coja, ni pieza a que no faltara algo. Todo revelaba la adquisición de lance, en el desplome de una fugaz fortuna, de esas que nacen y se liquidan en una semana. Todo era de ocasión, de pacotilla, todo pertenecía a esa industria de bazar o de prendería que sirve para poner casas provisionales y para la improvisación de los ajuares domésticos.

La gente aquella, marido y mujer, parecía amable. Ella habría sido hermosa, si no estuviera picoteada por las viruelas; él, atravesado y de semblante duro, revelaba conexiones con gente torera. La estudiada afabilidad de ambos cautivó a Alejandro, que no veía más que el aspecto bueno de las cosas. Todo quedó convenido, y se instaló en la sala. Allí estaría como en su casa. Para mayor comodidad del ínclito joven, no se fijaría un diario, al uso de las casas de huéspedes, sino que él diría por las mañanas a Cirila: «Cirila, quiero comer esto, quiero lo otro», y Cirila le diría: «Pues, señor D. Alejandro, deme usted tanto más cuanto...». ¿Que el señorito no quería aquel día comer...? «Pues, Cirila, hoy no como en casa». ¿Que quería un extraordinario...? «Cirila, mañana comeremos aquí cuatro amigos». Y ella entonces haría las cuentas y le diría: «Porque mire usted, señorito, la ternera está a tanto, la merluza a cuanto...».

Todo iba bien. Los primeros días estuvo Alejandro bastante mejorado, y claro es que pasaba en la calle la mayor parte del tiempo. Felizmente tenía algún dinero, juntando lo que pudo arrancar a Torquemada con lo poco que le envió su padre. Iba viviendo, y su pensamiento, ávido de las cumbres, no sabía descender a los llanos de la vida material, ni enterarse de lo mucho que habían encarecido los artículos de comer desde que él hiciera sus convenios con Cirila, ni advertía que le estaban costando un ojo de la cara su frugal almuerzo y su nada abundante comida.

Había dicho a Felipe que abandonara la posada de los mieleros y se viniese a habitar con él, lo que tuvieron a mal Cirila y su marido, porque Felipe era, según ellos, fisgón, entrometido y amigo de curiosear lo que no le importaba. Todo lo había de intervenir, y sabía el precio de los comestibles, del carbón y de los artículos más usuales... ¡Oh!, ¡a él no se la daban! ¿Quién había visto que cuatro huevos costaran una peseta? Sólo aquel visionario de D. Alejandro, con su cabeza llena de dramas, Carniolas, ideales y filosofías, podía ver impasible tan grande atrocidad económica.

En un momento de mal humor había dicho Cirila a Alejandro: «Ya sabía yo que el señorito era muy aficionado a mantener vagos», frase que al Doctor se le atravesó y no pudo digerirla en mucho tiempo. Pero mientras más le crecían las uñas a ella, más se esmeraba él en fiscalizar y discutir todo.

Desgraciadamente para el soñador del Toboso, pronto dejó de haber ocasiones de regatear sobre el precio de las comidas. El 1.º de Mayo, a consecuencia de haberse mojado con una llovizna, al anochecer, recayó con síntomas muy desconsoladores. Francamente, en la noche del 2, creyó que se moría. Vino Cienfuegos, y no fiándose de su ciencia para un mal tan grave, trajo consigo a un médico amigo, joven y afable. La debilidad de Alejandro era tan grande como su inapetencia. Hubo que recurrir a la carne cruda, al extracto de Liebig, y con ninguna de estas cosas se atajaba el rápido desmoronamiento de aquella naturaleza, ávida de pulverizarse y perderse en lo inorgánico. La combustión crecía, las pérdidas eran enormes; el espíritu se iba quedando cada vez más solo, tan solo, que los desmayos eran simulacros de muerte. Peor estaba el infeliz que en casa de doña Pepa, y más hundido, más clavado y sepultado en aquella odiosa cama de tormento. Para que este fuera mayor, su ánimo abatido negábase a buscar en sí mismo, en su propia arrogancia y fecundidad, las fuerzas reparatrices. Callaban los estímulos mentales del arte, y enmudecían los pruritos íntimos del ideal y el amor. Todo dormía en él, menos el enfermo; todo, menos la fatiga, el calor, el frío, la cefalalgia, aquel negro cansancio y aquella pesadez de sus huesos de plomo... ¡Inexplicable desvío el de la tal, que no había ido a verle más que dos veces desde que estaba allí, y estas dos veces con mucha prisa, porque tenía que hacer, porque sólo podía disponer de un par de ratitos! No vienen nunca solos los males. A los referidos, juntose uno que era en todas circunstancias dolorosísimo para el pobre estudiante, y en aquella terrible casa el mayor de los infortunios. ¡Se le había concluido esa cosa tonta y divina, esa farándula indispensable, esa nonada omnipotente que llaman dinero!... ¡Qué afanes, qué fatigas para procurarse algunas cantidades! Felipe no cesaba de salir con cartitas y recados. Volvía casi siempre con las manos vacías. «Es que ya abusamos -pensaba él-. Razón tienen en no darnos nada».


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