El doctor Centeno: 53
Fin del fin: I
editarAlgunos de los amigos de Miquis se habían examinado hacia el 10 de junio, y le acompañaban y asistían con paciencia. Otros iban poco por allí. Cuando supo que los días de Alejandro estaban contados, acudió Ruiz quejándose de que no se le hubiera avisado antes, y haciendo oficiosos extremos de pena. Entre él y Poleró, después de oído el lúgubre dictamen de Moreno Rubio, acordaron escribir a la familia y avisar al único pariente que en Madrid tenía el manchego, la tiíta Isabel. Desempeñaron esta comisión Arias y Poleró, yendo a la casa de la calle del Almendro, llenos de curiosidad, porque habían oído contar a Miquis las rarezas de su tía. Esta les recibió con urbanidad; pero súbitamente cambió de tono y de modales, y rompiendo en denuestos contra la juventud del día, les llamó gandules y les dijo que se pusieran en la calle. Acentuando ellos su cortesía, volvieron a hablar del triste asunto que les llevara allí, pero la señora les interrumpió de este modo:
«No es Miquis, es Herrera; no es mi sobrino, es mi nieto. ¿Y a ustedes quién les mete en esto? ¿Vienen de parte de algún Micifuz a extraviar mi buena razón y a trastornarme el clarísimo juicio de que, a Dios gracias, gozo?».
Poco le faltó a Poleró para soltar la carcajada; pero él y Arias se contuvieron.
«Bien, bien -manifestó la señora, señalándoles la puerta-. Yo me enteraré de la verdad. Sin salir de mi casa, puedo yo saber el estado de aquel ángel... porque yo lo sé todo; yo nací en Jueves Santo. Y si quieren una prueba de ello, direles todo lo que ha hecho Alejandro en el tiempo en que no le he visto con estos ojos».
Los dos amigos, que ya salían, retrocedieron.
«A mí nada se me oculta; para mí nada hay secreto, ni aun lo que se esconde en las entrañas de la tierra. Ustedes, que son compañeros de Alejandro y le han ayudado a gastar mi dinero, verán si me equivoco... ¡Ah!, el muy pícaro no ha cumplido su palabra; no supo o no quiso emplear aquel dinero en instruirse y afinarse; gastolo en francachelas con damas y galanes de la embajada de Austria... Se entregó a los desvaríos y excesos de la pasión amorosa... Una bella princesa le arrastró a las mayores locuras, llevándole a vivir consigo y gastándole bonitamente los millones que le di. Hoy él y la bella princesa viven en arruinado palacio, pasando mil molestias y privaciones... ¿Es o no cierto? Desmiéntanme si se atreven».
Los ojos de la tiíta despedían fulgores de fósforo. Arias la miraba con lástima y cierto terror supersticioso. Ambos se esmeraron en ser corteses, manifestándose pasmados de la adivinación de la señora y de lo bien que sabía todo cuanto en el mundo pasaba. Era, por lo mismo, conveniente que la dama zahorí visitase a su sobrino, que estaba en peligro de muerte, y ellos se brindaron a acompañarla al arruinado palacio. A lo que contestó Doña Isabel que ella sabía ir sola, y que no necesitaba de tal compañía... Después, mirando al suelo, empezó a lamentarse de la suciedad que ambos jóvenes habían traído en sus botas.
«Buena, buena me han puesto la estera con el barro de las calles... Váyanse de una vez, que vamos a empezar la limpieza... ¡A la calle, a la calle!...».
Lo que ellos rieron en todo el camino desde aquel barrio a la calle de Cervantes, no es para contado. Nunca habían visto tipo que al de doña Isabel se asemejara. Debía ser puesta dentro de un fanal en cualquier museo para que todo el mundo fuera a verla y admirarla. Dijéronle a Miquis:
«Chico, si quieres hacer negocio, no tienes más que enseñar a tu tía a tanto la entrada».
Él se reía, no sin esfuerzo, porque ya la risa, como esos servidores que toman siempre la delantera, se había anticipado a su señor, la vida. Los preparativos del viaje de esta seguían con actividad. Sensaciones había ya inactivas y partes desalojadas. Por momentos parecía que el señor, con todo su séquito de funciones, se echaba fuera atropellada y furiosamente. Por las ventanas de los ojos, las fuerzas vitales parecían medir el salto que habían de dar para emprender la fuga. En algunos aposentos, como el cerebro, tumulto y bulla; en otros marasmo, silencio... El pulso a veces se dormía, a veces saltaba alborotado tropezando en sí mismo. La sangre, ardiente y espesa, corría por sus angostos cauces buscando salida y deseosa de inundar regiones, que por el fuero fisiológico le están vedadas. Su ardor, aumentado por la carrera, difundía la alarma por aquí y acullá. Era mal recibida en todas partes, porque no traía nada nutritivo, sino descomposición. Los órganos, desmayados, no querían funcionar más. Unos decían: «¡que me rompo!». Otros: «¡bastante hemos trabajado!». Pero la anarquía, el desbarajuste principal estaban en la parte de los nervios, que no reconocían ya ley ninguna, ni se dejaban gobernar de ningún centro, ni hacían caso de nada. Cual desmoralizado ejército, que al saber el abandono de la plaza, se niega a combatir y se entrega a la crápula y al desorden, aquellos condenados, discurrían ebrios, haciendo como un carnaval, de sensaciones. Ya fingían el dolor de cabeza, ya remedaban el traqueteo epiléptico, ya jugaban al histerismo, a la litiasis, a la difteria, a la artritis. Para que su escarnio fuera mayor, hacían hipocresías de salud, difundiendo por toda la casa un bienestar engañoso. Todo era allí jácara, diversión, horrible huelga. Si entraba algún alimento, lo recibían a golpes, con alboroto de dolores y escándalo de náuseas. Siempre que la sangre traía alguna sustancia medicamentosa, si era tónica, la arrojaban con desprecio, si era calmante, la cogían los nervios y hacían burla y chacota de ella. Todos se confabulaban contra el sueño, que quería entrar; pero apenas se presentaba, tales golpes recibía, y tales picotazos y pellizcos le daban, que el pobre salía más que de prisa... En el cerebro las funciones más nobles, desoyendo aquel tumulto soez de la sangre y los nervios, se despedían del aposento en una larga y solemne sesión. Quién hacía discursos, quién explanaba proyectos luminosos y grandes. La forma artística se ataviaba de galas vistosísimas, la crítica pedanteaba, y hablando todos de su glorioso más allá, parecían, no en vías de concluir, sino de empezar. La comunicación de esta importante bóveda, llena de armonías y de celestiales ecos, con la oficina laríngea era perfecta, porque el señor había querido que hasta el último instante estuviese expedita, y corrientes los nunca gastados hilos de la palabra...
«Hola, chico... ¿qué tal? Venga un abrazo».
-Ruiz... ¡cuánto me alegro de verte!
-¿Y qué tal estás hoy?
-Pues así, así. No me encuentro muy mal. La noche fue horrible. Pero hoy parece que esta gran irritación va cesando. Si sigo así, la semana que viene me podré marchar.
-Pero hace aquí un calor horroroso. Esto es un horno. No sé cómo no te ahogas.
El astrónomo, hombre indolentísimo, de temperamento desmedrado, ensayó diversas posturas para sentarse. Era problema más difícil de lo que parecía, y al fin se acomodó en una silla echada hacia atrás, con el brazo derecho montado en el respaldo de otra, la pierna izquierda sobre la mesa, formando una tan recortada y angulosa caricatura, que bien se le podría retratar si se estuviera quieto y no variase a cada instante, buscando una comodidad que no lograba nunca.
Poco después se puso en mangas de camisa. Se le conocía que se acababa de cortar el pelo, porque tenía el pescuezo y las orejas llenas de trocitos de cabello, y en la cabeza un olor de peluquería barata que daba el quién vive.
«No hemos tenido tiempo de hablar de tu comedia -le dijo Alejandro-. El otro día no hiciste más que entrar y salir... Es magnífica. Me la leí de un tirón. ¡Qué escenas tan bonitas! Tienes gran talento para ese género, y debes emprender otra obra para el año que viene».
Con este lisonjero juicio, flor natural de la frondosísima indulgencia de Alejandro, demostraba este, más que un criterio recto, el apasionado entusiasmo que sentía por los méritos de sus amigos. Incapaz de envidia, su boca se deleitaba en las alabanzas. Todo lo que hacían sus amigos era sublime, y a Ruiz le tenía por uno de los mayores talentos. La comedia era sosa, y a él le pareció salada; era roma, y le pareció aguda. Pertenecía al género moral papaveráceo, y sus efectos serían admirables si al teatro se fuera a dormir. Era un alegato en favor del matrimonio, y Ruiz hacía ver allí lo desgraciados que son los solteros y las felicidades sin fin que cosechan en la vida los que se casan. Para esto los personajes, cuidándose bien de no hacer nada, hablaban, quién en favor del matrimonio, quién en contra. Al final quedaba la virtud triunfante y el vicio rudamente castigado. El éxito fue regular, y los amigos llamaron al autor a la escena al final de cada acto. Los periódicos dijeron que aquel Ruiz, astrónomo, era un genio, un tal y un cual... Pero a los ocho días la obra desapareció de los carteles, y cayó en la sima del olvido.
Ruiz no se hacía ilusiones... El teatro ofrecía poco estímulo. ¿Qué le habían dado por derechos de representación? Una miseria. Si él hubiera nacido en otro país, quizás se dedicaría al teatro; pero ¡aquí...! En Francia habría ganado diez o doce mil duros con una sola obra. En España todo es pobretería. Y de que su obra había gustado al público ninguna duda podía tener. ¡Lástima grande que se hubiera representado al fin de temporada! Toda la prensa había puesto en el mismo cuerno de la luna la excelente versificación, y copiado algunas redondillas de las más resonantes. Pero lo que el autor estimaba más en su obra, era el pensamiento. ¡Qué cosa tan moral y edificante!...
A pesar de su éxito, Ruiz no escribiría más para el teatro. Este empezaba a fastidiarle, como le habían fastidiado antes la astronomía y la música... Y siendo su pensamiento refractario a la holganza, de las cenizas de su amor al teatro nació, polluelo de ave Fénix, un amor nuevo, una afición vehemente a otro linaje de estudios, a la filosofía... Sin ir más lejos, ya tenía escrito un estudio sobre Hegel, y había empezado a estudiar varios sistemas desconocidos en España, a saber: los de Spencer, Hartmann. Aquí no salían del krausismo, que en pocas partes tiene adeptos, como no sea en Bélgica. Se comprende que él estudiaba todo esto para combatirlo, porque le daba el naipe por Santo Tomás. Aquí no había filósofos. Él acometía con tanto afán la empresa de probarlo, que el curso próximo había de hablar en el Ateneo. No, ninguna ocupación de la mente era más bonita que aquella. Recomendaba a su amigo Miquis que tan pronto como se pusiera bueno, se diese un buen atracón de filósofos y se dejara de dramas... Tanto, tanto habló sobre esto, acompañando su perorata de extravagantes cambios de postura, que al fin Cienfuegos creyó prudente poner un dique al raudal de su filosófica oratoria, y le dijo:
«Vete callando ya. Mira que este se marea. No te lo dice porque él es así. Antes se dejará desollar que ofender a un amigo... Con tu filosofía y el calor que hace aquí, este cuarto parece, no el Infierno, sino el manicomio del Infierno, el lugar donde ponen a los condenados que se vuelven locos».