El doctor Centeno: 31

El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


En aquella casa : III editar

Sentados a la mesa, cual hemos dicho, los quince o más huéspedes, y servida aquella sopa de arroz, siempre tan igual a sí propia, que la de hoy parecía la misma de ayer, empezaba el alboroto. Tal como se ponía aquel comedor algunas noches, la torre de Babel resultaría, en parangón suyo, lugar de recogimiento y devoción. En pocas épocas históricas se ha hablado tanto de política como en aquella, y en ninguna con tanta pasión. Jamás tuvieron parte tan principal en las conversaciones populares los chismes palaciegos y las anécdotas domésticas de altas personas. No gozando de libertad la prensa para la controversia, se la tomaba el pueblo para la difamación. No se ponen puertas al campo ni mordazas a la malicia humana. La opinión tiene muchas bocas a cuál más fieras. Cuando se le tapa la del lenguaje impreso, abre la de las hablillas. Si con la primera hiere, con la segunda asesina. Estaba muy en la infancia la política española para conocer que nada adelantaba con suprimir las cortadoras espadas del periodismo, cuyos filos se embotan pronto cuando se les permite el constante uso. En tanto los cuentecillos envenenaban la atmósfera haciéndola irrespirable, y lo que se quería conservar y defender se moría más pronto. De fuertes y seculares imperios se cuenta que, habiendo sabido defenderse de terribles discursos y escritos fogosos, han caído destrozados por los cuchicheos.

¿Quién podrá repetir la algarabía de aquel comedor Virgiñesco? ¡Ay, Miquis, quién tuviera tu retentiva para intentarlo! Pero si tal lograra, el lector se volvería loco; con que más vale que se quede inédita esta parte tan principal de la historia de Centeno. Tan sólo retazos y frases sueltas que el héroe conservó en su memoria saldrán aquí a relucir. Él recordaba perfectamente haber oído a su amo esta frase provocativa:

«O la Señora los llama, o esto se lo lleva el Demonio... Yo lo digo muy alto: esto repugna, esto abochorna. ¿Qué gente le queda? Veamos: O'Donnell...».

-O'Donnell es un pillo.

-¿Pues y Narváez? Hombre de Dios...

-Señores, calma, calma. Es porque aquí se han de mirar siempre todas las cosas bajo el prisma democrático... No, no es eso.

-¿A mí qué me viene usted con historias...?

-Permítanme ustedes, señores...

-Dejemos a un lado la vida privada. Yo sostengo que...

-Permítame usted... pero permítanme ustedes...

El que esto decía, sin poder hacer silencio en la mesa para dejar oír su campanuda opinión, era D. Basilio Andrés de la Caña, la voz más autorizada de la casa. Se ponía furioso cuando no le dejaban hablar...

«Silencio, que va a hablar D. Basilio».

-Permítanme ustedes, señores...

-Lo sé, lo sé de buena tinta por uno que va a Palacio. A O'Donnell le desprecian allá, y sólo se aguarda una ocasión...

-Historias... ¿A mí qué me viene usted con cuentos...? Esas son pamplinas.

-Verdad, pero si se cae de su peso...

-Permítanme...

-¡Silencio!

-Yo, francamente, no lo veo así... Qué quiere usted... Seré torpe. Siempre miro las cosas bajo el prisma de la lógica.

-Ya esto no tiene soldadura. Ya el partido ha declarado que va a la revolución.

-Al pesebre.

-Al presupuesto... Pero óigame usted... Así no se puede discutir.

-Permítanme, ustedes señores...

-Si tergiversamos las cuestiones...

-Permítanme...

Por fin tanto trabajó, tanto sudó, tantas manotadas repartió a un lado y otro en ademán neptuniano de aplacar tempestades, tanto hizo aquel bendito D. Basilio para que emergiera su personalidad en el proceloso mar de las disputas, que al fin se callaron. Silencio imponente.

«Están ustedes fuera de la cuestión -dijo con reposado lenguaje-. Se ocupan aquí de si la situación tiene esta o la otra herida, cuando está comida por un cáncer interior que la devorará antes de que la maten las armas y la política. ¿Y cuál es este cáncer?».

Pasmo expectante. Sólo se oye el ruido de los tenedores picando garbanzos.

«Ese cáncer es la Hacienda, ese cáncer es la cuestión económica, ese cáncer es el estado del Tesoro, ese cáncer es el déficit... Porque, señores, lo he dicho y no me cansaré de repetirlo, con los números no se juega. Para los conflictos de números no tienen solución la espada ni la oratoria. El país, entregado por una parte a los chismes y por otra a las conspiraciones, no se ocupa de esto. Los que estudiamos día y noche estas áridas cuestiones sabemos que el mal es grave, y lo que es peor, señores, que el mal no tiene remedio».

Terror. Doña Virginia oculta la cabeza detrás del hombro de su marido para poder reír a sus anchas. Cáusale más risa que el discurso de D. Basilio la seriedad con que le oye Poleró.

«El déficit, señores, sube ya a la aterradora cifra de ochenta y cinco millones, y no hay que fiarse de lo que diga el ministro, presentando las cosas...».

-Bajo un falso prisma...

-Permítanme ustedes... A esto hay que añadir la deuda del Tesoro... los compromisos que va a traer la última operación con la casa Laffitte, las resultas del empréstito Mirés...

-La verdad, Sr. de la Caña, nosotros no entendemos de eso... -dijo Arias interpretando el cansancio de algunos-. En lo que usted cuenta habrá, sin duda, mucho de fantasmagórico...

-Permítame usted...

-Tiene razón D. Basilio -gritó Poleró, saliendo a su defensa y enredando la cuestión a ver si se sulfuraba el hacendista, que era el paso más cómico que, podían desear-. Así no se puede disentir. Los que conocen bien la Hacienda...

-Eso es música.

-Por Dios, Caña, no nos hable usted de esas cuestiones...

-Para ustedes, lo que no sea traer y llevar a Sor Patrocinio y a... Que les aproveche.

-No es eso, no es eso.

-Cállate, Poleró.

-Cállate tú, Cienfuegos.

-Dejar hablar, hombre, dejar hablar. Cuando vuelva Narváez...

-Si no ha de volver...

-Lo dijiste tú... Nada, estos señores, después que han planteado su fórmula todo o nada...

-No se les puede sufrir.

-Permítanme ustedes, señores...

-Y sobre todo, ¿de qué se trata?

-A mí no me embaucan esos señores con tanto discurso, con su retraimiento estúpido...

-Más estúpido es quien no ve venir la tormenta y se empeña en...

-¿Qué dices tú? Eso es comulgar con ruedas de molino.

-Poleró, que le va a hacer a usted daño la comida...

Para mofarse de D. Basilio, Poleró le decía cualquier día con énfasis y misterio: «¿No sabe usted, amigo Caña? Van a hacer otro empréstito...». Oyendo lo cual, el eximio Necker se llevaba las manos a la cabeza y murmuraba: «Perdición, ruina... ¡Pobre país!... Yo lo digo todos los días; no me canso de predicar... Pero no hacen caso... Al freír será el reír».

Y al de los prismas le decían siempre:

-A ver, D. Leopoldo, ¿a que no cuenta dónde ha estado usted hoy?... ¿Cuántas conquistas lleva esta semana? Porque usted las mata callando. ¿Ha sido marquesa o qué ha sido?

El tal Montes se reía, dando por ciertas, con su silencio, las indicaciones de Cienfuegos y Poleró. Luego contaba historias de mujeres, en las que, a ser verdaderas, se dejaba atrás a D. Juan, a Lovelace y a cuantos conquistadores de este linaje ha tenido el mundo. Una vez en Sevilla... aquel sí que fue lance. Otra vez en Valencia... ¡Oh!, cosa más dramática. Lo extraño era que él no las buscaba, y se le venían a las manos las aventuras ya bien amasadas y cocidas. Pues cuando estuvo en París, a negocios de la casa... (Por cierto que nunca se pudo averiguar qué casa era aquella.) En fin, si lo iba a contar todo no acabaría nunca. Precisamente aquella mañana cuando salía de la oficina (Nadie sabía nunca cuál oficina era), vio una moza de buen trapío que pasó a la acera de enfrente y le miró... ¿Para qué seguir? Era la historia de siempre. Después había estado en el café con Milans del Bosch, y al poco rato entró Sagasta, el cual le dijo... Pero ¿a qué referirlo? ¡Qué máquina de embustes! Él no se ocupaba más que de sus negocios, y cuando volviera a Sevilla, la liaría sin que se enterase nadie, porque con sigilo es como se llevan adelante los grandes negocios. Bien querían los progresistas conquistarle; pero él no les hacía caso, porque veía las cosas bajo el prisma de la serena razón, y... a buena parte iban...

Concluido el comer, la única persona que no había desplegado sus labios en toda la noche, el taciturno y comedido D. Jesús Delgado, era quien primero se levantaba, y dando tímidamente las buenas noches, íbase tranquilo a su cuarto, donde le aguardaba la interrumpida obra de sus cartas. Los demás salían en tropel o separadamente. Unos iban presurosos al café; los más aplicados se encerraban a empollar las lecciones del día siguiente, y en el comedor sólo quedaban al fin Virginia y su berberisco esposo, el cual, a tal hora, siempre había de tener reyerta con ella, unas veces en bárbaro tono, otras humorísticamente, siendo el motivo y término de tales disputas que Virginia le diera algún dinero para irse al café y al billar. Cuando ella sacaba, generosa, el portamonedas más mugriento que su conciencia, paz y risotadas; cuando no, mugidos y un soliloquio de verbos y amenazas que duraba hasta media noche... Comparada con él, era Virginia una hembra superior, heroína de virtud y abnegación y trabajo. La explicación de que una mujer de mérito (relativo) estuviese unida a bárbaro semejante y que trabajase para mantenerle, no se encuentra, no, en la superficie de la humana naturaleza; hay que ir a buscarla a los senos más hondos y secretos de ella. Pero Virginia se vengaba de su gigante aborreciéndole y despreciándole en gran parte de las ocasiones de su vida, de tal manera que le ponía en el postrer lugar de sus afectos y le consideraba menos que al último de los huéspedes, menos que a la criada, menos que a Julián de Capadocia.


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Fin: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIIIFin del fin: I - II - III - IV - V - VI