El doctor Centeno: 01

El doctor Centeno
Tomo I

de Benito Pérez Galdós


Introducción a la Pedagogía : I editar

Con paso decidido acomete el héroe la empinada cuesta del Observatorio. Es, para decirlo pronto, un héroe chiquito, paliducho, mal dotado de carnes y peor de vestido con que cubrirlas; tan insignificante, que ningún transeúntes, de estos que llamamos personas, puede creer, al verle, que es de heroico linaje y de casta de inmortales, aunque no está destinado a arrojar un nombre más en el enorme y ya sofocante inventario de las celebridades humanas. Porque hay ciertamente héroes más o menos talludos que, mirados con los ojos que sirven para ver las cosas usuales, se confunden con la primer mosca que pasa o con el silencioso, común o incoloro insectillo que no molesta a nadie, ni siquiera merece que el buscador de alimañas lo coja para engalanar su colección entomológica... Es un héroe más oscuro que las historias de sucesos que aún no se han derivado de la fermentación de los humanos propósitos; más inédito que las sabidurías de una Academia, cuyos cuarenta señores andan a gatas todavía, con el dedo en la boca, y cuyos sillones no han sido arrancados aún al tronco duro de las caobas americanas.

Esto no impide que ocupe ya sobre el regazo de la madre Naturaleza el lugar que le corresponde, y que respire, ande y desempeñe una y otra función vital con el alborozo y brío de todo ser que estrena sus órganos. Y así, al llegar al promedio de la cuesta, a trozos escalera, a trozos mal empedrada y herbosa senda, incitado sin duda por los estímulos del aire fresco y por el sabroso picor del sol, da un par de volteretas, poniendo las manos en el suelo, y luego media docena de saltos, agitando a compás los brazos como si quisiera levantar el vuelo. Desvíase pronto a la derecha y se mete por los altibajos del cerrillo de San Blas; vuelve a los pocos pasos, vacila, mira en redondo, compara, escoge sitio, se sienta...

Es un señor como de trece o catorce años, en cuyo rostro la miseria y la salud, la abstinencia y el apetito, la risa y el llanto han confundido de tal modo sus diversas marcas y cifras, que no se sabe a cuál de estos dueños pertenece. La nariz es de éstas que llaman socráticas, la boca no pequeña, los ojos tirando a grandes, el conjunto de las facciones poco limpio, revelando escasas comodidades domésticas y ausencia completa de platos y manteles para comer; las manos son duras y ásperas como piedra. Ostenta chaqueta rota y ventilada por mil partes, coturno sin suela, calzón a la borgoñona todo lleno de cuchilladas, y sobre la cabeza greñosa, morrión o cimera sin forma, que es el más lastimoso desperdicio de sombrero que ha visto en sus tenderetes el Rastro.

De aquellos incomprensibles bolsillos del chaquetón saca mi hombre, a una mano y otra, diversas cosas. Por este agujero aparece un pedazo de chocolate; por aquella hendidura asoma un puro de estanco; por el otro repliegue déjanse ver sucesivamente dos zoquetes de empedernido pan; de aquel jirón, que el héroe sacude, caen o llueven seis bellotas y algunos ochavos y cuartos; más abajo se descubre un papelillo de fósforos; por entre hilachas salen tres plumas de acero, un trozo de lápiz, higos pasados, un periódico doblado y con los dobleces rotos y ennegrecidos... Aparta con diligente mano aquellos objetos que hasta ahora no, se consideran digestivos, desenvuelve y tiende sobre el suelo el periódico a modo de mantel, y sobre él va poniendo los varios artículos de comer y fumar. Se coloca bien, echando una pierna a cada lado del papel, quita, pone, clasifica, ordena, se recrea en su banquete y lo despacha en dos credos.

No se meterá el historiador en la vida privada, inquiriendo y arrojando a la publicidad pormenores indiscretos. Si el héroe usa una de las plumas de acero, como tenedor, para pinchar un higo; si se lleva a la boca con gravedad el pedazo de pan, mordiendo en él con limpieza y buena crianza; si hay, en suma, en su alborozado espíritu un gracioso prurito de comer como los señores, ¿por qué se ha de perder el tiempo en tales niñerías? Más importante es que el historiador, con toda la tiesura, con toda la pompa intelectual que pide su oficio, se remonte ahora a los orígenes de aquella propiedad y escudriñe de dónde proceden las bellotas, de dónde el fiero cigarrote, los higos, el pan y demás provisiones, con lo cual, si sale airoso de su empresa y lo descubre todito, se acreditará de sabio averiguante, que es lo mejor para tener crédito y laureles sin fin. Llevado de su noble anhelo, baraja papeles, abofetea libros, estropea códices destripa legajos, y al fin ofrece a la admiración de sus colegas los siguientes datos, preciosa conquista de la sabiduría española.

A 10 de Febrero de 1863, entre diez y once de la mañana, en la Ronda de Embajadores, fue mi hombre obsequiado con bellotas por una vendedora de aquel artículo, de otro que llaman cacahuet, de papelillos de fósforos y avellanas. Veintitrés mil razones se emplean para demostrar la probabilidad de que esta esplendidez fuera recompensa de uno o de varios servicios, quizás recados a la vecina, ir a comprar dos libras de jabón o traer un saco de ropa desde el lavadero de las Injurias. Y de igual modo aparecen sacadas de la oscuridad de los tiempos pretéritos la procedencia de las demás vituallas y del cigarro, si bien en esto último hay dos versiones, igualmente remachadas con poderosa lógica. ¿Se lo encontró en la calle? ¿Se lo dio Mateo del Olmo, sargento primero de artillería montada?... Basta. Esta sutil erudición no es para todos, por lo cual la suprimimos. Adelante.

Después de comer como los señores, piensa mi hombre que fumarse ricamente un puro es cosa también muy conforme con el señorío. ¡Lástima no tener fósforos de velita para echar al viento la llama y encender, a estilo de caballero, en el hueco de la mano! El héroe coge el cigarro, lo examina sonriendo, le da vueltas, observa la rígida consistencia de las venas de su capa, admira su dureza, el color verdoso de la retorcida yerba, toda llena de ráfagas negras y de costurones y cicatrices como piel de veterano. Parece, por partes, un pedazo de cobre oxidado, y por partes longaniza hecha con distintas sustancias y despojos vegetales. ¡Y cómo pesa! El héroe lo balancea en la mano. Es soberbia pieza de a tres... ¡Fuego!

Un papelillo entero de misto se consume en la empresa incendiaria; pero al fin el héroe tiene el gusto de ver quemada y humeante la cola del monstruo. Este se defiende con ferocidad de las quijadas, que remedan los fuelles de Vulcano. Lucha desesperada, horrible, titánica. El fuego, penetrando por los huecos de la apretada tripa, abre largas minas y galerías, por donde el aire se escapa con imponentes bufidos. Otras partes del monstruo, carbonizadas lentamente, se retuercen, se esparrancan, se dividen en cortecillas foliáceas. Durísima vena negra se defiende de la combustión y asoma fiera por entre tantas cenizas y lavas... Pero el intrépido fumador no se acobarda y sus quijadas sudan, pero no se rinden. ¡Plaf! Allá te va una nube parda, asfixiante, cargada de mortíferos gases. Al insecto que coge me le deja en el sitio. Síguele otra que el héroe despide hacia el cielo como la humareda de un volcán; otra que manda con fuerza hacia el Este. El ocaso, el cierzo son infestados después. ¡Con qué viril orgullo mira el valiente las espirales que se retuercen en el aire limpio! Luego le cautiva y embelesa el fondo de país suburbano que se extiende ante su vista, el cual comprende el Hospital, la Estación, fábricas y talleres remotos y por fin los áridos oteros de los términos de Getafe y Leganés. No lejos de las últimas construcciones se nota algo que brilla a trechos entre los pelados chopos, como pedazos de un espejillo que se acaba de romper en las manos de cualquier ninfa ribereña. Es el río que debe su celebridad a su pequeñez, y su existencia a una lágrima que derramó sin duda San Isidro al saber que estos arenales iban a ser Corte y cabeza de las Españas. El héroe mira todo con alegría, y después escupe.

Contempla la mole del Hospital. ¡Vaya que es grandote! La Estación se ve como un gran juguete de trenes de los que hay en los bazares para uso de los niños ricos. Los polvorosos muelles parece que no tienen término. Las negras máquinas maniobran sin cesar, trayendo y llevando largos rosarios de coches verdes con números dorados. Sale un tren. ¿A dónde irá? Puede que a la Rusia o al mesmo Santander... ¡Qué tié que ver esto con la estación de Villamojada! Allá va echando demonios por aquella encañada... Sin ponderancia, esto parece la gloria eterna. ¡Válgate Dios, Madrid! ¡Qué risa!... Al héroe lo entra una risa franca y ruidosa, y después vuelve a escupir.

¿Pues y la casona grande que está allí arriba con aquella rueda de colunas?... ¡Ah!, ya, ya lo sabe. Paquito el ciego se lo ha dicho. Ya se vadestruyendo. ¡Sabe más cosas...! En aquella casa se ponen los que cuentan las estrellas y desaminan el sol para saber esto de los días que corren y si hay truenos y agua por arriba... Paquito lo ha dicho también que tienen aquellos señores unas antiparras tan grandes como cañones, con las cuales... Otra salivita.

¿Pero qué pasa? ¿Los orbes se desquician y ruedan sin concierto? El Hospital empieza a tambalearse, y por fin da graciosas volteretas poniendo las tejas en el suelo y echando al aire los cimientos descalzos. La Estación y sus máquinas se echan a volar, y el río salpica sus charcos por el cielo. Este se cae como un telón al que se le rompen las cuerdas, y el Observatorio se le pone por montera a nuestro sabio fumador, que siente malestar indecible, dolor agudísimo en las sienes, náuseas, desvanecimiento, repugnancia... El monstruo, vencedor y no quemado por entero, cae de sus manos; quiere el otro dominarse, lucha con su mal, se levanta, da vueltas, cae atontado, pierde el color, el conocimiento, y rueda al fin como cuerpo muerto por rápida pendiente como de tres varas, hasta dar en un hoyo.

Silencio: nadie pasa... Transcurren segundos, minutos...


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