El doctor Centeno: 29

El doctor Centeno
Tomo II

de Benito Pérez Galdós


En aquella casa : I editar

Acuérdate, lectorcillo, de cuando tú y yo y otras personas de cuenta vivíamos en casa de doña Virginia, y considera cómo el rodar de los tiempos, dando la vuelta de veinte años, ha cambiado cosas y personas. La casa ya no existe; doña Virginia y su marido, o lo que fuera, Dios sabe dónde andan. Ni les he vuelto a ver ni tengo ganas de encontrármeles por ahí. Aquellos guapos chicos, aquellos otros señores de diversa condición, que allí vimos entrar, permanecer y salir, en un período de dos años, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto bullicioso estudiante, qué de tan variada gente?

En la marejada de estos veinte años, muchos se han ido al fondo, ahogados en el olvido o muertos de veras. Los pocos que sobrenadan son: Zalamero, que ha llegado a ser ministro, cosa que entonces nos habría parecido inconcebible; Poleró, que estudiaba para Caminos y después pasó a la Armada, en la que ocupa excelente puesto; Arias Ortiz, que es hoy Ingeniero jefe de una gran empresa minera, y tiene canas y cuatro hijos, de los cuales uno es nada menos que bachiller; Cienfuegos, que es médico de un pueblo... En cambio, el pobre Sánchez de Guevara, que estudiaba Estado Mayor, pereció, siendo comandante del cuerpo, en las calles de Valencia, combatiendo una sublevación. Pues y el bendito Miquis, ¿qué se hizo?... ¿y el Señor de los prismas, de misteriosa condición y oficio no comprendido?... ¿y el infelicísimo eautepistológrafo?... ¿y el sesudo D. Basilio Andrés de la Caña a quien nunca humanos ojos vieron en otro estado que en el de la formalidad y seriedad más imponentes?... Estos y otros que no nombro, ¿do están?, ¿viven?, ¿se salvaron o se sumergieron para siempre?

Detente, memoria, deja a un lado las tristezas y prueba a referir lo pasado y pintar el teatro de tan grandes sucesos y notables personas, sin interrumpir tu narración con ayes lastimeros. Procura reproducir, si para ello tienes poder bastante, aquel largo pasillo, con tres vueltas, parecido a una conciencia llena de malicias y traiciones, aquella estera rota, tan peligrosa para el que andaba un poco de prisa, aquellos cuartos que al angosto pasillo se abrían, aquella sala y gabinete donde se aposentaban los huéspedes de campanillas, aquel olor de fritanga que desde la cocina se esparcía por toda la casa saliendo hasta la escalera para dar el quién vive a todo el que entraba.

Repite, memoria, la persona y hermosura de la gallarda Virginia, ama de tal cotarro; ayúdate, si es posible, de algún histórico papel para que puedas decir ahora qué casta de pájaro era la tal, de dónde había venido, por qué andaba en aquellos trotes hospederiles, y en fin, cuál era su verdadero estado... No olvides a aquel señor, marido suyo, o cosa así, pintor de heráldica, holgazán de profesión todos los días, y los más de ellos consumado borracho, a quien llamábamos Alberique, sin más nombre de pila; ten presente aquel perro humilde que no ladraba nunca y que, a la hora de comer, iba de cuarto en cuarto avisando a los huéspedes, animal comedido, modesto y meditabundo, a quien llamaban, no sé por qué, Julián de Capadocia.

De los antecedentes de Virginia, nada debemos decir. Todo es oscuridad en esta parte de la historia patria, y las distintas versiones que corrían en lenguas de los estudiantes no tienen la suficiente autoridad para ser estampadas como verdades inconcusas. Algún atrevido sostenía haberla visto, años atrás, en tratos peores que los de Argel; pero ¿con qué pruebas corrobora esta declaración impertinente? Con ninguna. Mucho cuidado con las indiscreciones en lo que atañe a la buena fama de las personas; y antes se ha de romper la pluma que usarla para llevar al papel versiones maliciosas, no depuradas por una crítica severísima. Sobre que era guapetona, no cabe vacilación. Y más lo fuera si el constante trabajar y lo mal que vestía no disimularan un tanto su belleza. Representaba más de treinta años y tenía el cutis blanquísimo, los dientes perfectos, el seno alto, el pelo negro, el genio irascible y pronto, las manos perdidas del trabajo, el habla dulce y castellana fina, el corazón ya duro ya fundente, según las circunstancias, la voluntad fuerte y activa. No se explicaba su unión con aquel tagarote de Alberique que se pasaba la vida en el comedor, delante de una chica o grande de Baviera, leyendo papeles políticos, y que, las rarísimas veces que trabajaba, más era tormento que alivio de su mujer, porque no se le podía sufrir y estaba todo el día riñendo con la criada, con Julián de Capadocia, con los huéspedes. Y todo, ¿por qué? Porque le echaban a perder sus trabajos, porque la ensuciaban las vitelas, porque le habían perdido el rojo, porque le habían quitado el vaso de agua. Hombre más inaguantable no ha existido en el mundo. Siempre con su gorro turco o Fez, la negra pipa en la boca, pletórico, harto y un poco asmático, parecía la imagen del sensualismo y de la brutalidad. Se pasaba el día enredando, haciendo y deshaciendo, echando pestes y pintando aquellas monerías insustanciales y desabridas de la heráldica. Por aquí cuartelillos, por allá animalejos. Sus trabajos no se acababan nunca. Su taller era la mesa del comedor, y cuando, llegada la noche, había necesidad de quitar los chismes pictóricos para poner los manteles, tenía que oír... Todo era echar maldiciones y decir a cada instante su interjección favorita: ¡Verbo!... Allí, ¡Verbo!, no entendían trabajos tan delicados. El Sr. de Alberique, ¡Verbo!, se marcharía de la casa y se iría a donde supieran apreciar el mérito de los artistas. Era de tierras de Levante, un morazo, un cartaginés o sabe Dios qué, resultado de la mescolanza de razas africanas, o de la degeneración arábiga. Tenía facha berberisca, y no le faltaba más que el alquicel para estar con toda propiedad. Eran sus facciones bastas, su color retinto, su fuerza muscular cual la de un caballo, su ánimo cobarde, como no fuera para echar maldiciones. Y sin embargo, las manos de aquel bárbaro tenían delicadeza y pulso para hacer miniaturas y pequeñeces que se debían mirar con microscopio. El oso es un animal hábil.


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En aquella casa: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IXPrincipio del fin: I - II - III - IV - V - VI - VII
Fin: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIIIFin del fin: I - II - III - IV - V - VI