El doctor Centeno: 24
Quiromancia : VI
editarPara concluir. Doña Isabel Godoy era supersticiosa en grado extremo, fenómeno que, si se examina bien, no es incompatible con la devoción maniática, ni con los rezos de papagayo. Con ser una de las principales ostras de los bancos parroquiales de San Pedro y San Andrés, más raíces tenían en el espíritu de esta señora ciertas creencias y temores vulgares que la pura idea religiosa. Cierto que ella defendía con rutinario tesón los dogmas de la Fe; pero les añadía innúmeros suplementos, fundados en todo lo vano, pueril y necio que ha imaginado el miedo y la ignorancia del pueblo. Creía en las fatalidades del número 13, de la sal vertida y de los espejos rotos; sentía horror del murciélago, por suponerle emisario del Demonio; atribuía mil ridiculeces al erizo o puerco-espín; creía, como el Evangelio, que las culebras maman y que las cigüeñas pronuncian algunas palabras; que hay gallos que ponen huevos, y que el pelícano se hiere a sí propio para alimentar con su sangre a sus polluelos; sostenía la existencia de los dragones, salamandras y basiliscos con sus propiedades mitológicas; creía también en el ave fénix y en las influencias de los astros benignos o adversos y de los cabelludos cometas, precursores de calamidades; daba fe a la influencia de la imaginación materna sobre el crío y a los antojos; prestaba crédito a las buenaventuras de los gitanos, y era para ella artículo dogmático la existencia de los zahorís, personas que, por haber nacido en Jueves Santo, tienen la virtud de ver lo que hay bajo tierra. Como la propia doña Isabel había nacido en Jueves Santo, se tenía por zahorí de lo más sutil y agudo que pudiera existir. Igualmente daba oídos a los saludadores, que todo lo curan con saliva, y a los embrujados. No había quien le quitara de la cabeza que hay personas que aojan, es decir, que hacen mal de ojo, y matan o resecan a los niños sólo con mirarles. Los sueños eran para ella revelaciones de incontrovertibles verdades. Si oía por la noche el aullido de un perro, ya tenía por seguro un mal caso; si entraba en la sala una mariposa negra o moscardón, señal era de inevitable desdicha; si alguno hacía girar una silla sobre una pata, indicio era de contiendas. Al salir a la calle, cuidaba de sacar primero el pie derecho que el izquierdo, porque si no, no volvería a casa sin dar un mal paso.
Quiso su mala suerte, para acabarla de rematar, que tuviera por vecina en Madrid a una de estas sacerdotisas de la magia, que, contra todo el fuero de la verdad y la civilización, existen aún para explotar la inocencia y barbarie de la gente. Y no son las más humildes, que jamás vieron el abecedario, las que estos tugurios de la magia frecuentan, sino que allá van alguna vez damas principales a que les echen las cartas. Esto parece mentira; ¡pero qué verdad es!
Doña Isabel trabó amistad con su vecina; hizo la prueba de un oráculo y quedó tan complacida, que le entró descomunal afición a aquellas patrañas. No había semana que no bajase un par de veces a consultar la filosofía hermética en el libro de las cuarenta y ocho hojas, y de cada consulta le salían admirables predicciones y avisos que escrupulosamente seguía. La vecina de doña Isabel gozó en aquellos años de mucho auge y prosperidad. Tenía para hacer sus trabajos de cartomancia un aposento con muchas imágenes de santos, alumbrados con velas verdes, y sobre una mesa bonitísima hacía sus juegos y arrumacos. Según lo que se le pagaba, así eran más o menos los aspavientos y el quita y pon de naipes, todo acompañado de palabras oscuras.
Doña Isabel se iba siempre a lo más gordo, y se hacía aplicar la tarifa máxima, porque siempre encontraba misterios muy hondos y desconocidos. ¡Eterno anhelo de ciertas almas, ver lo distante, conocer lo que no ha pasado aún, robar al tiempo sus secretos planes, plagiar a Dios, y hacer una escapada y meterse en lo infinito! Doña Isabel había consultado últimamente un negocio de la mayor importancia. Cortada la baraja con la mano izquierda, y divididos los naipes de cinco en cinco, la pitonisa había contado de derecha a izquierda (uso oriental) explicando la significación de los que aparecían en la sétima y sus múltiplos. Veamos: el tres de copas anunciaba un negocio próspero; el rey de espadas, que un letrado se mezclaría en el asunto; el caballo de copas, o sea el Diablo, procuraría echarlo a perder; finalmente, el as de oros decía clarito, como tres y dos son cinco, que todo saldría a maravilla y que el maldito y renegado caballo de copas (léase D. Pedro Miquis) quedaría confundido, maltrecho y hecho pedazos.
Doña Isabel vivía, de las rentas de sus tierras, que no eran valiosas. Casi toda su fortuna estaba en fragmentos o piezas muy pequeñas, diseminadas por los términos de Miguel Esteban, el Toboso y Villanueva del Gardete. Junto a las lagunas de Ruidera poseía unas estepas salitrosas de más de dos leguas que no le daban veinte duros al año. Las piezas de valor teníalas arrendadas a los labradores pobres de la comarca, que son los que cultivan el azafrán, esa droga que debiera llamarse oro vegetal, porque vale tanto como el más fino de la Arabia o el de los peruanos montes. No obstante, los que crían y peinan las doradas hebras de esta rica florecilla son los más pobres de la Mancha, porque el cultivo del azafrán es muy costoso y el mucho esmero que exige embebe todas las ganancias. Doña Isabel vivía, pues, de esa pintura de las comidas españolas, droga, además, de valor en la farmacia y en la industria tintórea. Sus tierras daban los menudos hilillos de oro, que el mercader coge con respeto en las puntas de los dedos para pesarlo. Se cotizaba antes a onza la onza, es decir, oro por oro. Hoy vale doce duros y aun menos.
El administrador de la señora en el Toboso se entendía con Muñoz y Nones, notario en Madrid, manchego, y este entregaba mensualmente a doña Isabel una cantidad no grande, pero sobrada para sus necesidades. Todos los años, al dar cuentas, recogía los ahorros de la señora para ponerlos a interés.
Vamos al negocio. En la Dirección de la Deuda tenía doña Isabel un expediente de liquidación y conversión de juros. El origen de este papel era un préstamo hecho por Godoy a la Real Hacienda, allá en tiempos remotísimos, con la garantía de las alcabalas de Almagro. Solicitó la señora la conversión con arreglo a la ley del 55; pero lo que pasa... el expediente se eternizaba en el encantado laberinto de las oficinas. Por dicha, desde que lo tomó por su cuenta el activo y entendido Muñoz y Nones, el expediente empezó a despertar de su letargo, dio señales de vida, fue de aquí para allá, de mesa en mesa, de departamento en departamento, y ahora me le echan una firma, después dos, ya le añadían papelotes, ya le agregaban números, hasta que por fin se le señaló día para salir de aquel purgatorio, y fue un hecho la conversión de la antigua deuda por renta perpetua del 3 por 100.
Es incalculable lo que pierde el dinero en estos traspasos y caídas al través de la tortuosa Historia nacional. Los 900.000 reales que los Godoyes, con patriótica candidez, prestaron al Rey, quedaban reducidos, a causa de los rozamientos financieros, a 48.636 reales. La tercera parte era, según convenio, para Muñoz y Nones. Doña Isabel percibió 32.424 reales. ¿A quién pertenecía este capital? A doña Isabel y a su hermana Piedad. No existiendo esta jurídicamente, si bien su espíritu existía compenetrado en la propia alma de doña Isabel, la mitad de los dinerillos correspondían en rigor de derecho (porque el jus no entiende de transubstanciaciones), correspondía, decimos, a los herederos de Piedad, a su hija única, Piedad también, esposa deMicomicón... ¡Dar a Miquis los 16.212 reales que a su mujer pertenecían! ¡Jesús, qué absurdo! Antes se partiría el mundo en dos pedazos... Porque si el dinero se le entregaba a Piedad, lo cogería Miquis, administrador de los bienes matrimoniales. No, y mil veces no.
El encono profundísimo que la Godoy sentía contra aquella nefanda estirpe de plebeyos groserísimos, avarientos y sin ley, sugiriole los razonamientos que puntualmente se copian aquí:
«Si doy el dinero a mi sobrina, se lo doy al cafre de los cafres, que bastante ha tragado ya, prestando dinero a mi familia al 18 por 100. No, no, Dios de justicia, con tu santo permiso, voy a jugarle una trastada... ¡Pero qué linda y pesada jugarreta! Me la aconseja San Antonio bendito, y la he visto clara en el frío lenguaje de las cartas, movidas y barajadas por los mismos ángeles... Pero si me guardo ese dinero es pecado. ¿Lo daré a mi hija, encargándole...? No, no puede ser... El salvaje metería sus uñas al instante... No, no, digo que no. Veamos: ¿cuál es el pecado de aquel bárbaro entre los bárbaros? La avaricia. ¿Cuál es el castigo del avaro? La forzada liberalidad. Pues yo hago forzosamente generoso a aquel gandul, y le doy grandísima desazón entregando el dinero a su hijo y mi nieto, no para que lo gaste en golosinas, no para que lo tire con amigotes soeces, sino para que lo emplee en buenos libros, para que emprenda algún instructivo viaje, para que se haga ropas muy majas con que ir a las embajadas y al Real Palacio, para que se afine y decore y viva como un caballero y sepa ilustrar el hermosísimo nombre de Herrera».
Esto pensó, esto dijo, y se estuvo riendo tres horas seguidas. Aquella noche soñó con la venganza que de los aborrecidos Micifuces tomaba, y vio a D. Pedro zumbar en torno a su cabeza en forma de caballito del diablo. Pero ella, valerosa, le decía:
-Rabia, rabia, que el dinero no es para ti. Revienta, Judas; muérete, Holofernes.