El doctor Centeno: 28
Quiromancia : X
editarLlegaron, salieron del coche, pagaron, y viéraisles a los dos en el cuartito estrecho, pero cómodo, de una fonda o restaurant. Miquis exaltado y como demente, Centeno, muerto de hambre y al mismo tiempo encogidísimo de verse allí frente a aquel espejo, bajo los mecheros de gas y en mesa para él tan rica y elegante. Pidió Alejandro dos cubiertos de los más caros, y mientras preparaban el servicio, Felipe parecía que se iba hartando con la vista. Algo había ya en la mesa a que hubiera echado mano, como las ruedas de salchichón, los rabanitos, el pan y la mantequilla; pero su respeto puso frenos al salvaje apetito que tenía, y no tocó nada hasta que trajeron la sopa. Al pobre Doctor le parecía mentira que había de venir la tal sopa, y cuando la vio llegar y tomó la primera cucharada, pasole lo que al héroe de Quevedo, esto es, que hubo de poner luminarias el estómago para celebrar la entrada del primer alimento que tras tan larga dieta apareciera. Y razón había para ello, porque estaba con un triste pedazo de pan duro que había tomado por la mañana.
Miquis no acertaba a comer; estaba impaciente, inquietísimo, hablaba solo... A ratos miraba a su protegido, y se reía paternalmente de verle tan aplicado a la obra de reparar sus fuerzas.
-Come, hombre, come sin reparo. No te dé vergüenza de comer todo lo que tengas gana, que harto has ayunado.
Felipe seguía estos saludables consejos al pie de la letra, y la emprendió con todos los manjares que el mozo iba trayendo, sin perdonar ninguno. Aplacada su necesidad, quedole tiempo a su espíritu para maravillarse de todo, así de los gustosos platos como del servicio. Nunca había visto él mesa tan bien puesta y servida. Después de observar la elegancia de todo, la transparencia de las copas, la limpieza de las servilletas y manteles, la abundancia de golosinas, la esplendidez de tanto y tanto plato de carne, sustanciosos y exquisitos, la claridad del gas que tales maravillas iluminaba; después de observar esto, digo, y el primor de la habitación con su mullida alfombra y su gran espejo, se echaba recelosas miradas a sí mismo, y comparaba la riqueza del local y de la comida con su estampa miserable. Su ropa... ¡vaya, que estaba a propósito para aquel lugar! Sin ser andrajosa, más era de mendigo que de caballero... Su facha, sus manos... ¡Qué vergüenza! Por eso el mozo le miraba y como que se burlaba de él... Otros mozos cuchicheaban en la puerta, como pasmados de ver allí semejante tipo. ¡Gracias que tenía las grandes botas del siglo!... ¡Ay!, si D. Pedro y D. José Ido lo vieran en aquellas opulencias... delante de tanto plato fino, y bebiendo en aquellas copas, y comiendo todo lo que quería...! Cosas había allí, no obstante, que no sabía cómo se habían de comer ni para qué servían, por lo cual creyó prudente no tocarlas y afectar que no tenía más gana. Lo que no perdonó fue el sorbete, golosina que él ya conocía, aunque no había probado de ella más que porción muy mínima, cuando una señora, en el café de Zaragoza, le dio a lamer la copa en que lo había tomado.
¡Y ya, Jesús divino, no era sólo lamer la dulzura pegada a un frío cristal, sino que se lo envasaba todo entero, desde el pico hasta el fondo!; y no sólo devoraba el suyo, sino también el de su amo, que, gozoso de ver tan hermoso apetito, le dijo:
-Tómate también el mío...
Luego pastas, dulces, frutas...
O aquello era sueño o ya no hay sueños en el mundo. Pero él, sin entender de Calderón ni haberle oído mentar en su vida, decía rústicamente y a su modo lo que significan las famosas palabras: soñemos, alma, soñemos. Interesante grupo formaban los dos, el uno come que come, y el otro piensa que piensa, soñando de otra manera que Felipe y viviendo anticipadamente la vida de los días sucesivos; lanzando su espíritu al porvenir, sus sentidos a las emociones esperadas, empeñando su voluntad en grandes lides y altísimos propósitos. Ideales de arte y gloria, pruritos de goces, ahora sublimes, ahora sensuales, caldeaban su mente. Parecíale pesado y cojo el tiempo, que no traía pronto aquellos mañanas que él, por poder de su fantasía, estaba ya gozando y viviendo antes de que llegaran. Para no esperar más, aquella misma noche había de procurarse emociones y dulzuras, de las que tan hambrienta estaba su alma.
Felipe, regocijado al ver su inexplicable suerte, decía: «Ya me vino Dios a ver», pero no acertaba a figurarse lo que detrás de aquel espléndido cambio vendría. Como que apenas conocía a su amo, y aún no las tenía todas consigo respecto al acomodo que le ofreciera. Alejandro, soñador de empuje y que en todas las ocasiones iba más allá de la realidad presente, no veía con vaguedad el porvenir; veíalo claro y distinto, cual hermosísimo paisaje alumbrado por el más puro sol. Todo se presentaba a sus despabilados ojos con fortísimas tintas y limpios contornos: la gloria artística, el triunfo del más atrevido de los dramas, dichosos lances de amor y fortuna, degustación de placeres desconocidos, poesía y realidad, todo lo veía vivo, corpóreo, de carne, de sangre y de hueso, encarnado en seres humanos, con voz y figura que él plasmaba en su imaginación creadora.
En los capítulos siguientes veremos las hazañas de estos dos niños. En vez de un héroe ya tenemos dos.